Octavio Hernández, desde Chile, comparte con los lectores de LA CAPITAL un cuento sobre una función de cine con películas mudas de horror.
Por Octavio Hernández (*)
Los dos íbamos tomados de las manos, caminando hacia nuestro departamento por una oscura calle desconocida: en lo poco que llevábamos viviendo ahí, jamás la habíamos transitado. Tenía su encanto.
Las luces amarillas de los postes apenas alumbraban pequeños círculos en la acera. De vez en cuando algún auto pasaba, iluminando el asfalto y la cara de Jaqui, los ojos cafés, el pelo crespo que le caía sobre los hombros como un oscuro mar. Ahora yo miraba el piso, recordando que debía corregir las pruebas de mis alumnos y preparar la clase de mañana. Y me preguntaba si convendría abordar el periodo de entreguerras desde la República de Weimar, cuando Jaqui, agarrándome de la manga del polerón, me apuntó al otro lado de la calle:
—Mira, amor mío.
Justo frente a nosotros, fulguraba un letrero:
¡Hoy: cine mudo de horror!
–con música en vivo–
¡Última función!
—Nunca hemos visto juntos una muda. —Jaqui no le sacaba los ojos a las escalofriantes letras, que al refulgir en sus pupilas la convertían en alguna silenciosa actriz de los veinte—. Por favor, vayamos. No tenemos nada para esta noche.
Pensé en las pruebas, en las clases:
—No. No tenemos nada.
No esperó al semáforo, cruzó sola. El cine se erguía ante nosotros como un antiguo palacio de los sueños –y de las pesadillas– con afiches enmarcados de los monstruos de la Universal y de la Hammer. Así, Drácula, El monstruo de Frankenstein y la momia y el hombre lobo nos acechaban, inmortalizados.
—No sabía —dije— que teníamos un cine tan cerca.
—Y especializado en películas clásicas. —Su voz suave y dulce. Ah, qué ganas de besarla.
Cuando entramos en la recepción, lo intenté. Pero ella me esquivó, y enseguida señaló más afiches: “Nosferatu”, “El gabinete del doctor Caligari”, “Metrópolis”.
Encerrado en el cubículo de la boletería, un anciano de ojeras bien marcadas, con trazas de sepulturero, nos observaba a través de sus pupilas acuosas. Un ojo lo tenía velado por una gelatinosa membrana que me provocó náuseas.
—¿Qué estreno dan? —le dije con afectada seriedad.
—¿Estreno? —Nos miró como si fuésemos dos estúpidos.
—Es broma. ¿Qué película dan?
—“El hombre que ríe”. —Con los índices, el sepulturero se estiró la comisura de los labios, en una grotesca sonrisa de escasos y ennegrecidos dientes—. Ya se acaban los asientos.
—Deme dos entradas. —Espié hacia la cortina entreabierta, y más allá del acomodador (un gigante rubio, que más parecía un ss) distinguí una expectante penumbra de cabezas y cabezales.
Con razón, pensé, la calle está tan desierta: vino al cine todo el barrio.
Y para ver “El hombre que ríe”, aquella joya del expresionismo.
—Serían cuatro mil —dijo el sepulturero.
Mientras él recogía mis cuatro billetes advertí su mano arrugada, cubierta de manchas héticas y cruzada por venas azules.
—Aquí tiene —dijo, entregándonos los dos boletos—. Disfruten la función. —Nos miró, los ojos craquelados de venillas—. Sé que la van a disfrutar.
El rubio brigadeführer nos esperaba de brazos cruzados y mirada hosca.
—Adelante —ordenó, y descorrió la cortina.
Entramos en una sala llena, el olor a sudor combinándose con el de las palomitas de maíz. Tal como había dicho el viejo, no quedaban butacas. Pero el rubio nos señaló con un firme ademán dos asientos hacia la izquierda, y volvió a montar guardia en su puesto. Pidiendo permiso fuimos cruzando mientras los espectadores se comprimían contra sus butacas lo más posible.
Ocupamos los afelpados asientos, y miré a mis vecinos: a la izquierda, un gordo tragando palomitas; a la derecha, en la butaca contigua a la de Jaqui, una cincuentona con lentes gruesos como lupas. Frente a los asientos delanteros, un piano de cola, hundido por los años, amenazaba con ocultarnos parte de la pantalla.
—Mira, Jaqui: ¿no nos tapará aquel monstruo?
—Espérate a que proyecten.
La miré: movía las piernas de pura impaciencia, los ojos brillantes de cinéfila ilusión. Y la sonrisa se le fue encendiendo a medida que se apagaban las luces de la sala.
En medio de la oscuridad, un foco puso destellos en las teclas de marfil del piano. Oí rápidos pasitos que bajaban por la escalera, pasitos como de niños. Y aparecieron dos enanos de capa y sombrero, y se ubicaron uno en cada extremo del teclado (ahí reparé en que el piano no tenía taburete, y entendí que los enanos lo habían desdeñado porque, sentados, jamás alcanzarían con sus piecitos los pedales). Jaqui me apretó la pierna. El mecánico sonido del proyector precedió al inicio de los créditos en blanco y negro. Con gusto descubrí que el piano no tapaba.
Entonces uno de los enanos –el apostado en la zona grave– tocó las primeras notas. Notas lúgubres: un tremolar ominoso fue abarcando la sala, y los fúnebres sones se iban sucediendo como el caminar de un gigante. Mientras, en la pantalla se nos presentaba la muerte del padre del pequeño Gwynplaine y la llegada del niño al reducto de los Comprachicos; los mismos miserables que enseguida desfiguraban a Gwynplaine imprimiéndole para siempre en la boca una irremediable sonrisa, la piel plegada en ondas y la dureza de los dientes expuesta.
En la escena siguiente, una orden de destierro del rey James explicaba que los Comprachicos eran un grupo de gitanos que traficaban con niños, y que, valiéndose de prácticas «quirúrgicas», los transformaban en bufones monstruosos y demenciales payasos. Imaginé a un pequeño desamparado desgarrarse bajo la tortura de los Comprachicos, como si no tuviera suficiente con ser vendido por sus propios padres. Dios, qué horror. Recordé una foto de la República de Weimar: en plena vía pública, un grupo de hambrientos despedazaba a un percherón yaciente en el adoquinado. Poco les faltaba a ellos vender a sus hijos a unos Comprachicos.
Me giré hacia Jaqui para comentárselo, pero me contuve al ver su cara de tristeza.
En eso el otro gnomo le sumó al teclado notas agudas que chillaban en una agitación tan hipnótica como terrible. Advertí que poco a poco me iba mareando, las imágenes ondulaban, daban vueltas por mi cabeza. La cara de Gwynplaine —ahora un adulto que, muy a su pesar, trabajaba de payaso—, con su sonrisa forzada por el tajo de oreja a oreja, con esos dientes de caballo que no podían ocultarse bajo los labios, se impregnaba en mí como una maldición. Oía la agitada respiración de Jaqui, y evité el desesperante apretón de su mano en la pierna, que no me excitaba en absoluto.
En la pantalla, el público del siglo XVII se burlaba de Gwynplaine, y él lloraba, lloraba con esa sonrisa que no podía disimularse. Y el piano seguía con su gravedad, acentuando los sentimientos terribles que, sin dudas, debieron de atormentarlo.
En mí persistía el vértigo, sumado a un dolor que me atenazaba la cabeza y la estrangulaba con eléctricos embates, mientras que los enanos atacaban las teclas como si dijeran «sufran ustedes también, todos ustedes».
A mi lado, oí el llanto de Jaqui. Traté de girarme, pero el dolor dispersó sus raíces desde la nuca hasta la barbilla. Lancé un gemido: toda mi cabeza se fundía en un desgarro que seguía los tiránicos dictámenes de la música, de las violentas notas arrancadas del piano.
Al fin pude atisbar que Jaqui se cubría la cara. Alzó la vista, y ahí fue cuando le aparté las manos y descubrí el horror: goterones de lágrimas le trazaban la cara, una cara sonriente y de dientes desnudos.
Grité, y ella también gritó. A pesar de los dolores, me volví hacia el gordo: en su cara sucia por restos de palomitas aparecía un ominoso rictus. Sonreía.
Y sonreía con esa sonrisa.
Entonces, las manos temblorosas, me palpé mi propia cara.
(*) Octavio Hernández nació en Antofagasta (Chile) allá en los inicios del siglo, un día del 2001. Si bien desde niño le gustó crear historias –sobre todo fantaseaba con inventar sus propios cómics–, la literatura fue un descubrimiento más bien tardío. Lector de Maupassant, de King, de Borges, de Cortázar, se le ocurrió estudiar en el 2020 Cine y Televisión –imprevista carrera que sólo le ha dejado sinsabores–. Pero no se olvidó de la literatura: en ese mismo año, 2020, decidió ingresar al Taller de Corte y Corrección, lo cual le significó avanzar a grandes pasos en los laberínticos senderos de la escritura. De este modo, a troche y moche, ha dado en crear unos cuantos cuentos. “Comprachicos” es el primero en publicarse en papel. En la revista FIN ya había aparecido otro relato: “Pecho de acero”, que puede leerse acá.