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La Ciudad 27 de junio de 2020

El golpe de estado del 28 de junio de 1966 y el mito de la “Revolución Nacional”

Por Miguel Ángel Taroncher (*)

La existencia de una campaña periodística, como parte de los minuciosos preparativos del golpe de estado de 1966, se desplegó, con diferentes grados de intensidad, en los diarios La Nación, Clarín, La Razón, La Prensa, y en publicaciones semanales y mensuales, entre las que podemos contar: Primera Plana, Confirmado, Extra, Atlántida, Panorama, Análisis, Imagen, Economic Survey y El Príncipe.

El clima propicio para la ruptura del orden constitucional se preparó de diversas maneras, desde titulares alarmistas, editoriales y columnas críticas hasta permanentes comentarios negativos que describían minuciosamente los movimientos conspirativos del Ejército y validaban informaciones acerca de las fechas de la asonada militar. Asimismo, estas intervenciones de la prensa escrita pronosticaban las características que tendría el nuevo régimen institucional junto a la composición de los elencos del futuro gobierno.

-El gobierno radical en la mira

La agenda pública del gobierno que comprendía las relaciones exteriores, la política socio económica, la política interna y social, fueron los principales puntos de críticas al gobierno radical. El embate a la política oficialista fue cuestionada por un heterogéneo conglomerado de factores de poder y grupos de presión: la “coalición azul”, impulsó el movimiento militar del 28 de junio de 1966 se mantuvo unificada debido a coincidencias coyunturales y obtuvo una importante repercusión de sus posiciones en la prensa.

Bernardo Neustadt primero desde la revista “Todo” y luego desde “Extra”; Mariano Grondona desde “Primera Plana” y Mariano Montemayor desde “Confirmado”, ambas revistas fundadas por Jacobo Timerman a pedido de los militares azules con el fin de legitimar su proyecto político, cuestionaban al gobierno su intervención en la economía y en las relaciones sociales imponiendo medidas dirigistas que eran ruinosas para la Nación.

Entre ellas podemos destacar las siguientes: la anulación de los contratos petroleros; las leyes de salario mínimo, vital y móvil; de abastecimiento, de medicamentos y de indemnizaciones; la  venta directa de la cosecha récord de trigo en 1964 a China comunista a través de la Junta Nacional de Granos en detrimento de la comercializadora cerealera Bunge y Born y el establecimiento de precios sostén para los cereales; el aumento de la presión impositiva; la reglamentación del mercado cambiario (con la obligación de liquidar en 48 horas el saldo de las exportaciones) y las importaciones; la negativa a implementar un plan de ajuste y estabilidad económico; el hecho de marginar a las Fuerzas Armadas del Ejército en la toma de decisiones; el frustrado retorno del ex presidente Juan Domingo Perón en diciembre de 1964 por iniciativa del canciller Miguel Ángel Zavala Ortiz, la decisión de no enviar las tropas a Santo Domingo; la posición adoptada frente al conflicto en Laguna del Desierto al margen de las sugerencias del Ejército; la negativa a reprimir una genérica “infiltración comunista” que abarcaba desde los centros de estudiantes hasta las actividades artísticas y culturales.

Según los publicistas de la “coalición azul”, el accionar gubernamental se basaba en la politización partidaria, a ultranza, de la vida pública y de los grandes temas nacionales. Las medidas tomadas se consideraban mezquinas y demagógicas “maniobras” de punteros y “políticos de comité”, aplicadas con el único objetivo de obtener un triunfo electoral, aunque para ello se perjudicasen las fuerzas de libre mercado y el camino hacia el desarrollo acelerado basado, como en el gobierno de Frondizi, en el ingreso irrestricto del capital privado internacional.

Esta imposibilidad entre el gobierno y la oposición de encontrar un punto de contacto; esta incomunicación recíproca; en un contexto de inestabilidad política, junto con la reacción de los sectores afectados en sus intereses corporativos, se manifestará en la nueva prensa semanal mencionada, llevará al callejón sin salida del golpe de estado del 28 de junio de 1966.

Pero será durante los años de Illia cuando cobrará más fuerza la vigencia y el subyugante magnetismo de la “revolución nacional” como panacea, como solución definitiva al deterioro, al conflicto, a la decadencia en todos los órdenes del quehacer nacional. Fueron necesarios esos casi tres años de gobierno, tal como lo plantea Catalina Smulovitz, para que se configurara un “consenso de terminación” necesario para legitimar el golpe como salida política y establecerse “una legitimidad alternativa”: un nuevo sistema político.

En otras palabras, esas categorías hacen referencia al diseño y establecimiento de la dictadura como una nueva forma de gobierno y un “Consejo de Estado” como forma de representación corporativa en lugar de la partidaria de donde estarían excluidos los partidos políticos, todos ellos proscriptos.

-El mito de la Revolución Nacional

Es así que en este contexto cobra en forma definida el mito de la “revolución nacional” basada en una representación adversa a las institucionales tradicionales. Su propuesta de solución, tanto mágica como onírica, de la compleja realidad política proponía la instauración de un nuevo orden político institucional, al que sus enunciadores -los sectores nacionalistas de los partidos políticos, sindicatos y fuerzas armadas- suponían distorsionada por lo que consideraban como inoperancia del sistema demoliberal burgués de partidos y parlamento que surgidos al calor de la Revolución Francesa conformaban el sistema político clásico de la tradición republicana contemporánea.

De esta manera la “revolución nacional” se presentaba como un concepto antagónico de la “revolución internacional” propiciada por el triunfo de los soviets en el imperio ruso y del ciclo de instituciones políticas impulsadas por la “revolución liberal” burguesa.

En así que el golpe del 28 de junio de 1966 desencadenaría un fugaz, momentánea y ensoñadora sensación, una ilusión de unanimidad, que tendría como tarea, no menor, la de soldar la fisura existente entre Puerta de Hierro y la Casa Rosada, ambos términos de la ecuación de la antinomia peromismo-antiperomismo.

A la vez, la hipnótica propuesta postulaba que podría lograr la unión de “todos los argentinos” tras los valores patrióticos de una inspiradora empresa colectiva para transformar el atraso y la discordia en una “Nueva Argentina”. Esta instancia sociopolítica se logaría instaurar a partir de la convergencia cívico-sindical-militar reparadora de los desencuentros, marchando “el pueblo de la patria”  junto al general Onganía que rescataría a la república de las garras de la decadencia liberal y de los viejos figurones de la clase política tradicional, “la doncella mancillada” sería restituida a su original pureza.

-La confrontación de dos revoluciones

La vía autoritaria al desarrollo, que para interpretar el periodo concibiera Guillermo O Donnell, resultó la alternativa a un gobierno que, desde una democracia limitada, inició un proceso de gradual ampliación política. Esta propuesta programática es la que, el 12 de octubre de 1963, el presidente Arturo Illia propone ante la Asamblea Legislativa al enunciar que se iniciaba “la hora de la gran revolución democrática”.

La ilusión de un ejecutivo poderoso que controlara y conciliara a los factores de la inestabilidad: sindicatos, ejercito, empresarios, que sin parlamento ni vida partidaria y con una corte de justicia adicta, represión y censura sirviera para conjurar el sombrío diagnóstico sobre la decadencia nacional fue el combustible que impulsó a esta mágica promesa redentora. En el diagnóstico nacional revolucionario las responsabilidades del desencuentro y la crisis recaían en el sistema político institucional establecido por la constitución liberal de 1853.

En este sentido, la propuesta recogía el descontento sociopolítico de la población y lo transmutaba en un rechazo a la línea liberal Mayo-Caseros-Septiembre percibido por el nacionalismo revolucionario de derechas como parte de un movimiento internacional liberal-foráneo, masónico y pro-británico frente a los valores trascendentes de patria, nación y pueblo ligados a una tradición política nacional heredera del nacionalcatolicismo español.

La propuesta del general Juan Carlos Onganía, el nuevo presidente de una tiranía cívico-militar, instaurada por el golpe de estado del 28 de junio de 1966, resultó en lugar de la “auténtica revolución que devuelva a los argentinos su fe, su esperanza y orgullo” una auténtica frustración colectiva.

La fórmula de un poderoso y violento cambio propuesto por la Revolución Argentina y aceptado en forma cuasi unánime por la población resultó, como señala Gregorio Caro Figueroa, una vía “a la grandeza pasando por el cataclismo”.

La ensoñación en la que una solución rápida y efectiva podría resolver ipso facto los nudos gordianos de la política y la economía concluyó en un desastre dejando un país incendiado por la violencia y carcomido por la inflación.

(*) Docente investigador del Área Teórico-Metodológica del Departamento de Historia, CEHIS/INHUS, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata.