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Cultura 24 de octubre de 2016

Dominación de masas e hipnosis en un ensayo de Andrea Cavalletti

En “Sugestión. Potencia y límites de la fascinación política”, el ensayista italiano Andrea Cavalletti estudia el dispositivo de dominación individual y colectivo que supone la hipnosis como una psicotécnica de control masivo, puesta en orden durante los siglos XVIII y XIX, que implosionó durante el XX y continúa su sinuoso -y no tan efectivo camino- durante el XXI.

El libro, editado por la editora Adriana Hidalgo, es el tercero de los títulos que publica de este autor, luego de “Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica” y “Clase. El despertar de la multitud”.

Cavalletti es profesor de estética y literatura italiana en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia; está al cuidado de la herencia intelectual del pensador Furio Jesi, y forma parte de un grupo de intelectuales peninsulares entre los que sobresalen Roberto Esposito, Giorgio Agamben, Antonio Negri y Remo Bodei.

Como en sus libros anteriores, el problema que trata en su nuevo libro es la naturaleza del poder, las técnicas para reforzarlo, las maneras para su transmisión y las mascaradas por medio de las cuales se oculta o promueve una “libertad” que no deja ver sus clavijas y que hace de la amabilidad o la salud un culto a su perfeccionamiento.

En “Sugestión”, Cavalletti se interroga sobre el cuerpo del fascismo y antes de llegar a los maestros de la hipnosis y los nigromantes, se detiene en el análisis de un texto de Thomas Mann, “Mario y el mago” precisamente, donde el escritor alemán, en unas vacaciones al comienzo de 1930, empieza a respirar una “atmósfera pestífera”, señal inequívoca del desembarco, tres años después, de Adolf Hitler como canciller del Reich.

Para la construcción de esa atmósfera, dice el italiano, es preciso un trabajo de “adiestramiento” previo, que no sólo es responsabilidad de algunos nombres propios sino de una época convulsa, de transición y de tensión, entre paradigmas democráticos y revolucionarios que con sus diferencias, no dejan de “apostar” a ciertas teorías.

La fascinación por el líder, santo vicario, héroe providencial, sujeto de poder pregnante, resulta, al fin, más importante que la tecnología de la sugestión puesta en juego, pues el triunfo de esa tecnología en ciertos lugares puede resultar un fracaso en otros.
En cualquier caso, lo que no parece estar en discusión es que para el poder (o mejor, para el biopoder), el hombre está, siempre, sujeto al principio de la imitación o la mímesis: que las masas serán objeto de manipulación o de estafa, siempre que se pierda cierta resistencia o singularidad.

“Gobernar esa sociedad -escribe Cavalletti- significa, una vez más, suscitar y guiar las acciones y los modos de vida de los hombres, hacerlos que tiendan al placer bajo el impulso o la amenaza del mal”.

Y continúa: “Significa educar, o sea, disponer y guiar las conductas de los hombres dentro de los límites de los miedos y los deseos; hacer que cierto dolor sirva de ejemplo, que un temor suscite un deseo preciso, que de cierto miedo se origine una tendencia coherente con los fines del gobierno mismo”.

Por supuesto, Mesmer, Bernheim, Vanzut, Villiers, otros alienistas (o “impostores”, según la posición), se mueven como peces en el agua si el clima o la atmósfera de los tiempos lo permiten. Y la atmósfera lo permite porque las masas son legión y alguien debe gobernar. “El hombre sin atributos”, de Robert Musil, nace de esa cópula: de la sugestión con el servilismo.

Cavalletti enumera y cita con paciencia, desde los tratados sobre la imbecilidad que prosperan a fines del XIX, hasta el higienismo, imprescindible para “curar” cierta tendencia al desorden de algunos considerados “normales”, incluidas ciertas versiones adaptativas de la ciencia que dio por tierra con la sugestión, el psicoanálisis.

Pero por un George Orwell o Jack Kerouac, por un Stanley Kubrick o Werner Herzog, la industria del entretenimiento o la sociedad del espectáculo repone o pone al alcance de la mano otros nuevos o viejos instrumentos de destrucción, sumados, claro está, a que lo real-singular es inimitable, y que eso mismo no es un patrimonio ni una voluntad heroica.

En ese punto, acaso desolador, el ensayista italiano prefiere apostar por el silencio, el silencio de la creación o las complejidades colectivas que operan en reversa al sentido común, a pesar de lo necesario que sea denunciar las arbitrariedades y excesos del llamado sentido común.



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