CERRAR

La Capital - Logo

× El País El Mundo La Zona Cultura Tecnología Gastronomía Salud Interés General La Ciudad Deportes Arte y Espectáculos Policiales Cartelera Fotos de Familia Clasificados Fúnebres
Cultura 6 de febrero de 2025

El fuego de la tradición

Un ensayo de Ramiro Campodónico.

Por Ramiro Campodónico

El hombre de nuestro tiempo tantea en la penumbra buscando certezas, intentando asirse desesperadamente a algo que pueda otorgarle sentido y dirección a su vida. El oscurantismo posmoderno lo ha sumido en la ignorancia, privándolo de conocer lo único que realmente importa: el sentido de lo divino, la idea de trascendencia. Las civilizaciones tradicionales ofrecen respuesta a este tipo de dilemas de raíz existencial. Todas ellas orbitan alrededor de un centro espiritual trascendente e inmutable. Al estudiarlas encontramos atisbos de una Verdad absoluta; una que no está sujeta a las mudables ideologías de la época, sino que ofrece al hombre su puro manantial para saciar su sed de infinito.

A estas culturas fundadas en una Tradición Primordial le dedicaron sus estudios una serie de grandes autores, que hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX constituyeron una corriente de pensamiento de lectura imprescindible: la Escuela Tradicional, también conocida como Filosofía Perenne. Grandes pensadores como René Guénon, Ananda Coomaraswamy, Julius Evola, y algo más adelante Frithjof Schuon, Titus Burckhardt y Mircea Eliade, formaron parte de esta corriente. Todos tienen en común una acerba crítica a la modernidad, entendiendo en ella una ruptura con la corriente espiritual que corría por las venas de las civilizaciones tradicionales. Acerca de ellas reflexiona así el filósofo y ensayista iraní Seyyed Hosein Nasr: “Quizás la forma más directa de acercamiento al significado de lo sagrado es relacionarlo con lo Inmutable, con la Realidad que es el Motor Inmóvil y lo Eterno. (…) La Tradición extiende la presencia de lo sagrado a todo un mundo, creando una civilización en la cual el sentido de lo sagrado es omnipresente. Se puede decir que la función de una civilización tradicional no es otra que la creación de un mundo dominado por lo sagrado”.

Cabe aquí, para clarificar el verdadero concepto de Tradición al que se refiere Nasr, establecer la nítida diferencia que éste tiene con la noción de “costumbre”. Al respecto, el gran René Guénon afirma lo siguiente: “En diversas ocasiones hemos denunciado la extraña confusión que los modernos cometen casi constantemente entre tradición y costumbre; en efecto, nuestros contemporáneos, dan en buena gana el nombre de ‘tradición’ a toda suerte de cosas que no son en realidad más que simples costumbres, frecuentemente del todo insignificantes, y a veces de invención completamente reciente: así, basta que no importa quién haya instituido una fiesta profana cualquiera, para que ésta, al cabo de unos años, sea calificada de ‘tradicional’”. Aquí Guénon diferencia claramente el tradicionalismo del simple costumbrismo. Más adelante agrega esta radical afirmación: “Lo que es menester comprender bien ante todo es esto: todo lo que es de orden tradicional implica esencialmente un elemento ‘suprahumano’; la costumbre, al contrario, es algo puramente humano, ya sea por degeneración, ya sea desde su origen mismo”.

Esta idea de Tradición que expone Guénon se opone radicalmente a los postulados de la modernidad, a la que el autor francés critica con dureza, señalando en ella una desviación y corrupción de los principios presentes en el sustrato espiritual de las civilizaciones. Ensoberbecido por el supersticioso mito moderno del progreso, el hombre construye sociedades que suponen una completa inversión de las tradicionales. La posmodernidad desprecia con arrogancia la sabiduría de los antiguos, la arcana Ciencia y el Culto Sagrado que conduce al hombre a Dios. Un desdén que es incapaz de disimular ese rencor visceral que alberga la sociedad materialista de nuestro tiempo contra el cristianismo. Sólo hay espacio en ella para rendir culto supersticioso al dinero, al progreso y a la ciencia: la profana trinidad secular a la que rinde adoración el materialismo dominante. Pero a pesar de que un humanismo sin Dios -profundamente deshumanizante- fue moldeando a la modernidad hasta llegar a esta absurda deriva posmoderna, nunca cesará de arder en el corazón del hombre su abrasadora sed de infinito. Mil y un caminos recorrerá equivocadamente, pero sólo uno le conducirá al puro manantial que sea capaz de saciarla. Esa senda podrá encontrarla siguiendo la sabiduría que permanece viva en la Tradición. No existe mayor desafío a la inversión de todos los valores del Occidente posmoderno, que arraigar el alma a esa Santa Tradición. Nada puede ser más contracultural, en este tiempo signado por la banalidad y el vacío, que custodiar con celo esa llama sagrada. Como bien afirma Gustav Mahler: “La Tradición no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego”.

Siendo todavía un niño fue que comencé a tener conocimiento de la obra de autores como René Guénon, junto a otros muchos de diversas ramas de lo que podemos denominar, de manera general, como lectura espiritual. Desde entonces, y después de sucesivas lecturas, sentí una especial afinidad con la mirada guenoniana de la Tradición. Una proximidad a su pensamiento que no fue sino acrecentándose con el paso de las décadas. Es imposible, para quienes elegimos nutrir cierta mirada de la vida, no admirar su incisiva -y tan necesaria- crítica a la modernidad. Aquí se impone una reflexión que supone distinguir dos visiones completamente antagónicas. Una auténtica divisoria de aguas en lo que hace a la concepción humana y universal. O tenemos una mirada horizontal e inmanente, o por el contrario una vertical y trascendente. O buscamos habitar la ciudad de Dios, o nos conformamos con el tedioso hedonismo que campea en la ciudad terrena, siguiendo la alegoría agustiniana. O somos mundanos o buscamos la contemplación de Dios. O somos materialistas o somos espirituales. En última instancia: o somos modernistas o somos tradicionalistas. Podemos a veces pendular en la práctica entre ambas concepciones, pero existe una decisión interior que mueve los pasos en una u otra dirección. Hay personas que viven de acuerdo a principios tradicionalistas, pero no saben que lo son. Y esto se debe a que ha dejado de existir un hábitat cultural relacionado con esta idea. Aquí vale la pena volver a subrayar: el tradicionalismo del que hablamos nada tiene en común con el conservadurismo o el costumbrismo.

Asumir una mirada arraigada en la Tradición implica contemplar la omnipresencia de lo Sagrado en la vida, la existencia de una sabiduría perenne que no está sometida a vaivenes ideológicos. Conlleva la convicción de que existe un Dios, y que por lo tanto existe un alma; que no somos tan sólo una ambulante bolsa de células. Implica saber que el hombre no es un dato irrelevante que naufraga en el vacío, sino que es un ser a imagen de Dios. Y que en Él será divinizado. Supone comprender que hay una dimensión de eternidad -perenne, como señala el tradicionalismo- que atraviesa la historia. Supone saber que nuestra trinidad sagrada no es el dinero, el progreso y la ciencia. Porque esas deidades profanas son obra de los hombres, y tantas veces se acomodan a los intereses del mejor postor. Comprende que existe una Verdad absoluta, Primordial, que no depende de los caprichos humanos, sino de Dios. Sabe que en el Arte no importa el progreso, sino la Belleza. Entiende que no interesa la novedad, sino lo perdurable. Que los valores temporales son efímeros, y que sólo los eternos colman la sed que abrasa el alma. Bien sabe que el mito del progreso lineal de la historia es mera superstición. Comprende también que un humanismo sin Dios deshumaniza; que un racionalismo sin una Razón suprema acaba en la más absoluta irracionalidad; que una moral sin un Bien y una Verdad absolutos acaba no en la inmoralidad, sino en una moral invertida, defendida hoy por muchos puritanos. Quien posee una mirada tradicional sabe que en las grandes ciudades -construidas a partir de puertos para comerciar mercancías- habitan una mayoría de modernistas convencidos; es decir materialistas, hedonistas y nihilistas. Sabe también que en el interior profundo habitan los verdaderos custodios de la Fe. Porque el hombre rural vive en contacto directo con la creación divina. Y por lo tanto su natural disposición es de raíz contemplativa.

El hombre tradicional tiene un espíritu robusto, aguerrido. Porque bien sabe que el alma guerrea cada día, y que su campo de batalla no es otro que su propio corazón. Y por lo tanto tiene un concepto heroico de la vida, lejos de esa búsqueda permanente del placer que caracteriza al hombre mundano. Comprende que todas las culturas a lo largo de la historia tuvieron un sentido de sacralidad, y que hoy mismo todavía existen en buena parte de Oriente. Es consciente de que existe un lenguaje mítico que se desentiende de la mente discursiva, e intuye el valor del símbolo. Entiende que la llama de la Tradición Primordial se custodia y se traspasa a través de generaciones. Sabe también que, dado el carácter cíclico de la historia, ciertos nuevos paradigmas nada tienen de nuevos. Que la disolución moral llevó a los imperios más poderosos a su extinción. Quien contempla el mundo con mirada tradicional no ve a la persona carente de Fe como enemiga. Tal vez porque es plenamente consciente de la divinidad latente que hay en su alma, estimación que esa persona incrédula probablemente no tenga de sí misma.

El fundamento metafísico que mueve la concepción de la Tradición es aquel que conduce al alma de lo alto hacia lo alto. En este tiempo signado por el cientificismo, el escepticismo -despojado de todo sentido trascendente-, con el prometeico delirio transhumanista asomando a la vuelta de la esquina, posicionarse desde una mirada Tradicional supone una actitud de ruptura, radicalmente contracultural. No está hecho para débiles de espíritu ni para timoratos asumir esa mirada. Cultivarla supone ordenar los pensamientos hacia las cosas celestiales, como dice San Pablo. Y eso sólo está destinado a los corazones aguerridos. A aquellos que se hacen fuertes en Dios.