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Cultura 17 de octubre de 2016

El artrópodo

“La vida se encoge o se expande en proporción con el propio coraje”.

Por Alejandra Velazco

Se dio cuenta de que no podía con la pared que tenía frente a él, es decir, no podía trepar por ella. No era más que un simple artrópodo con principio y pronto final. Patas y más patas, desagradables bichos, así los llaman vulgarmente; la vulgaridad de la ignorancia de no saber qué son los artrópodos.

Subir por esa infinita muralla china significaba sexo, reproducción, aunque no placer, no sentía placer, sólo sexo y reproducción simplemente. Si no subía, ni siquiera tendría esa obligación de la copulación; si no copulaba, no cumpliría los mandatos evolutivos. Miró la pared, le resultó monótona y desafiante a la vez.

Si subía tendría su recompensa, clonación de miserias animales que la evolución se ha emperrado en perpetuar, Era un artrópodo desagradable y poco interesante, incluso copulando era poca cosa.

Pensó que tenía la posibilidad de quedarse abajo esperando que todo se acabara, entonces no habría copulación.

Tampoco derrocharía energía que podría ser usada para otros menesteres. Ahorraría tiempo, aunque no sabía para qué lo necesitaría. Sin duda era un artrópodo atrapado en un dilema existencial.

Hembras sudorosas esperando machos territoriales peleando por una supremacía efímera, el mejor macho con la mejor hembra. No era más que un insignificante artrópodo, sin importancia alguna para el resto de la humanidad.

Entendió que no podía con la pared, tampoco podía dejar de intentarlo ya que la miserable especie lo obligaba a la reproducción compulsivamente; en eso se sentía hermanado con otras criaturas; incluso con los humanos.

Entonces comenzó a subir, el olor que emanaba de las hembras penetraba sus sentidos.
Juan dormía en la cama pegada a la pared. Se dio vuelta una y otra vez, le costaba meterse de lleno en el sueño.

Respiraba con olvido y resignación, con sudor y rutina. Abrió un ojo, balbuceó algo insignificante, y se tumbó hacia el otro lado de la cama, dándole la espalda a la pared. Una espalda tan desganada como su deseo. El mismo deseo que había desaparecido antes de intentar subir la pared para copular con otras hembras.

El artrópodo rodó desprovisto de toda compostura y cayó a la cama. Juan cerró los ojos, el asqueroso artrópodo había perdido parte de sus patas de tanto fornicar. Lo vio rodando por la pared y caer a sus pies.

Maltrecho y sin futuro, vomitando evolución, giró quedando panza hacia arriba. Sus patas se movían de manera descoordinada. Tal vez agonizaba. Lo miró fijamente y afloró un genuino sentimiento de admiración.

El artrópodo seguía de espaldas, sudado y mudo de deseo. Juan apagó la luz.
El asqueroso artrópodo ya no se movía.



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