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Cultura 1 de agosto de 2016

Entre halagos y críticas, los argentinos según Ortega y Gasset

Por Nicolás Martínez Sáez (*)

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Visitó la Argentina tres veces: la primera en 1916. Escribió varios ensayos en los que describe y reflexiona sobre los habitantes de este país. Un repaso por esas ideas que, una centuria después, siguen teniendo relevancia a la hora de pensar el ser nacional. El país poroso, el habitante idealista y el error del viajero.

Se cuenta que cuando al escritor británico G. K. Chesterton le preguntaron qué opinión tenía de los franceses, respondió: “No los conozco a todos”. Hay aquí un problema filosófico, de raíces medievales, dificultosísimo: ¿es posible hablar en términos universales sobre cosas o personas particulares?
Cuando en 1916, el filósofo español José Ortega y Gasset arribó, por primera vez a nuestro país, sabía muy bien que, al momento de pensar, lo que hacemos es dislocar lo real y, por lo tanto, todo concepto es siempre una exageración y, en ese sentido, una falsificación. La exageración es el momento de creación que tiene el pensamiento.
Ortega ofreció otro reparo a la hora de analizar, con su bisturí intelectual, al “ser argentino”. El mismo se consideraba un “entusiasta que pasa”, un “argentino imaginario” del cual no podría surgir, como tampoco era de esperar de un extranjero, ninguna verdad acerca del argentino.
El extranjero forma opiniones desdibujadas del país que visita pero éstas deben ser aprovechadas. Ortega remata con una expresión paradójica: “La verdad del viajero es su error” y, por poco interesante que sea el alma del extranjero, debe interesar la línea de su error. ¿Por qué éste erra en tal punto y no en otro?
¿Qué dijo Ortega acerca de los argentinos durante su primera visita? En Impresiones de un viajero, sostiene que se ha encontrado con un pueblo lleno de afanes y libre de envidias. Decide no hablar de la riqueza, ni del “heroísmo cereal y ganadero”, al que admira, sino que hace notar el volumen poroso de la nación, donde pueden entrar hombres de toda raza, de toda lengua, de toda religión y de toda costumbre. Además, junto a este poder atractivo, encuentra un talento para absorber a todos estos hombres en la unidad de un Estado.
El pueblo criollo, le parece a Ortega, un pueblo con talento socializador de Estado, al que se le hace necesario el cultivo de actividades sobre-económicas cuanto mayor es su desproporción frente a las utilitarias y practicistas. Esta es la misión que debe asumir la Universidad, que el filósofo español ve como el instrumento para la labranza de los pueblos.

Don José Ortega y Gasset volvió a la Argentina en 1928 y a través de dos ensayos, La Pampa… Promesas y El hombre a la defensiva, se hizo paso para descender a las profundidades del alma argentina. En el primer ensayo, Ortega refleja su sentirse invadido por la extensión pampeana mientras viaja en tren camino de Mendoza. Advierte que la Pampa se mira comenzando por su confín, por su órgano de promesas, y concluye que acaso lo esencial de la vida argentina es eso, ser promesa. La Pampa promete, promete y promete, es pura abundancia que hace que nadie viva donde está sino en la lejanía, delante de sí mismo. Las ruedas de los molinos mecánicos de la Pampa prometen y aspiran a ser ruedas de la fortuna.
Pero cuando las promesas no se cumplen, queda el hombre argentino atónito y mutilado. Así entonces, el alma criolla se llena de promesas heridas y sufre de un descontento radical. El criollo, remarca Ortega, no asiste a su vida efectiva, sino que se la pasa fuera de sí, instalado en la otra, en la vida prometida, y es por eso que en el argentino predomina, como acaso en ningún otro hombre, esa sensación de una vida evaporada sin que sea advertida.
En el segundo ensayo, El hombre a la defensiva, Ortega insiste en el tópico de su primera visita: el grado de madurez a que ha llegado la idea de Estado. Pero el Estado que encuentra Ortega, en tiempos de Hipólito Yrigoyen, le parece un Estado rígido, separado por completo de la espontaneidad social, vuelto frente a ella y con rebosante autoridad sobre individuos y grupos particulares.
A veces, Buenos Aires, le hace acordar a Berlín cuando ve asomar por dondequiera el perfil de gendarme de las instituciones públicas. Descubre que el pueblo argentino no se contenta con ser una nación entre otras: quiere un destino peraltado, exige de sí mismo un futuro soberbio y está resuelto a mandar porque tiene vocación imperial. (Nota marginal: ¿habrá pensado lo mismo aquel fugaz ex presidente cuando dijo que “los argentinos estamos condenados al éxito”?).
Pero la altanería de los proyectos tiene inconvenientes, y Ortega advierte el peligro que implica que los argentinos, de puro mirar su propio proyecto, olviden que aún no lo han cumplido y acaben de creerse ya perfectos. Y esto atentaría con el efectivo proyecto, ya que no hay manera más cierta de no mejorar que creerse óptimo. Ortega, ante este Estado, que le parece arrollador y triturador de toda voluntad indócil que se resiste, pregunta: “¿no hay demasiado orden en Argentina? ¿no se ha dejado influir Argentina por esa valoración hipertrófica del Estado, que transitoriamente, padecen las naciones europeas?”.

El criollo

Respecto a la vida y al trato cotidiano, Ortega señala diferencias en sus experiencias con hombres y mujeres. Cuando se tiene delante a un argentino típico, el filósofo español nota que algo impide comunicarse con él. Observa como si aquel hombre, presente ante él, estuviese en verdad ausente, es decir, como faltando a su propia autenticidad porque su palabra y gesto no se producen desde un fondo vital íntimo sino como fabricados expresamente para el uso externo.
Por eso, Ortega afirma que el varón argentino es un hombre a la defensiva. Al europeo no le sale una conversación si no es un canje de intimidades, en cambio, el argentino no se abandona y cuando el prójimo se acerca, hermetiza más su alma y se dispone a la defensa. Cuando se intenta hablar con él de política, de ciencia o de cualquier otra cuestión, tiene su energía puesta no sobre el asunto a conversar sino ocupada en defender a su propia persona.
Este vivir del argentino en estado de sitio, cuando nadie lo asedia, le parece a Ortega una propensión superlativamente extraña. En vez de estar viviendo activamente lo mismo que pretende ser, en vez de estar sumido en su oficio o destino, se coloca fuera de él y muestra su posición social como se muestra un monumento. Es esta actitud defensiva lo que hace que el argentino ocupe la mayor parte de su vida en impedirse vivir con autenticidad.
Ortega explica este fenómeno del “argentino a la defensiva” admitiendo dos hipótesis: (1) que en la Argentina, el puesto o función social de un individuo se halla siempre en peligro por el apetito de otros hacia él y la audacia con que intentan arrebatarlo y (2) que el individuo mismo no siente su conciencia tranquila respecto a la plenitud de títulos con que ocupa aquel puesto o rango.
Para Ortega, la sociedad argentina no se ha habituado a exigir competencia y, a la presión suscitada de los demás, se añade una inseguridad íntima que es preciso compensar adoptando un gesto convencional e insincero para convencer al contorno de que se es efectivamente lo que se representa. Así pues, señala que cuando el argentino procura convencer a los demás del lugar y la importancia de él mismo, de paso, intenta convencerse a sí mismo.
El individuo argentino no llega a un puesto, oficio o rango por una necesidad interna, en virtud de un pasado de preparación y esfuerzo, sino más bien que se encuentra súbitamente dentro de él. No hay adherencia entre el individuo y su figura social. El argentino resbala sobre toda ocupación y vocación. No se trata de que esté mal dotado, sino que no se ha adscripto nunca a la actividad que ejerce, no la considera definitiva sino como una etapa transitoria para avanzar en su fortuna y en jerarquía social.
Este modo de vivir escinde a la persona en dos: su intimidad auténtica y su figura social o papel. Aquí encuentra Ortega el motivo por el cual resulta difícil la comunicación con el argentino: él mismo no se comunica consigo.

“Demasiado Narciso”

A pesar de lo dicho, Ortega niega que el argentino sea un ser egoísta porque con egoístas no se podría hacer, en un siglo, un pueblo del porte como el de Argentina. El argentino no tiene puesta su vida en nada, pero tampoco es su persona lo que más le importa sino, lo que le preocupa, es la idea que él tiene de su persona. El egoísta es un hombre sin ideal que no trasciende a sí mismo. En cambio, el argentino es un frenético idealista ya que tiene puesta su vida en una cosa que no es él mismo sino la idea que tiene de sí mismo. Vive atento a una figura ideal que de sí mismo posee, se gusta a sí mismo y lo que gusta no tiene por qué parecer lo mejor del mundo, basta que guste. El argentino nace con una fe ciega en el destino glorioso de su pueblo y es ello una de las grandes fuerzas que empujan al país. Ortega sentencia: “El argentino es demasiado Narciso”, vive absorto en la atención de su propia imagen y lo grave es que se acostumbra el individuo a negar su ser espontáneo en beneficio del personaje imaginario que cree ser y, por lo tanto, al intentar hablar con él y buscar su intimidad, nos presenta su imagen ideal.
La última visita de Ortega a la Argentina fue en 1939 y allí pronunció, en una conferencia conocida como Meditación del pueblo joven, unas palabras que quedaron en la memoria de las siguientes generaciones: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcicismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”.
En este último viaje, Ortega sentía que la vida argentina tenía otra edad que la de Europa, era una vida adolescente y, por lo tanto, descontenta, habituada a sentir angustias, de apetitos indecisos y vastos que no se logran nunca pero donde las pasiones funcionan a toda máquina con plenos y recién hechos resortes. Ortega afirma venir a llevarse lo que sobra en Argentina: juventud, aquello que le poda decrepitudes y lo instaura en vida nueva.

Mujeres argentinas también

El filósofo español no simplemente habló con y para los hombres argentinos, también dedicó una meditación a las argentinas y mujeres sudamericanas. En Meditación de la criolla intentó esbozar una psicología de la criolla. Sostuvo que ésta es vehemente, porque vive en constante lujo vital sin estar ante nada escasa de reacción y, a diferencia del hombre argentino, está siempre yendo a las cosas y personas, en vía tensa hacia ellas. También es espontánea, porque vive de lo que en su intimidad nace y brota. Es auténtica por estar instalada dentro de la más normal normalidad y, desde allí, siempre es un poco otra cosa que lo normal.
Gracia y molicie son dos características con las que cierra esta descripción de la mujer criolla: la gracia en sus gestos, ademanes, posturas, expresiones y travesuras, y la molicie porque la criolla es muelle, ni dura ni etérea, sino justo medio.
Parece ser que algunos porteños le reprocharon al filósofo que sólo hablaba de las virtudes de la criolla y no de sus defectos. Como respuesta, reconoció en los porteños una morbosa complacencia en recoger lo defectuoso y lo desgraciado de las cosas como si se tratase de pepitas de oro. Vio en el porteño una viviente objeción hacia los demás donde cada cual parece ocuparse más que en vivir, en detener, trabar y frenar la vida de los demás.
Quizás a algún lector le provoque espanto las impresiones de Ortega sobre los argentinos pero, sus centenarias observaciones, adquieren actualidad con motivo de nuestro bicentenario, no por ser observaciones exactas ni que se correspondan, así sin más, a nuestra realidad sino por ser útiles para volver a pensar la identidad argentina en un ejercicio que tenga más de un rumiar pausado que de una vejación hacia el extranjero.

(*) Profesor de filosofía.



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