Cultura

El Taller de Narrativa: narrador testigo

Los escritores y docentes Emilio Teno y Mariano Taborda comparten su tercera clase del taller de escritura, destinada en esta ocasión al narrador testigo. Proponen lecturas y un ejercicio de escritura.

Por Emilio Teno y Mariano Taborda

Instagram @tallerdenarrativamdp

tallerdenarrativamdp@gmail.com

CLASE 3: Narrador testigo

Podríamos construir un corpus de textos con una característica distintiva: los que tienen un comienzo demoledor. Allí estarían “Las ruinas circulares”, “Pedro Páramo”, “El extranjero”, “Tres tristes tigres”, “Zama”. Todo corpus -toda selección- es injusto, podrían sumarse muchos más, ajustar la lista no solo a los comienzos, sino también a los textos que mantienen la potencia. Hay uno insoslayable, un comienzo que da ganas de aprender de memoria, recitarlo, volver a leerlo, escucharlo: “Los adioses”, la ‘nouvelle’ del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti.

“Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara -sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años- hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo. Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse”.

El almacenero es el narrador. A partir de la descripción de las manos comienza a delinear las características íntimas del personaje: es lento, intimidado y torpe como lo son sus manos. No sabe el narrador lo que piensa el hombre, cuál es su historia, qué soñó anoche, qué siente frente al mostrador del almacén, en ese pueblo desconocido; solo observa, es testigo. El narrador testigo en tercera persona no tiene acceso a la interioridad de los personajes, solo describe, intuye, conjetura. La información es mínima, el ángulo de visión es limitado (cuando el hombre sale del almacén, ya no lo ve).

Al narrador de “Los adioses” podríamos definirlo como un testigo humano. Tiene las posibilidades de información y observación humanas, con marcas de primera persona pero con foco principal en eso que describe. Opera del mismo modo que el testigo en un juicio: en una esquina ve primero un coche, lo sigue con la mirada, lo sorprende la velocidad excesiva, luego ve al otro coche, la colisión inevitable e inminente, la fusión de los dos coches, el estruendo, luego, tal vez, la pelea de los conductores, acusándose del error. Ese testigo no sabe lo que pensaba uno de los conductores antes del choque, si lo advirtió o si lo tomó desprevenido, si tuvo miedo, si pensó en alguien; puede conjeturar, por los movimientos, los gestos, las palabras, quién de los dos tiene mayor bronca en la pelea, quién acusa dolor luego de un golpe, quién recapacitó primero y quiere detener el caos antes de que llegue la policía. Esas mismas posibilidades son las del narrador testigo del comienzo de “Los adioses”, el narrador no sabe, descubre durante la narración.

Podemos pensar también en un narrador testigo no humano, sin marcas de primera, observador, descriptivo, que desconoce los pensamientos y sentimientos de los personajes; similar al otro ejemplo de testigo pero en este caso no es un personaje, no es el bolichero en el ejemplo de “Los adioses”.

En “Los asesinos”, Hemingway pone patas para arriba la estructura del cuento como lo moldeó su compatriota Edgard Allan Poe: antes de Hemingway, lo oculto se revelaba y eso generaba el efecto. Hemingway plantea que lo importante en un cuento nunca debe decirse, se construye por debajo y es el lector quien debe descubrirlo. Lo compara con un iceberg, la mayor parte de su superficie está sumergida, invisible; lo visible es solo una parte menor.

Para Piglia -teórico del cuento y especialista en narrativa norteamericana- ese es el gran aporte de Hemingway a la literatura: el cambio de ecuación en los cuentos, no así sus novelas, tampoco su imagen de escritor vitalista, aventurero, pescador, borracho, boxeador, cazador en África, aficionado a las corridas de toros. Dice Piglia que las novelas y la imagen de escritor viril fueron un modo de seguir adelante, ya sabía, en la década del ’20, que lo más importante de su obra -la revolución en el cuento- ya estaba hecho.

Hay dos asesinos que buscan, en un restaurante, a un habitué para matarlo; ese hombre nunca llega. El narrador no cuenta quién manda a matar, de dónde vienen, por qué lo quieren matar. Hay algunos indicios, dispersos, que el lector debe relevar. Para este plan nunca podría utilizar un narrador omnisciente, por eso Hemingway elige que la historia la narre un testigo no humano, una suerte de cámara que describe, detalla, recupera los diálogos.

“Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba. (…) Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada”.

El lector está en una situación similar a la del narrador: desconoce las motivaciones de los personajes, su pasado, el desarrollo futuro de las acciones. Es el otro extremo del narrador omnisciente. Esa diferencia se evidencia en el tipo de lector que construyen. En los textos con tercera testigo se muestra, un personaje no tiene frío sino que se describe cómo se abriga, cómo se acerca al fuego; un personaje no está nervioso sino que se narra cómo se retuerce las manos, camina en círculos, busca con la mirada algo invisible; el narrador no sabe lo que le pasa, es el lector el que comprende, de a poco, su psicología, el conflicto, la trama general, lo oculto.

El narrador testigo es muy eficaz para administrar la información, generar expectativa, activar el trabajo del lector; rompe con la hegemonía del narrador parecido a Dios: el testigo tiene todas las limitaciones de la percepción humana, y ahí está, sin dudas, su riqueza.

Lecturas:

“Los asesinos” de Ernest Hemingway

“Los adioses” de Juan Carlos Onetti

Ejercicio de escritura:

Escribir dos textos a partir de un mismo argumento: uno con un narrador en tercera testigo humana y otro en tercera testigo no humana.

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