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Cultura 25 de mayo de 2021

El poeta de Alejandría

Sobre la vida y la obra del poeta Konstantinos P. Kavafis.

 

 

por Rafael Felipe Oteriño (*)

 

Ese hombre callado, de ademanes corteses, que acostumbraba partir en dos sus cigarrillos para repetir el placer de encenderlos, escondido detrás de sus lentes de marco grueso, fue un gran poeta. Pero en la Alejandría de finales del siglo XIX y principios del XX era el vecino que solía entregar en mano sus poemas en hojas volantes, impresas o en copias de cuidada caligrafía, a unos pocos elegidos y circunstanciales lectores. En 1863 –fecha en que nació en esa ciudad del delta del Nilo, junto al lago Mareotis–, la antigua colonia griega ya no era la ciudad de Alejandro ni de Antonio y Cleopatra, y poca memoria guardaba de la dinastía de los Ptolomeos. La construcción del Canal de Suez había desviado el tránsito de los grandes barcos y el puerto había perdido su antigua relevancia en las rutas del mundo. De los seiscientos mil habitantes que supo tener, escasamente llegaban a trescientos mil. Poco y nada quedaba de su esplendor cosmopolita, con su inigualable Palacio, el Museo, la Biblioteca y más allá el Faro. Solo ruinas menores y apenas huellas de la metrópoli griega y romana en el trazado regular de las calles y en el bullicio de los mercados. En ella se hablaba turco, árabe, griego, hebreo, copto, inglés, francés, italiano, armenio, y se profesaban varias religiones, mientras los devotos repetían, como en una letanía, voces que alababan la “Perfección de Dios”, el Único, el Solo.

Konstantinos P. Kavafis (a él me refiero) trabajó treinta años en el Departamento de Riegos del Ministerio Egipcio de Obras Públicas, actividad que complementó con la de Agente de Bolsa, mientras leía la gran literatura griega bizantina y se empapaba de la historia de los albores del cristianismo –culto en el que se formó– y de los dioses paganos que poblaron el universo de la antigüedad, por los que profesó una indisimulada admiración. –“No soy griego, soy heleno”, afirmó alguna vez, manifestando la cultura de la que se sentía heredero: la comprendida entre el declive del mundo clásico y el advenimiento del poderío romano. Cuando en 1870 murió su padre, su madre abandonó Alejandría y se trasladó con él y sus hermanos a Inglaterra, donde aquél tenía una sucursal de su comercio dedicado a la exportación e importación. Kavafis vivió parte de su adolescencia en Liverpool (entre 1872/77) y un corto período en Estambul (entre 1882/3), cuando el negocio de su padre sufrió quebrantos. La antigua Constantinopla y, de hecho, en la memoria histórica, la legendaria Bizancio, llenaron tempranamente sus sentidos de olores, sabores y ecos de su pasado glorioso. A Atenas viajó no más de cuatro veces (en 1901, 1903, 1905 y 1932) y una de ellas fue solo de paso. La última vez, para curarse –sin provecho– de un cáncer de laringe.

Salvo tres cuadernillos, no publicó ningún libro. De sus poco más de doscientos poemas escritos y repetidamente corregidos, solo ciento cincuenta y cuatro dejó ordenados cronológicamente y así fueron publicados por primera vez a los dos años de su muerte. Cuando murió, en 1933, pocos sabían de su existencia literaria. T.S. Eliot tradujo un poema suyo en 1922; Giorgos Seferis lo leyó sin medir su importancia, aunque lo valoró años más tarde en un opúsculo sobre sus vínculos literarios con el autor de The Waste Land, celebrando en dicho trabajo a un continuador de la tradición erudita de la literatura; el novelista E.M. Forster lo visitó en 1914 e hizo conocer su nombre en círculos literarios de Londres, legándonos un retrato del poeta que lo muestra como un “gentleman griego con sombrero de paja, en una posición ligeramente oblicua en relación al universo”, que pronunciaba frases de elevada intelectualidad. Los burdeles de Alejandría y el escritor inglés Lawrence Durrell supieron de su paso como del aura de un fantasma. Fue, precisamente, este último quien, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, lo convirtió en un personaje velado de su Cuarteto de Alejandría, en el que las figuras de Justine, Balthazar, Clea y Mountolive coinciden en la ciudad de Kavafis y dan nombre a cada una de las novelas. Para dichos personajes, Kavafis era “el viejo poeta de la ciudad”, mitad real, mitad irreal, que daba un fondo de sensualidad y aroma de decadencia a sus vidas.

Toda su poesía es un tendido de lazos entre el pasado heroico y el hombre anónimo de la periferia, que es, en su sentir, el calco de todos los hombres. Su permanencia en la melancólica Alejandría, cuando esta había perdido relevancia y subsistía por el comercio del algodón y la cebolla (el turismo siempre tuvo preferencia por la cercana El Cairo), explica la decisión de recuperar aquel pasado a partir de la escritura, tomando como fuente de inspiración los relatos de los grandes libros de la cultura antigua: Plutarco, Suetonio, Gibbon. “Yo he tenido capacidad para dos cosas –confesó–: hacer poesía y escribir historia”. Comprendemos que ambas capacidades fueron condensadas en la primera, ya que, fuera de su poesía, solo dejó unas contadas prosas (conferencias, reseñas, notas personales y un diario de viaje), junto a las cartas a su hermano John, que fue su primer traductor al inglés. El dolor griego por los territorios perdidos y la convicción de que el arte es una alternativa de la existencia, también alimentan su obra.

Dos de sus poemas más conocidos son “La ciudad” e “Ítaca”. Escritos alrededor de 1911, ambos representan compendios de experiencia. El primero evoca un diálogo entre el poeta y alguien cuya identidad es omitida, pero que, dada la naturaleza meditativa del autor, podemos inferir que es un diálogo con su propia conciencia. Inmerso en el clima claustrofóbico de una ciudad de provincia, apunta la impotencia del hombre para salir de sí. En la primera estrofa el poeta retoma lo que su alter ego le había manifestado: “Dijiste: iré a otra tierra, iré a otro mar./ Debe existir una ciudad mejor que ésta./ Aquí todo esfuerzo mío es una condena,/ y mi corazón –como un muerto– está sepultado./ ¿Hasta cuándo este quebranto continuará?/ Hacia donde dirijo mis ojos, hacia donde miro,/ sólo encuentro las negras ruinas de mi vida, aquí/ donde tantos años pasé y arruiné y perdí.” En la segunda estrofa el poeta le contesta a su amigo que el pasado no puede ser borrado, porque cada uno lo lleva consigo donde quiera que vaya: “Nuevos lugares no hallarás, ni otros mares./ La ciudad te seguirá. Darás vuelta/ por las mismas calles,/ envejecerás en los mismos barrios/ y en las mismas casas encanecerás./ Siempre llegarás a esta ciudad. Otro lugar no busques –no lo esperes–./ No hay barco ni hay camino para ti./ Al arruinar tu vida aquí, en este pequeño rincón, / la has arruinado en todos los rincones de la tierra.”

“Ítaca” tiene como tema el regreso de Ulises a su isla, luego de haber participado de la caída de Troya. No narra el hecho, sino que se vale de sus infortunios para reflexionar a favor de la vida vivida: “Cuando emprendas el regreso a Ítaca, ruega que el camino sea largo,/ lleno de aventuras y experiencias./ A los Lestrigones y los Cíclopes,/ al feroz Poseidón no les temas./ No los encontrarás en el camino,/ si tu pensamiento es elevado y una limpia emoción/ recorre tu espíritu y tu cuerpo./ A los Lestrigones y los Cíclopes,/ al feroz Poseidón no los encontrarás/ si no los llevas en tu alma…” No es a Ulises a quien habla, sino a nosotros. Y de lo que habla es del camino. Nos dice que la meta hay que tenerla presente, pero sin desatender los acontecimientos. Porque es en ellos por donde pasa la vida. “Que los peligros no te detengan”, recomienda: “Ruega que el camino sea largo./ Que sean muchas las mañanas de verano/ en que lleno de placer y alegría/ entres a puertos nunca vistos./ Detente en mercados fenicios/ y adquiere hermosas mercancías,/ nácar y coral, ámbar y ébano,/ y toda clase de perfumes voluptuosos,/ todos los perfumes voluptuosos que puedas;/ visita muchas ciudades egipcias/ para aprender más y más de los sabios. // Ten siempre en tu alma a Ítaca./ Llegar allí es tu meta, pero no apresures el viaje./ Es mejor que dure muchos años,/ y que ya viejo llegues a la isla,/ rico de cuanto has ganado en el camino,/ sin esperar que Ítaca te dé riquezas. // Ítaca te dio el hermoso viaje./ Sin ella no hubieras salido al camino./ Nada más puede darte. // Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado./ Sabio como te has vuelto, con tantas experiencias,/ Sabrás lo que significan las Ítacas.”

Las dos últimas décadas de su vida Kavafis habitó en el segundo piso de una casa en el centro venido a menos de Alejandría: calle Lepsius nº 10 (ahora llamada Charm-el Sheik), donde un pequeño museo recuerda su nombre. En la planta baja funcionaba un burdel, frente al edificio estaba el hospital griego y, a escasos metros, la iglesia ortodoxa de San Saba. Poco antes de morir, expresó su credo en una humorada referida al lugar: “¿Dónde podría vivir mejor? Aquí debajo está el burdel que proporciona carne a la carne, allí la iglesia que perdona los pecados, y allá el hospital en que morimos”.

 

(*) Autor de “Una conversación infinita” (2016), dentro del cual se encuentra esta reseña. Recientemente editó “Continuidad de la poesía”. En ambos libros indaga en los límites, las funciones y los alcances del texto poético.



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