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Cultura 19 de diciembre de 2025

El mejor ensayo del mundo

"Construimos absolutos a partir de una lógica de la competencia en la que hay ganadores y perdedores", expresa en este ensayo el escritor Ivo Marinich y analiza los problemas de nuestra necesidad humana de jerarquizar.

Ivo Marinich.

Por Ivo Marinich

Partamos de la siguiente base: dentro del discurso social hay cierta necesidad de proclamación consensuada. Podríamos decir que las proposiciones se elaboran a través de la estructura: “X” (sustantivo cualquiera) es el mejor “XX” (múltiples campos) de “XXX” (historia, mundo, país, organización, colectivo, etc.). “Messi es el mejor jugador de fútbol de la historia” o “Salta tiene las mejores empanadas de Argentina” o “El inglés es el mejor idioma del planeta”. Los ejemplos, naturalmente, se multiplican de manera exponencial. Significa que construimos absolutos a partir de una lógica de la competencia en la que hay ganadores y perdedores, como si cada parcela del terreno social fuera una pequeña maratón.

Ante esta urgencia de afianzar un imaginario consensuado, ese relleno al sentimiento de vacío y caos que produce la indefinición, cobran protagonismo las categorías y jerarquías: cada cosa en este mundo debe ocupar su lugar; todo debe ser administrado en un gran archivero semiótico que, siguiendo a Lacan, funciona como mediación simbólica entre la realidad y el sujeto.

Esto trae aparejados dos problemas de base. El primero de ellos es que las jerarquizaciones son a priori dispositivos condicionantes, herméticos y elitistas. Por ejemplo, proclamar a “X”, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el mejor restaurante del país, es decir, alzarlo a ese absoluto contemplando solo un área geográfica en particular, invisibiliza alternativas culinarias de otras regiones, estilos, etc., que acaso tuvieran atributos para aspirar a esa legitimación. Uno se pregunta cuántos sentidos y lógicas quedan relegados, qué se pierde en la cerrazón de cada absolutismo. Es, a fin de cuentas, una forma de concebir el mundo: ordenamos la realidad a la manera de un podio.

El segundo es que, contrario a esta tendencia individualizante —un ganador, una verdad, un hecho, un legitimado—, la dinámica de aquello que llamamos vida o naturaleza o cosmos, como sea, no se caracteriza por una lógica de la competencia tal como fue esbozado anteriormente, es decir, por un principio de exclusión, sino más bien por un funcionamiento orgánico, de reciprocidad, inclusión e intercambio. Lo que sobresale, en todo caso, no es la parte por el todo, sino el todo como suma de las partes.

En toda jerarquización hay un posicionamiento. Decir que “A” es mejor que “B” nos ubica en un imaginario determinado; inmediatamente formamos parte de un colectivo. Quizá esa sea la respuesta al por qué de esta inclinación: un residuo genético del tribalismo que nos agrupa desde los albores de lo que llamamos humanidad.

Al final, organizamos la vida como un podio para ampararnos de la indefinición, que tiene la esencia de la muerte, de modo que funciona como un alivio a nuestra inquietud existencial. El problema es que este archivero semiótico nos termina depositando en profundos cajones que no dejan ver más allá de sus paredes.

¿Qué hacer, entonces, con esta dicotomía, si por un lado nos aliena y por otro nos salva de ese vacío indefinido?

Una alternativa razonable es hacerla consciente, es decir, construir absolutos en conocimiento de su estructura endeble y su naturaleza fragmentaria y tendenciosa, casi como un acto de indulgencia, como quien escucha la fantasía de un niño y no atina a corregirla.

Y es por eso, para convalidar esa necesidad de archivarlo todo que a la vez nos auxilia y nos recluye, diremos que este texto, sin lugar a duda, es el mejor ensayo jamás escrito.