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Cultura 4 de septiembre de 2018

El cuaderno de cuentas cuadriculado

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por Sebastián Jorgi

Una confesión de partes, en este caso de Celestina, una niña bastante adulta, en las postrimerías de la Guerra Civil Española, campus temático siempre adyacente de la gran, gran Ana María Matute. Con aparente discurso, auto-discurso, monologal, pero siempre apelativo a un lector que puede adivinar o no adonde se dirige este itinerario interior, esta catarsis volcada en el Cuaderno de cuentas cuadriculado.

Y sí: Celestina ajusta cuentas consigo mismo y con una familia impostada, pero que en realidad tiene madre y padre, tiene hermanas, tiene tías, que giran alrededor del Amo. Ese hombre que está ahí arriba, como una estatua señorial y que la personaje narradora, testigo, es una primera persona diluida en sufrimiento y en gran parte en inocencia, va sacando “cuentas en ese cuaderno de hojas cuadriculado”.

El remitente de la infancia se me aparece siendo niño, en una cocina que da a un jardín de la calle Oncativo, perteneciente a una casa que mis padres alquilaban, comencé a escribir números sueltos, a lo primero, digo, mientras mamá cocinaba y papá intentaba vanamente explicarme aquellos números, hasta que pude entender la resta, la suma, un poco más tarde la multiplicación y demasiado tarde la división.

Y digo, confieso que estaba repitiendo primero superior. Y yo también me decía, como decía Celestina en ese cuento de Ana María Matute, para qué sirven las cuentas, para nada. Y si, como escribe la protagonista narradora, a quién se lo voy a contar, a nadie, se dice y nos dice, a nadie le podía contar ciertas cosas yo, el niño ensimismado, porque dentro de mí, también hacía mucho polvo y viento.

Y claro que soy guapa, se convencía Celestina, vaya, yo no me la creía mucho, me apodaban Negrito, porque un jugador de fútbol de Lanús, Lacasia, que vivía en la casa de inquilinato que también alquilaban mis padres, él vivía en el cuarto vecino y cuando nací, se asomó y dijo, qué negrito que es…

Y aquí estoy, acá está el Negrito reescribiéndose, con la excusa de analizar ese cuentazo de Ana María Matute, ella me invitó a tomar un café y coñac en el Hotel Crillon de Buenos Aires, motivado por una entrevista para LA CAPITAL de Mar del Plata -1986-. Qué va, Negrito, estás saltando de la euforia a la vanidad, qué va, ocúpate de terminar con este cuento. De aquella niña Celestina que tiene alguna memoria —primera memoria, escribiría Ana María— que a través de la madre se acuerda del bombardeo aquel, cuando el Amo la recogió solita, entre otras crueldades de la Guerra Civil, amo feudalísimo, generalísimo, dispuesto a pegar tiros a los enemigos de Dios y la Patria. No me demande nada ni nadie de este grupo de amigas y amigos -un seminario íntimo-, por todo lo que estoy escribiendo y más que todo, argumentando.

Mejor, argumentándome, porque yo también, a lo primero era inocente al 70 por ciento, bueno, no voy a exagerar, digamos al 50 por ciento, porque yo, como Celestina, nunca decía nada a nadie.

Y no hice uso de ningún vidrio molido o hecho añicos para dañar persona alguna, pese a que contra promesas lo hice, como aquella vez un poco más grandecitos Alma Adela fue engañada tras un beso, mientras hacíamos los deberes en el cuaderno de hojas no cuadriculadas, sino rayadas. No es cierto que me vas a querer siempre, Negrito, hasta que seamos viejitos como mamá y papá, hasta el cielo, le dije… la culpa la tiene la señorita Hebe, una maestra parecida a Eduarda, la que tenía Celestina, pero bueno, nada, hay que saber olvidar y sobre todo, como dice una amiga poeta de talento, saber sí decir basta.

Acá no estamos medio locas o locos por las bombas, como la mamá de Celestina, en la otrora Madre Patria, sino por otra clase de bombardeos publicitarios, demagógicos, en fin, ahora sí basta.

Pido gancho.



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