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Cultura 14 de agosto de 2019

Dios perdona

Capítulo 15

Por José Santos
Desde su casona, Sofía repleta la cuchara de Nutela y se lo lambe con su boca húmeda. En el vestidor, se mira de frente y de costado en el espejo. Lleva un vestido suelto, beige, con breteles negros. Levanta su vestido, examina su ropa interior. Le parece notar más redondeado su abdomen. Corre al baño y hunde sus dedos en la garganta hasta vomitarlo todo.

Irritada, vuelve al dormitorio, recoge sus valijas y sale con su Land Rover y su hijo Francisco. A poco de andar sobre la avenida Edinson, reparte bocinazos y señas de luces. Francisco viaja detrás, semidormido. Abre un chocolate.

Escucha el aviso de mensajes entrantes. Es Martín. Los lee, uno a uno. No contesta y no vuelve a tomar el teléfono hasta llegar a la casa de su madre, en el barrio Los Troncos. Entra al garaje. Toca bocina. Aparece su madre. Sofía desciende, abre el baúl y baja las valijas en silencio. Es su madre la que dice:

-Tené cuidado con lo que haces hija. Es un buen chico.

-Si tanto te gusta, quédatelo.

El comentario de su hija, la irrita: -Se más humilde, tenés que saber perdonar.

-Que lo perdone Dios.

Sofía vuelve la vista hacia ella y como si un balde de agua fría se hubiera estrellado en su cara, remata: -Y mejor, no te metas. No es asunto tuyo.

Su madre queda boquiabierta y muda. Sofía deja las valijas y los bolsos. Subiendo a la camioneta, dice:

-Lo que pasa es que, a una determinada edad, se pretenden distintas cosas. No tengo la culpa si no sabe hacerme feliz.

-No sos una mujer fácil.

-Eso no me importa. Solo pretendo que me valore y que sepa amarme. Y punto final. Es mi vida. Puedo decidir si perdono o no. Haceme un favor, retíralo a Francisco por el instituto, yo no puedo.

En el trayecto a la escuela, Francisco que la oyó discutir mientras bajaba las valijas, pregunta a su madre si está enojada con la abuela.

-Claro que no. Solo que a veces no nos entendemos. Con tu abuelo en cambio, la mama se entendía muy bien. Porque tu abuelo la amaba y la cuidaba a tu mama como nadie. Como nadie- repite justo cuando llegan a la escuela. Entonces Francisco que viene en el asiento trasero, le dice:

-Yo también te amo y te cuido, mama.

Sofía lo escucha y asiente. Escéptica, piensa que Francisco tiene la habilidad de dar las respuestas rápidas como Martín. Y que quizás ya miente como un adulto mayor. Aun así, se propone guardar las formas delante de su hijo.

Debe evitar el escándalo. Se lo ha repetido varias veces su psicoanalista pero le cuesta evitarlos. Es su modo de desahogarse.

No dejaré de buscar lo mejor para mí porque el maldito me engañe, piensa mientras abre otro chocolate. Cambié chocolates por rivotril, piensa y se ríe. Por ahora el método, sirve. Hoy mientras Martín le hablaba a través de la puerta, se trepó a la balanza. No subió de peso, aunque debe mantener sus 45 minutos de cinta diarios. Disfrutó escuchar sus ruegos. Escucharlo sufrir la hizo sentir un poco mejor. Deja a Francisco en la escuela. Se dirige directo hasta su casa de playa.

Después toma la costa. La arbolada que bordea a la ruta 11 después del faro, la regocija. La exuberancia del verde, la arena que se disipa en las banquinas, los paradores de las playas, le evocan recuerdos de su adolescencia que la ponen en una melancolía nostálgica. En el trayecto repasa sus últimas charlas con su psicoanalista. Cuando arriba a su casa playera que ella misma decoró con su gusto minimalista, ve el auto de Pablo Mc Carthy, el amigo de Martín.

Sabe que la espera en el dormitorio frente al mar. Para eso le dio una copia de la llave. Para que este ahí, esperándola. Cada vez que ella lo desee.

******************

Cerca de Lima y en esa zona costera el acantilado alcanza los 80 metros de alto, o de profundidad, según la perspectiva. Es plena medianoche, pero hay luna llena y su reflejo rebota en el Pacífico e ilumina la costa peruana. Kike Vallosa lleva los ojos vendados, en su labio superior una herida cortante y huellas de sangre en el cuello y en las rodillas. Las manos, atadas a su espalda. Corre sin dirección ni destino. Como un ciego desesperado avanza por la ancha planicie que precede al acantilado. Corre porque tiene miedo. Pero además corre porque ignora cuán cerca está de caer por un precipicio. Lleva sus manos atadas una soga que por el otro extremo sujeta Zaire. Vallosa corre.

Interesante el deseo de vivir.

-Ya deja de correr.

Kike Vallosa clava sus rodillas al piso, ruega:

-No lastimes a mi sobrino.

-¿Tú me estás hablando a mí? ¿Tú me estás hablando a mí?

Zaire esta sobre el borde del acantilado, comenta:
-Oye que pasó con esa lengua…

Vallosa, balbucea entre gemidos. Zaire insiste:
-Vamos hombre, ¿qué pasa con tu lengua? Estás haciendo que la pasemos mal. Y se agota mi paciencia.

El sonido del mar agitado es intenso y la brisa salada se siente en la respiración. Vallosa murmura:
-No tengo nada que decir.

Zaire hace repiquetear dos disparos. Luego apoya el caño metálico caliente sobre la nuca de Vallosa. Sin dejar de temblar, Kike admite haber vendido información a Augusto Valdivia. Se arrepiente, gime, entre llantos y sollozos.

Después pide e implora perdón, intenta de maneras variadas, justificar su delación. Se siente perdido, pero quiere salvar a su sobrino. Gimotea porque imagina que tendrá igual final. Cuando por fin se calla, Zaire que ya escuchó lo que necesitaba oír, le dice:
-Buen muchacho.

Kike Vallosa toma la mano de Zaire e intenta besársela, pero la retira con brusquedad. La debilidad de Vallosa le resulta asquerosa. Vallosa poco a poco recupera un ritmo regular en su respiración agitada. Entonces escucha la orden de Zaire. Que se trague su chip de su teléfono móvil.
-Es para que te llegue el mensaje. Trágatelo.

Cuando termina Vallosa, sigue con sus ojos vendados y maniatado. Reza en voz baja un padre nuestro, le ruega:
-Mátame pero mi sobrino es un buen chico, es inocente.

-Eres un buen muchacho. ¿Sabes? Te diré algo que ignoras… estoy seguro de que Dios te va a perdonar.
Zaire le quita el anillo de oro con la esmeralda y le ordena que se eche a correr. Vallosa que siempre estuvo con sus ojos vendados, duda. Sabe que en alguna dirección lo espera la ruta y en la otra el acantilado. Pero quedarse inmóvil, es desobedecer y eso equivale a un tiro en la frente. Obedece.

Y corre. Maniatado y vendado, corre.

Siente que seguirá vivo. Corre más. Corre con desesperación y ansias.

Durante lo que dura un instante, se sabe vivo, hasta de repente, trastabillar. Y con el trastabillar, vienen quejidos y golpes secos, mientras rueda por el despeñadero hasta golpear entre las rocas y el mar. Las olas lo arrastran. Y demora segundos, en hundirse mientras Zaire contempla desde arriba y a la luz de la luna, el brillo de la esmeralda. Guarda el anillo en su bolsillo y murmura:
-No te mentí, Kike. Dios perdona. Betty Blue no.

 



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