Cultura

Entretextos: Cuentos de María Crisvi

En esta ocasión, la autora comparte cuatro cuentos cortos con una profunda mirada social.

Por María Crisvi

Injusticia

“¡El mundo debería ser justo y no lo es!”, repetía la chica del chaleco tostado, la que estaba delante de todos en la fila frente al cajero automático. Le había tragado la tarjeta y ella estaba furiosa: golpeaba la máquina con sus puños y le daba patadas, como si fuera una expendedora a la que se le hubiera trabado un refresco. Me puse a reflexionar sobre su expresión: “El mundo debería ser más justo”. En realidad, creo, el mundo no es culpable de nada. Los hombres deberíamos ser más justos. Es fácil echarle la culpa al mundo. La del chaleco, al pasar al lado mío para salir, seguía hablando sobre el mundo injusto entre palabrotas.

-¿Por qué decís que el mundo debería ser más justo?-, le pregunté.

Ella me miró con cara de odio, sin entender.

-Métase en sus asuntos, vieja de m…

Es verdad. El mundo debería ser más justo. Digo, debería haber más justicia en el mundo. Soy una persona pacífica, no agresiva y nunca insulto a nadie, mucho menos a quien nada malo me hizo. Y esta mocosa viene a decirme “mierda”, cuando yo intento hablar sobre la justicia. Cuando quiero intercambiar opiniones acerca de qué es la justicia; quiénes hacen justicia; cómo se hace justicia; y de qué modo podríamos mejorar la situación.

Generalmente, analizo, decimos que el mundo debería ser más justo cuando creemos que han sido injustos con nosotros mismos. O con nuestros hijos, amigos, o alguien a quien queremos mucho. Pero seguramente -se me ocurre- los demás, los que no conocemos, los que no amamos, por los que no nos preocupamos… deben pensar lo mismo: que son ellos los que merecen justicia. Tal vez entonces suceda que somos demasiado egocéntricos y por eso “el mundo” es injusto. La humanidad es injusta.

Volvamos a la chica del chaleco. Posiblemente una serie de contratiempos le haya hecho decir que el mundo es injusto. Porque si su tarjeta fue retenida en el cajero puede haber sucedido que ella no recordara el código de acceso. Y que ingresara un código erróneo tres veces seguidas. ¿Quién es el culpable de esta “injusticia”? Tal vez la tarjeta no fuera suya. Podría ser de su padre, de su novio, de su mejor amiga, de su jefe… De alguien que tendría que haberle dejado dinero y no lo hizo…

Acá la injusticia podría referirse al hecho de lograr conseguir la tarjeta pero no acertar con la clave. ¿Injusticia? ¿O mala suerte? Producto del resentimiento hacia la persona que tiene dinero, una cuenta bancaria, un buen empleo. Vaya a saber. Cada casa es un mundo, como se dice habitualmente.

Por fin llega mi turno. Inserte la tarjeta. Bienvenido. Digite su clave. Bien, con este efectivo pagaré el alquiler y me quedará algo para comprarle un chiche a Juancito. Tal vez alguna golosina de esas que traen stickers, figuritas, y hasta muñecos; como las que siempre le compra el padre, que trabaja en una empresa importante. Yo dependo de mi humilde jubilación, pero no me quejo. Salgo del banco y veo que llueve. Y yo sin mi paraguas. Apuro el paso. Doblo la esquina y casi me caigo al tropezar con alguien que se protege de la lluvia bajo el alero. Tiene una capucha color tostado. Me dobla un brazo y me hace gritar de dolor.

-¡Vieja de mierda! ¡Dame tu tarjeta! Y la plata.

Entrego todo y me quedo pensando en lo injusto que es el mundo, mientras la chica del chaleco regresa al cajero para ver si esta vez tiene más suerte.

Monedas

Dejé la camioneta algo apartada de la ruta, y caminé junto a las vías abandonadas. Recordaba cuando con mi hermano y el flaco Abel poníamos monedas y esperábamos a que pasara el tren. Nos reíamos cuando nuestros centavos saltaban como maíz reventado para hacer pochoclo. Después los recuperábamos, chatitos como panqueques.

En ese lugar era inevitable no pensar en la comida de la abuela.

La casa estaba cerca, detrás del monte de algarrobos. La añoranza me hacía ver al abuelo usando la sombra para descansar mientras tomaba mate.

No llamé; ¿para qué? Di la vuelta a la casa. Miraba cada detalle de las ruinas; lo que había sido el jardín, la huerta, el patio. Presté especial atención a las macetas. Dejé de buscar; volvería más tarde.

Tomé el viejo camino que iba a los galpones. Los yuyos eran prueba de que ya casi nadie pasaba por ahí. Traté de no pensar en el accidente.

Cuando el bisabuelo y sus hermanos habían venido a hacerse la América, montaron su humilde fábrica de quesos en este pueblo. Los fabricaban como lo habían hecho en Cerdeña. Se instalaron cerca de las vías. El tren paraba cada semana, y allí cargaban los quesos para que los llevaran a vender a la ciudad. Después se habían encargado del negocio los más jóvenes. Mi abuelo fue el último que intentó ganarle a la burocracia de los poderosos. En vano.

Me acerqué al primer galpón. Abrí la puerta: ahí estaba.

Nos miramos sorprendidos. Abel tenía mucho que explicar. Pero fue él quien preguntó:

-¿Qué hacés por acá?

-Busqué la llave de la casa donde siempre, pero no la encontré. Pensé que tal vez…

Miré a mi alrededor. Todo estaba ordenado y limpio, en contraste con el caos del jardín de mi casa. Porque yo la consideraba mi casa. Y rogaba que la ley también.

-Vine a hacerme cargo.

-¿Hablaste con algún abogado?

-Todavía no.

No dije más. No quería hacerle preguntas como si fuera policía. No quería interrogarlo, como ellos dicen. Esperaba que Abel dijera a qué se debía su presencia. Era obvio que no estaba de pasada, buscando fantasmas, como era mi caso.

-Deberías.

-Perdón, ¿qué?

-Que deberías buscar un abogado. Yo lo hice hace unos meses, cuando murió tu abuela.

-No entiendo.

-Yo la cuidé el último tiempo. Además, trabajé desde chico acá sin recibir sueldo. Merezco una compensación.

-¿Trabajaste? Si lo que hacíamos era jugar…

-Para vos era un juego estar acá en verano. ¿Y el resto del año?

No podía creer que Abel tratara de sacarme la herencia. No creí que todavía me odiara tanto. Después de todo, había sido un accidente.

Abel arrastró su pierna derecha para acercarse al rastrojero; le sacó de un tirón la lona que lo cubría.

-Cada tanto lo miro y te recuerdo. Tu hermano no tuvo tanta suerte.

-Abel, por favor. Bastante culpable me siento. Fue un accidente, sabés. Travesura de chicos. Fue una estupidez sacarlo marcha atrás sin saber manejar. Se me fue del camino. ¡Lo hablamos tantas veces! ¡Le pedí perdón a mis abuelos y a mis padres tantas veces!

-Sí, un accidente. Como el que puede tener cualquiera. Hasta vos mismo.

Y Abel me hacía retroceder, al avanzar amenazante. El ruido rasposo de su pie al no levantarse del suelo me llenaba de terror. Me fui de allí casi corriendo.

Antes de llegar a la camioneta me despedí de todo. Tiré una moneda a las vías aunque sabía que el tren no pasaba desde hacía años.

Cinco pasos

Es la primera cita: cine y cena. Durante la película hay silencio, claro. Mientras caminan hasta el restaurante, sólo un par de cuadras, no hablan mucho tampoco. Ana es tímida y él no inicia la charla. Se hace un poco incómodo caminar casi callados, hasta que después de comentarios breves descubren que a los dos les gustaron mucho dos cosas del filme: la historia y la música. Entonces el diálogo es más fluido.

Cuando llegan al restaurante ya están hablando de lo mala que les resultó la actuación de los famosos de turno; que son bonitos, sí, pero muy torpes interpretando a personajes -pobres, infelices- que poco tienen que ver con ellos, artistas exitosos y millonarios.

Se han sentado y siguen hablando sobre el director, sobre la fotografía, sobre el final abierto… Se interrumpe este intercambio de opiniones cuando llega el mozo. Ana mira los precios con mucho cuidado: no sabe cuánto puede pagar este muchachito, bastante menor que ella, y no quiere que la cuenta sea muy abultada. Se queda más tranquila cuando Pablo elige un vino de los más caros. Él también se detiene mucho tiempo leyendo el menú. Por fin piden los dos unas pastas sencillas y el mozo se va.

La conversación sobre la película pronto queda agotada. Ana duda, no sabe qué decir, y después de un ratito, intenta cambiar de tema.

-Ricos los ravioles, no?- dicen los dos a la vez.

La coincidencia los hace reír y se instala otra vez un ambiente distendido.

Han traído el postre… A Ana le gusta el aspecto del helado que pidió Pablo; se arrepiente de haber pedido un simple flan y, sin querer, lo dice en voz alta. El se ríe y le da unas palmadas en la mejilla.

A ver, esa boquita… Y Pablo ofrece una cucharada donde se mezclan la frutilla y el chocolate.

Ana dice que no con la cabeza.

¡Vamos, profe!, insiste ante la negativa. Y luego: ¡Probalo, Ana!, se corrige Pablo.

Ana no puede soportar este papelón. No puede ni siquiera terminar el flan; dice tener un terrible dolor de cabeza, se va al tocador, y pide un taxi desde el celular.

Cinco minutos, señorita, prometen.

Espera un poco en el baño para no tener que hablar mucho con Pablo. Apenas llega a la mesa, sin sentarse, le dice que tiene que irse, que la espera un coche, y se va sin darle tiempo a él a reaccionar.

………………………………………

Pasa casi un año. Ana consigue un cargo en la universidad y por fin puede dejar las horas de secundaria. Ya no toleraba estar en esa escuela, donde conoció a Pablo y donde se enamoró de ese adolescente con pinta de hombre. Recuerda con dolor que casi comete el error de iniciar una relación que todos censurarían. Profesora-alumno, ¡qué horror!, dirían todos. Pablito casi la había convencido con el cuento de que ya estaba en quinto año, que pronto terminarían las clases y que entonces no sería más su alumno.

Reaccionó a tiempo Ana, aquella noche de diciembre, después del acto de colación, cuando fueron juntos al cine y después él le dio a probar de su helado. El día que ella se acobardó, y escapó.

………………………………………………………………………………

Es tarde. Ana casi corre por el pasillo que la lleva a la clase donde ayuda al titular Gómez.

Pablo va a buscar un café a la máquina del pasillo.

Y es inevitable el encuentro. Los dos se quedan inmóviles por un instante. Después avanzan hasta encontrarse tras cinco pasos. Ninguno habla, pero las miradas lo dicen todo. Ana se decide, busca donde garabatear “20:40 en la puerta de Funes”; le da el papelito a Pablo y sigue su camino al aula. Mejor dicho, no sigue, sólo intenta seguir caminando, pero él la toma de un brazo y después de decirle al oído “No te escapes otra vez”, la besa con pasión.

Ana ni escucha las risitas de unos compañeros de Pablo que los miran, divertidos. Tampoco piensa en Gómez, ni en que no llegará a tiempo, ni nunca, al aula 52.

Biotipo

María terminó de trabajar en la tercera casa de los días jueves. Estaba agotada. Ya no era muy joven y a esta altura de la semana el cansancio se hacía sentir. Quería irse cuanto antes, pero la patrona le pidió que esperara. Quiero darte unas ropas, le dijo. Para vos y tus chicos. Bueno, señora.

María esperó pacientemente, aunque sabía que perdería el colectivo de las y veinte. ¡Qué ganas de sentarme y dormir durante el largo viaje hasta el barrio!, pensaba. La dueña de casa estaba diciendo algo que María no escuchó, mientras guardaba prendas en un pequeño bolso. Tomá. Hasta el jueves. Gracias, señora.

María tenía que caminar tres cuadras hasta la parada, pero antes de llegar a la avenida vio a un grupo de cuatro uniformados. Tuvo un mal presentimiento.

-Documento.

-No sé si lo tengo, señor.

-Siempre hay que salir con documentos.

-Es que me da miedo perderlo, señor.

-¿De dónde venís?

-De trabajar acá nomás, en el departamento de la familia Pérez.

-Sí, claro. Conocemos a todos los Pérez, dijo uno, mientras los demás se reían.

-¿Voy a buscar a la señora?

-Mejor calladita la boca.

-¿Cómo?

-Vamos a hacer un informe.

-¿Por qué, señor?

-Esto puede ser robado.

-Pero no. Me lo dio mi patrona, señor.

-Vas a tener que demostrarlo.

-Pregúntele a ella, a mi patrona, señor.

-Yo digo que la llevemos a la cuarta-, intervino otro.

La tuvieron demorada en la comisaría. Primero acosada por un gordo que tipeaba con dos dedos en una destartalada máquina; luego olvidada en un cuartucho. Pasaron varias horas hasta que se dignaron a llamar a la señora Pérez. Finalmente todo se aclaró, pero María tuvo que pagar el precio de ser mujer, pobre, y de piel marrón.

Biografía de la autora

María Crisvi nació en Buenos Aires, pero hace tanto tiempo que vive en nuestra ciudad que se siente, y quiere ser considerada, marplatense. Trabajó, en muchos casos ad honorem, como correctora en inglés y español.

Es profesora de inglés por la Unmdp, y allí también hizo el posgrado de “Especialidad en Docencia Universitaria”.

Dio clases de inglés en distintos establecimientos, públicos y privados, en los diferentes niveles idiomáticos y para diferentes edades.

La incursión en la escritura de ficción en castellano fue a partir de la asistencia a diversos talleres literarios de Mar del Plata. Publicó algunos textos en revistas y encaró emprendimientos colectivos (los llamados “libros de autor”), junto a sus compañeros de taller. Su género preferido es el cuento corto, de efecto, y también escribe microrrelatos. No desdeña el ensayo; y hasta se atreve a la poesía. Ya retirada de la docencia, está enfocada en la creación de su primera novela.

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