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Cultura 26 de marzo de 2023

Entretextos: “Como un juego de ajedrez”

La abogada marplatense Lucía Cass, quien se encuentra escribiendo su primer libro de cuentos, comparte con los lectores de LA CAPITAL uno de sus textos narrativos.

Por Lucía Cass

Le pedí un mapa de Buenos Aires para ilustrarlo en la historia que me había decidido hacía segundos a contarle. Supe que mi relato iba a ser el hecho que destruya nuestra trivial conversación de almuerzo, pero poco me importó.

Señalé la línea imaginaria entre los extremos de la Bahía de Samborombón y un punto costero de la República Oriental del Uruguay. Le indiqué esa línea que divide, hacia el norte, el Río de La Plata y, hacia el sur, el mar Atlántico. También dije que cuanto más al norte navegáramos, menor debía ser la carga a llevar porque, cuando entrás al río, el barco tiene mayor probabilidad de hundirse. Me preguntó si había socorrido a alguno por esa zona o si habíamos pasado allí alguna tormenta.

Debo detenerme acá, siento la obligación moral de anticipar que ese día no comimos. Por el contrario, algo nos llenó el estómago y sació la sed.

Recuerdo a Federico, era mucho más chico que yo, podía ser mi hijo. Cuando nos avisaron que teníamos que socorrer su barco, imaginé el horror. Pensé en su padre, Juan, mi amigo; pensé cómo iba a mirarlo a la cara, cómo iba a explicarle.

Cuando nos enteramos estábamos en nuestro descanso y el barco amarrado a varias millas de la bahía. Es el “Santa Josefina”, dijo Carlos, salió hace un día, iba repleto. Volvimos, los códigos eran esos: nada valen toneladas de pescado, si el mar había tomado a nuestros compañeros como rehenes. No importa cuánto la marina nos haya preparado para estos casos, uno nunca está preparado para nada. La costa nos dejó avanzar, pero próximos a nuestro destino, el mar cambió el oleaje y las ráfagas de viento nos golpeaban con fuerza. Recuerdo que gritábamos mucho, creo que era la única forma que encontrábamos para comunicarnos. Cada uno conocía el rol que cumplía y lo ejercía a la perfección: algunos desenredaban la red, otros hacían espacio en los laterales entre la proa y la popa, mientras los demás sacaban frazadas que teníamos de reserva. Cerramos la cabina y la acondicionamos para que los compañeros pudieran entrar cómodos ahí. Comodidad no es, en estos casos, la palabra adecuada, pero igual lo intentamos. El capitán ocupaba un pequeño espacio, todo lo demás estaba cubierto de colchones, frazadas y toallas que tirábamos para abrigarlos porque ya nos habían anticipado las bajas temperaturas con las que nos encontraríamos.

Tardamos más de dos horas en llegar a la zona. No veíamos nada por la lluvia. Además, el barco debía bajar la velocidad porque temíamos que alguno fuera arrastrado por las turbinas. Nos pusimos todo el abrigo que encontramos e igual estábamos cagados de frío, pero eso no nos impedía movernos con rapidez. Estábamos acostumbrados a esto, a que el mar tome revancha a veces. Como podíamos mirábamos hacia todas las direcciones, sabíamos que buscábamos a ocho compañeros e íbamos a volver siendo ocho más.

Cuando vimos un círculo anaranjado nos desesperamos. Julio nos llamó desde la popa para decirnos que había visto un salvavidas, corrimos a avisarle al capitán para que se acerque. Cuando estábamos llegando vimos que solo era el salvavidas el que flotaba y la marea lo llevaba para cualquier lado. Julio y Carlos quedaron paralizados, empezaron a temblar. Podía ser por el frío, pero era miedo. ¡Puta que sentís miedo! Pero eso no te detiene, no puede detenerte. Sabíamos que un compañero en el agua sin su salvavidas solo podía tener una única consecuencia. Les grité que se muevan, que saquen los que teníamos preparados, pero los boludos no me escuchaban. Estaban aterrados, el mar los desafiaba, les proponía un juego que ellos no querían jugar. Miré aún sin quererlo hacia la misma dirección a donde se iba el salvavidas y vi a dos compañeros que ya no tenían voz para gritar. ¡Pero qué ganas de vivir tenían! Incluso con lluvia, yo podía verlos y veía, en ellos, vida. Supe, allí, que iba a someterme al juego y no los entregaría como patrimonio al mar.

No era la primera vez que me enfrentaba a ese frío. Ya había visto antes cómo la sangre podía no ser roja, pero cuando nos acercamos a Tito y nada de lo que yo conocía se le parecía, me derrumbé y comencé a vomitar. Pensé que iba a darme un ataque, el pecho me pateaba con fuerza, me rompía por dentro.

Una mente fría debe reprimir la tragedia, pensé, y la familia necesita un cuerpo que velar. Y después la burocracia de mierda que conocemos… no, no es que haya pensado en pensiones y esas cosas, pero he visto muchas viudas e hijos perder por partida doble. Pasaban los meses y ahí estaban las viudas, esperando. Sin cuerpo no hay pensión, le decían. Un cuerpo, ¿entendés? Y las viudas llorando. Pero eso es otro tema. Sin pensarlo, subimos a Tito al barco. No con todos pudimos hacer lo mismo, pero esta es la parte de la historia que no voy a contarte.

Te hablé de Federico. Ya no podía mirar por el viento y la lluvia que me golpeaba, pero lo vi. Ahí estaba. Tenía el salvavidas puesto, pero era llevado por la marea. Los ojos de su padre se me incrustaron en la retina y casi me explotan. Salté. Nadé unos minutos con unos brazos y unas piernas que, te juro, no eran míos. ¡Federico! ¡Federico!, le gritaba. Cuando llegué se había vuelto al mar, se dejaba ir. Lo di vuelta y vi que tenía los ojos cerrados. Entonces lo golpeé en la cara con fuerza. Le di trompadas heladas en la cara mientras le gritaba. Lo insulté, le imploré que no haga eso, que no lo haga. ¡Por favor, Fede! Y lo escuché llorar. Frío, Héctor, siento mucho frío, me decía, no aguanto más, me quiero ir. Lo cargué como pude a mis espaldas, pero Fede no quería sostenerse, estaba entregado. Había aceptado la decisión que las mareas habían tomado por él. Entonces, volví a gritarle, le nombré a su padre y a su madre. Me di vuelta y le grité con bronca que era un cagón, que se estaba entregando como un cobarde. Lo humillé porque sabía que no humillaba a un muerto y además porque fue lo único que supe hacer. Lo obligué a mirarme, le agarré la cara y le abrí los ojos, mientras le gritaba que el trabajo era esto también, tentar a la muerte, pero no dejarla ganar. Le pregunté si tenía sueños por cumplir, le grité: ¿vos te querés morir acá? Contestame, ¿para qué tenés este trabajo de mierda? ¿Para morirte? No hijo, hijo le dije, vos no te querés morir a acá.

Lo vas a hacer en cualquier otro lugar, pero junto a los tuyos y yo no voy a contarle nada a tu padre que le destroce el alma. No, Fede, por favor. Me di vuelta y mientras lo escuchaba llorar comencé a contarle la historia de cuando comimos ese asado en Chapadmalal. Le hablé de sus hermanos y de cuánto lo esperaban. Le dije que quedaban reuniones y vino y asado. Le contaba cosas lindas, las que se me ocurrían y otras que le inventaba. Le hablé de sus sueños, de su gran talento como ajedrecista y que lo esperaban más campeonatos en el club de la calle Jujuy. ¿Te vas a perder eso? ¿Vas a renunciar a lo que amás solo porque ahora el cuerpo te está quemando? No, Fede, este mar de mierda no puede atacar ahí. Yo braceaba como podía, mientras le hablaba de la vida y de los sueños, no daba más. Me di cuenta que Fede ya no se dejaba ir porque dejé de sentir el peso muerto con el que me obligaba a cargar. Aquellos brazos y aquellas piernas no eran míos porque eran de su padre y habían alcanzado el barco.

Sentís frío, miedo, soledad. Mirás a tu alrededor y todo lo que ves es agua y cielo, agua y cielo. Después de un rato no aguanté más y me dejé ir, ¿para qué iba a moverme si me iba con la marea? Cerré los ojos y me dejé llevar. En ese momento, Héctor, al ver que yo me hundía, se tira y empieza a nadar hacia mí, se metió en el mar, me alcanzó y empezó a gritarme. Me sacó a las trompadas, ¡a las trompadas! Me contaba cosas que no entendía, pero logró despertarme.

A Federico pudimos salvarlo. Después de unas horas, y de haber rescatado a casi la totalidad de la tripulación, retomamos el viaje hacia el río hasta el puerto de Ensenada.

Nuevamente, interrumpí el relato. Decidí no contar lo sucedido con cierta parte de la tripulación. Omití el fatal destino de algunos compañeros que en parte también había sido el mío y comencé a llorar. Lloraba el joven marinero que fui y todos en los que me convertí aquella noche. El niño promesa del juego, que encontró un destino irrefutable, años más tarde, en el mar.

¿Federico también jugaba ajedrez?, preguntó.

Fui allí cuando decidí contar alguna verdad.

No, Federico no jugaba ajedrez. Le hablé de todas aquellas cosas que me hubieran dado fuerzas para no dejarme morir. Lo primero que pensé fue en los campeonatos en el club, los sábados y domingos con los muchachos, el vino tinto antes y después de cada partido. Me imaginé pasando cada ronda, hasta llegar al podio y tener que esperar dos semanas más para la definición. Fui pensando en las jugadas que tenía que hacer para ganar a cada adversario que, en ese momento, era solo uno: el mar. Cada braceada era una jugada deliberada que pensaba y me gustaba imaginar que mi adversario estaba tan dedicado como yo, en arrancarnos la cabeza. Pensé en el movimiento del caballo que no sigue una dirección recta, sino que tiene un juego zigzagueante y así iba atravesando cada oleada. Cuando me tiré del barco tenía la mitad de las piezas y cuando alcancé a Fede solo me quedaba el rey.

¿Qué podía hacer más que delirar? Federico no entendía nada, fueron las trompadas las que lo hicieron despertar y lo obligaron a recordar a su madre y a su padre. No conocía los sueños de Fede, apenas si podía sostener los míos. Pero en ese momento me convertí en él. Fue un delirio, cuando la muerte te viene a visitar, es lo único que te queda.

Me levanté con excusa de ir a comprar y no regresé. Tomé la camioneta y me fui directo al club donde una nueva camada de ajedrecistas replicaba ciertas dotes aprendidas. Ya no estaban mis antiguos compañeros, pero yo podía inventar una nueva historia. Me presenté: soy Héctor, el del cuadro. Y señalé una foto colgada en la pared donde reflejaba una cara que no era mía, pero en la que me convertí.



Lucía Cass es abogada, integra un grupo de investigación en temas de empresa y es editora de la revista académica Plural de la UNMdP. En 2019 ganó el primer premio del concurso literario “Valijas con historias IV” organizado por el área de Promoción de la Dirección Municipal de DD.HH.. Actualmente, se encuentra escribiendo su primer libro de cuentos.



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