Una crónica marplatense de la autora de “La máquina de hacer feliz” sobre el paseo de compras Ferimar, un clásico del verano, que tuvo un trágico desenlace.
Por Alejandra Dabel (*)
Es verano, plena temporada de vacaciones en Mar del Plata a fines de los 90. Tengo catorce años y estoy esperando que sean las 19 en punto para pasar a buscar a mi amiga: hoy paseamos solas y con nuestra propia plata. La salida es gasolera y a un lugar que nos queda a pocas cuadras, pero no por eso menos emocionante.
Llegamos a la esquina de Edison y Juan B. Justo muertas de risa y hablando pavadas. Nos recibe el olor a choripán de los chulengos instalados sobre la avenida, un tumulto de gente en la puerta a mitad de cuadra y la música que suena a todo volumen a través de los parlantes: algún tema de El Símbolo, Chayanne o Ricky Martin.
—¿Dónde estaba la remera que viste?
—Pasillo violeta, al medio.
Cruzamos la puerta iluminada con luces de colores. El primer local, adelante y al medio, es de tecnología y es el único que está vidriado. Hay exhibidos auriculares, discman, secadores de pelo, artículos importados. En el local de enfrente se venden chocolates y bombones de fruta. Hay una chica con una bandeja que ofrece pedacitos de chocolate para degustar. Tratamos de hacer contacto visual para ver si nos ofrece, pero no nos mira. Nos da vergüenza pedir, así que seguimos de largo. Mientras nos reímos, recorremos el pasillo rojo, el principal, y doblamos en el pasillo violeta. Contrario a lo que indica cada nombre, todos los pasillos son marrones, o es lo que al menos parece a través de la escasa iluminación. Lo único que los identifica es un pequeño cartelito en cada columna que indica por cuál pasillo estamos caminando. Llegamos a un puesto de remeras con una pila de prendas hasta el techo, tan alta es que las empleadas usan un palo con un gancho para bajarlas, y mi amiga se compra por tres pesos una pupera blanca con el logo de Kosiuko.
—Listo, misión cumplida.
—¿Vos querías unas sandalias?
—Sí, unas negras. Pero después buscamos.
—Vamos ahora que se puede caminar, después se llena y no se puede.
Encontramos un puesto de calzados y veo unas sandalias que me gustan. Pregunto el precio pero no me convence. Seguimos buscando y encontramos las mismas por algo menos. Como soy cara rota y a la vez ahorrativa, le digo al vendedor que en otro puesto las encontré más baratas todavía y le regateo un poco. Me las termino llevando por ocho pesos.
Salimos al patio. Hace casi el mismo calor afuera que adentro. Una familia está desocupando una de las mesas largas, pintadas de rojo, frente a la tarima. Nos apuramos y nos instalamos al lado para asegurarnos el lugar. Nadie viene a limpiar lo que dejaron, así que juntamos todos los residuos en una esquina de la mesa y nos sentamos. En el escenario hay un humorista con un muñeco tipo Chirolita. Hace algunos chistes tontos y otros más picantes. Cada tanto canta alguna canción y aparecen dos chicas que hacen de coristas y bailarinas. Nos pedimos unos panchos y dos latitas de Coca.
—Ese va a mi escuela —dice mi amiga mientras señala a un grupito de pibes que nos saluda desde otra mesa—. Si se acerca nos vamos, es un plomo.
Apenas vemos que el chico se levanta agarramos las bolsas, lo que queda del pancho, latas, mochilas y salimos rajando, muertas de risa. En la corrida, mi amiga se tropieza con un cartel y se tira toda la Coca encima. Yo no la puedo ayudar, estoy muy tentada, no puedo parar de reírme y hasta se me escapa un chorro de pis.
Volvemos a entrar. La cantidad de gente circulando por los pasillos ha aumentado muchísimo. Es imposible caminar sin empujar o ser empujado. Siempre, la sensación es la de estar yendo a contramano de la multitud. Apenas llegamos a ver lo que se vende, el único objetivo es avanzar y no morir aplastado. En un momento, pierdo a mi amiga. No la encuentro por ningún lado. No puedo frenar ni retroceder porque la masa humana no me deja. Una señora se corre y mueve un cochecito de bebé, ahí la veo: está mirando cosas en un puesto de bijouterie. Cuando me acerco me señala unos anillitos plateados, de alambre retorcido con unas piedritas de colores y me dice que elija uno, que salen un peso y que ella me lo regala. Elijo uno turquesa y ella elige el mismo en lila. La vendedora los va a guardar en una bolsita pero le decimos que no, que no hace falta, los llevamos puestos.
Preguntamos qué hora es y, a fuerza de abrirnos paso, empezamos a encarar hacia la salida. Nos va a llevar un rato poder salir. A las diez mi papá nos estará esperando en la puerta para acompañarnos a casa.
Hay una costumbre muy arraigada en Mar del Plata que es utilizar “mar” como sufijo en los nombres de los emprendimientos. La ciudad está repleta de ejemplos. No es solo una estrategia comercial, parece ser también una forma de declarar pertenencia, de anclar el negocio al territorio, de decir “esto es de acá”, y no se discute. Tal vez ese sufijo funcione como una especie de talismán, una forma de invocar al mar como idea. Podría verse como un intento de capturar algo del espíritu turístico sin perder la raíz autóctona. Pero también podría pensarse como una repetición que empobrece, que transforma a la ciudad en un cliché de sí misma, en una postal sin matices donde todo suena parecido. El recurso se vuelve invisible por su abundancia, como una ola que de tantas veces que tocó la arena ya ni se escucha. Pero hay un nombre, un lugar, un espacio, que logró trascender ese “mar” de nombres parecidos para finalmente encontrar una estética, una historia, una identidad propia e intransferible. Hablamos de Ferimar.
Ferimar nació a principios de los años ochenta como una feria popular que combinaba la venta de indumentaria, artículos para el hogar, bijouterie, calzado y productos regionales. Surgió en un contexto de crisis económica, como respuesta a la necesidad de muchos pequeños comerciantes y fabricantes locales de tener un espacio accesible para vender sus productos sin intermediarios. Con una estética improvisada, entre carpas y estructuras metálicas, fue creciendo hasta convertirse en un punto obligado para los marplatenses y los turistas que buscaban buenos precios y variedad. Abría sus puertas a mediados de diciembre y cerraba a principios de marzo, coincidiendo con el inicio y el fin de la temporada turística de verano.
En sus inicios, la feria fue impulsada por la Unión del Comercio, la Industria y la Producción (UCIP) de Mar del Plata, con una fuerte participación del dirigente Elías Sabbag, quien por entonces buscaba generar alternativas comerciales accesibles para pequeños productores y emprendedores. El proyecto tenía una idea clara: ordenar el comercio informal creciente, dar visibilidad a la producción local y canalizar la demanda de un sector social amplio que quedaba fuera del circuito comercial tradicional. En ese marco, el predio situado entre las calles Juan B. Justo, Solís, Acha y Bermejo, en pleno barrio Puerto –entonces un espacio algo marginal– fue visto como el lugar ideal para concentrar esa nueva forma de comercio que combinaba necesidad, ingenio y espíritu emprendedor.
Con el paso de los años, Ferimar se consolidó como un verdadero ícono del consumo popular en la ciudad. Su nombre funcionaba como una marca identitaria y accesible, que resumía su propuesta: un espacio con espíritu costero, pero con los pies en el barro de la economía informal. A diferencia de los shoppings que empezaban a aparecer en los noventa, Ferimar ofrecía otra experiencia: más caótica, más viva, más cercana. Era un punto de encuentro, una salida obligada y económica. “¿Ya fuiste a Ferimar?” era una pregunta habitual entre marplatenses, y más aun entre habitantes de la zona Puerto y Sur de la cuidad.
Durante los años noventa, con el auge del consumo masivo y la apertura de importaciones, la feria se diversificó aún más, sumando productos que iban desde el “Todo por $2” hasta los que veíamos en televisión en los programas de televenta, o “Llame ya”, con estéticas de dudosa procedencia pero siempre convocantes. A su manera, Ferimar reflejaba un modo de vida y de comercio profundamente marplatense, donde lo turístico y lo barrial convivían en un mismo lugar. Para el año 2000, ya era parte del paisaje emocional de muchas generaciones, una referencia habitual en la memoria colectiva de la ciudad. Todos, en algún momento del verano, íbamos a Ferimar, o teníamos alguna prima o vecina que trabajaba en un puesto, pasábamos para pedir trabajo aunque sea repartiendo volantes, conocíamos a alguien que viajaba a Buenos Aires a traer mercadería o quizás simplemente escuchábamos en la radio el single pegadizo y estábamos todo el día repitiendolo. Sea cual sea el caso, no podíamos ignorar la presencia de Ferimar.
Oscar, mi vecino, aprendió desde chico el oficio de pescador. Pero en un momento tuvo un accidente en el barco y con la plata que pudo cobrar del seguro compró un lote de mercadería y, junto con un socio, abrió un puesto en Ferimar. Le pregunto cómo fueron sus inicios y él me cuenta:
“Yo arranqué en Ferimar en el año 86, cuando todavía era todo medio precario. Tenía un puesto de ropa de jean, que armaba con un socio, un amigo de la infancia. Trabajábamos de lunes a lunes, porque si no venía uno, venía el otro. Era agotador, pero vendíamos bien. Había movimiento, gente del puerto, turistas, vecinos del barrio. Éramos todos laburantes, nadie te miraba de arriba. Después se fue armando más, se organizó mejor, había un ambiente de compañerismo. Nos pasábamos datos de proveedores, nos cuidábamos entre nosotros. Si uno no venía un día, el de al lado le cubría el puesto. Era así. Con el tiempo, se llenó de puestos, se vendía de todo. Y también se llenó de historias: parejas, peleas, cumpleaños con birra caliente en vasos de plástico. Era otra vida. Yo siempre digo que Ferimar fue nuestra PyME antes de que existiera esa palabra. Nos dio dignidad, independencia. No teníamos seguro, ni aportes, ni vacaciones, pero sí teníamos laburo. Y eso en los noventa no era poco. Como quince años tuve el puesto, después me cansé”.
Mi amiga Noelia, que ahora vive en Bahía Blanca y tiene su propio negocio, la primera vez que cruzó la puerta de Ferimar no iba a comprar. Le habían conseguido un trabajo para hacer por unas horas, en negro. Y eso era suficiente. Noe vendía bijouterie, pero más que nada resistía de pie durante ocho horas por día, aguantando el calor y el gentío. Le mandé un mensaje pidiendo que me cuente su testimonio para armar esta crónica y me dijo:
“Yo entré a trabajar a Ferimar con 17 años. No tenía ni idea de nada, pero mi tía conocía a una mujer que tenía un puesto de bijouterie, y me mandó. Era mi primer trabajo. Estaba contenta, pero también era complicado: cobraba por día, en efectivo, y sin ningún papel. Si llovía y no se vendía, capaz no me pagaban. O me decían ‘hoy no vengas’. El puesto era chiquito y estaba todo el día parada, a veces sin baño cerca, sin poder sentarme. Pero yo aprendí ahí a tratar con la gente, a hablar, a hacerme escuchar. Lo que pasa es que una, cuando es chica, cree que todo es mejor que nada. Después te das cuenta que estabas sola, que nadie te cuidaba. Ni el dueño del puesto, ni el sistema. Había una mezcla rara en Ferimar: por un lado, un clima familiar, gente buena, otros empleados como yo. Pero también mucho abandono. Todo era improvisado. Un día vino una inspección y tuvimos que cerrar en cinco minutos. Me escondí atrás, entre unas cajas. Me acuerdo y me río, pero no era gracioso. Era injusto. Y común. Esa era la realidad”.
La mañana del sábado 22 de diciembre de 2007 no pude dormir hasta tarde. Me despertó mi hermano golpeando la puerta como si quisiera tirarla abajo. Ante tanta insistencia le abrí y, no del mejor modo, le pregunté qué pasaba.
—¡Dale, levantate! ¡Se incendió Ferimar, vamos a ver!
No pudimos acercarnos mucho, las calles estaban cortadas. Se veían dos columnas de humo, ya débiles, cerca de la entrada lateral sobre calle Acha. El olor a quemado invadía todo, y lo siguió haciendo por varios días. Había gente sentada en los cordones de la vereda, en silencio y con cara de preocupación. Otros, nerviosos, hablaban por celular, y caminaban de un lado para otro. Dos chicas se abrazaban y lloraban juntas. Muchos curiosos, como nosotros, contemplábamos la escena en silencio. Ferimar había abierto hacía apenas una semana.
Eran las 4.30 de la madrugada cuando uno de los serenos del predio escuchó una explosión. Rápidamente, las llamas comenzaron a expandirse sin que hubiera mucho por hacer. Seis dotaciones de bomberos lucharon durante varias horas para controlar las llamas, que no pudieron apagar. A pesar de los intentos, el centro comercial quedó destruido por completo. La buena noticia: no hubo víctimas fatales, ya que al momento de iniciarse el fuego, las doce personas que estaban allí pudieron salir sin sufrir daños.
El incendio generó complicaciones para los expositores, empleados y representantes de firmas que formaban parte del complejo. Tal es así que el entonces intendente de Gral. Pueyrredon, Gustavo Pulti, los recibió en una reunión y prometió ayudarlos a buscar alternativas para que no perdieran sus ingresos en esa temporada. Eran cerca de 250 puestos que habían perdido absolutamente toda su mercadería, y casi 700 personas las que se quedaban sin trabajo.
Curiosamente, el incendio ocurrió apenas 24 horas después de una inspección municipal que había identificado deficiencias en las condiciones de seguridad del predio, como la acumulación de mercadería altamente combustible y la falta de sistemas adecuados para emergencias.
Después del incendio, hubo una especie de luto comercial en la ciudad, pero ya en 2009 aparecieron los primeros intentos de resurrección. Uno de ellos fue la reinauguración de Ferimar en un nuevo espacio, esta vez en Juan B. Justo al 600. Se trató de un predio mucho más chico, de galpones reciclados, iluminado por fluorescentes, sin el espíritu original. Algunos puesteros volvieron, se reubicaron, apostaron a recuperar algo de lo perdido. Pero lo cierto es que nunca volvió a ser lo mismo. No tenía la cantidad ni la diversidad de locales, el entorno urbano era distinto, y sobre todo, ya no estaba el clima de feria multitudinaria que había marcado al viejo Ferimar. Ni siquiera los shows diarios de Juan Acosta y La Tota Santillán pudieron salvarlo. El nombre seguía siendo el mismo, con ese “mar” que cargaba memoria. Pero el lugar ya no tenía ni la convocatoria ni el empuje. Pasó más bien desapercibido, resistió un tiempo como pudo, con escasa promoción y muy poca concurrencia. Se sintió, en cierta forma, como un intento de resucitar un cuerpo sin alma, algo que sobrevive más por nostalgia que por necesidad. Algunos lo recuerdan, otros ni se enteraron que alguna vez existió.
Tal vez lo que quedó de Ferimar no sea solo un puñado de estructuras metálicas o un intento de resucitar algo que ya no era. Tal vez lo que quedó fue el eco de una época en la que ponerle mar al final de un nombre era una declaración de pertenencia, una forma de decir “esto es marplatense”, aunque también, quizás sin saberlo, una manera de quedarse un poco anclados. Como si con ese sufijo buscáramos conjurar la permanencia, aferrarnos a una identidad que se desdibuja entre veranos que pasan volando y comercios que abren y cierran al ritmo de las temporadas. Ferimar ya no está, pero el mar persiste, como persistimos nosotros, nombrando lo nuestro con la esperanza de que dure.
(*) Alejandra Dabel nació en Mar del Plata en 1983. Es docente de profesión, directora de espectáculos de teatro y danza, guía naturalista y de patrimonio histórico. Apasionada por los viajes, recorre el país en busca de paisajes, historias y personajes que nutren su escritura. Publicó cuentos y textos de no ficción en antologías. “La máquina de hacer feliz” es su primer libro de cuentos. Actualmente, se encuentra preparando un segundo volumen y trabajando en una novela.