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La Ciudad 25 de abril de 2020

El mozo sin rostro y ese abrazo el día después del fin del mundo

Por Fernando del Rio

 

Encima de todo es otoño.

De un lado de esa vereda hay tilos, dos enormes, con sus troncos de corteza surcada, con hojas que se debilitan día a día y forman al caer un colchón ocre a sus pies. Del otro lado, la fachada muerta del café de siempre, a través de cuya vidriera puede verse el mundo patas para arriba: las sillas sobre las mesas. Y hay una ausencia, la del mozo.

Tal vez se llame Raúl o Ricardo o Ángel o Esteban y esa imprecisión no importe, porque no es necesario conocer datos filiatorios para definir identidad o construir familiaridad. Es ese mozo que se presenta con la bandeja vacía y regresa minutos después –la demora necesaria y comprendida- con el cortado espumoso y la medialuna salada. A su voz ya olvidada se le suma hoy, un mes y medio después, la desintegración de su rostro. Se desdibujan sus facciones hasta convertirlo en una idea sin fisonomía, en el mozo sin rostro.

Con la chica de los malabares del semáforo y el barbudo que toca la melódica en Punta Iglesia pasa algo parecido. Son apenas un recuerdo cada vez más difuso, más inmaterial que de costumbre, como si hubieran pasado 40 años y no 40 días desde la última vez que nos cruzamos por sus vidas.

El olvido de las cosas cotidianas se acelera y el proceso de desconocer elementales compañías de todos los días parece haberse iniciado. Los ruidos de la calle, de las puertas que se abren, de las bocinas, de las hinchadas, el bullicio en la puerta del colegio, el chasquido de las tijeras, las dobles filas, la carcajada ajena que se entromete como una daga en nuestro caminar. El sonido del mar y ese otro tan añorado: el ferroviario ruido de la cafetera express que viene acompañado siempre de Raúl o Ricardo o Ángel o Esteban o como se llame el mozo de cada uno.

Y las cosas innegociables y tan habituales, esas a las que juramos fidelidad y que jamás desdeñaríamos, empiezan a ser sustituidas, relegadas, apartadas, como si fueran agentes tóxicos que, como la sal, cuando abunda no sala. O empalagarnos en nuestras vidas como jamás lo hubiéramos imaginado del sillón acogedor, agotar la charla de la sobremesa hace tres días, acomodar los libros en la biblioteca otra vez (alfabéticamente o por colores de lomo, a esta altura) o las revistas en el armario.

El tedio es el enemigo que acecha en el ocio, a veces tan sobrevalorado. Entonces recurrimos al recuerdo, a los arcones, al altillo, a los archivos de la computadora, a añorar los viajes que no sabemos cuándo volveremos a hacer que para algunos serán los callejones del barrio chino condal y para otros la heroica excursión a la Laguna de los Padres con cuatro pibes y un cuñado verborrágico.

Y en medio de la lucha por sostener lo que nos constituye  parece volver a dibujarse tenuemente la cara de Raúl o Ricardo o Ángel o Esteban. O como se llame el mozo al que el primer día después del fin del mundo le vas a dar ese abrazo que nunca imaginaste.



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