Una nueva versión del regreso de Ulises a Ítaca es el relato que Jorge Vivas comparte con los lectores de LA CAPITAL.
Por Jorge Vivas (*)
Cuando despertó en la playa, cubierto de algas y con la piel salada por el mar, reseca, Ulises debió hacer un esfuerzo para comprender que el sueño había acabado. El cuerpo dolorido y los sentidos turbios le impedían discernir eso que estaba viendo. Todo olía distinto; el aire tenía un gusto metálico, el mar estaba más callado, como si los peces se hubieran marchado. A lo lejos, las murallas de Ítaca seguían en pie, pero algo en su contorno parecía torcido, ajeno.
Atenea no estaba. Por primera vez en mucho tiempo, escuchó que su voz no le hablaba. Ni una señal, ni un resplandor en el agua. Caminó hacia el interior de la isla con paso incierto, envuelto en la capa raída que le habían dado los feacios.
Los caminos estaban vacíos. Donde antes pastaban cabras sólo dormía un tapiz de cenizas y olivos verdes chamuscados, poco podían hacer contra ese viento que los incendiaba desde adentro. En el pueblo, las casas estaban tapiadas, las ventanas ciegas y en las esquinas se reunían jóvenes armados con lanzas, piedras y antorchas. Algunos llevaban tatuajes con la figura de Argos, el viejo perro de Ulises, y dos remos cruzados.
Cuando intentó hablarles, uno lo empujó al suelo.
—Viejo —le escupió otro—, nadie entra a Ítaca sin permiso de Telémaco el Rojo.
Ulises sintió un escalofrío.
—¿Telémaco… mi hijo?
Las risas se mezclaron con el sonido de un viento azul, sorpresivo, que silbó como un ave.
—Tu hijo, si es que sos quien decís —respondió otro— es el que gobierna ahora. El que limpió la isla de falsos dioses e increíbles cuentos.
El palacio estaba irreconocible: muros ennegrecidos, columnas grabadas con nombres de muertos, pandillas efímeras e insultos a los dioses. Una bandera hecha de redes rotas ondeaba desgarbada sobre el techo. En el trono de piedra, un joven de mirada dura y barba que pedía permiso bebía vino de una copa de cobre, tallada con colmillos de jabalí. Ulises entrecerró los ojos y lo observó en silencio.
—¿Padre? —dijo el joven, sin levantarse—. ¿O eres la sombra de otro fantasma que viene a juzgarme?
Ulises se acercó. Vio en sus ojos la chispa del niño que alguna vez había conocido y también algo más oscuro, aprendido de la lucha y el miedo.
—He vuelto —murmuró—. Para devolverme el reino que me pertenece.
Telémaco soltó una carcajada breve.
—¿Reino? Aquí ya no hay reinos. Los hombres pelean por el agua, por las pocas cabras que han quedado, por las vides raídas por el fuego y por un poco de paz y de silencio. Los que quedamos huérfanos fundamos la Hermandad del Remo. Nos llaman saqueadores, pero solo hacemos lo que tú nos enseñaste: resistir a los nobles ambiciosos, cortar su descendencia, eliminar sus fuentes y sobrevivir con el vino y la pesca.
Ulises quiso responder, pero las palabras se le pudrieron en la lengua. Recordó a los cíclopes, a las sirenas, a los cadáveres de sus hombres flotando en los mares lejanos. Había pensado que su viaje lo purificaba; no entendía que el monstruo lo había seguido de regreso.
Ulises vagó en sus pensamientos por las playas pedrosas. Temía el encuentro con su amada Penélope. Nadie quiso decirle dónde estaba. Algunos afirmaban que había muerto; otros, que se había vuelto una especie de voz del oráculo en las ruinas del templo. Caminó siete noches entre ruinas, siguiendo el ruido del mar golpeando en la restinga. La encontró al fin en una cueva, sentada junto a un telar que el polvo emblanquecía. No tejía ya; el hilo se había convertido en una maraña de algas y cabellos grises.
—Volviste —dijo sin levantar la vista.
—Volví —respondió él—. Pero todo es distinto.
Ella sonrió con una serenidad inquietante.
—No. Solo es más claro. Antes la violencia era una sombra; ahora tiene en su presencia un rostro.
Ulises se arrodilló a su lado.
—Nuestro hijo gobierna la isla con fuego.
—Gobierna lo que queda —dijo ella—. Yo lo crié para que esperara. Tú lo hiciste para que venciera. Entre los dos urdimos su condena.
El viento trajo olor a humo de carne quemada. Desde la colina se veía fuego en el palacio. La Hermandad del Remo había empezado a luchar entre sí por el control de los despojos. Penélope observaba el incendio sin pestañear.
—Cuando te fuiste, Ulises, aprendí que la espera es una forma de guerra. Ahora entiendo que también el regreso es una forma de seguir luchando.
Se levantó, tomó el hilo del telar y lo ató a su muñeca.
—Cada noche deshacía lo que tejía, ¿recuerdas? Esta vez no.
Antes de que él pudiera detenerla, caminó hacia el mar con el hilo en la mano. El agua la envolvió en sus caracolas, como si una voz antigua la llamara de adentro. Ulises recogió el extremo del hilo, que lentamente se diluyó en sus manos.
Esa noche, los jóvenes encendieron hogueras frente al palacio. Ulises vio a su hijo danzar entre ellas, cubierto de hollín, gritando canciones de guerra. Nadie lo reconocía como rey, ni como héroe, ni siquiera como padre.
Antes del amanecer, se marchó hacia el puerto. El mar seguía invitándolo, silencioso y abierto.
—Otra vez —susurró Ulises—. Ariadna me lo dijo y no quise escucharla. El círculo rojo de la frente de Polifemo lo buscaba nuevamente.
Errante, embarcó en una vieja nave robada de la rada, dejando atrás una Ítaca que ya no era la suya, un hijo que había heredado su condena, y un hilo que aún flotaba, débil, entre la espuma y la luna brillante de esa noche.
(*) Jorge Vivas es Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Mar del Plata, docente e investigador de la Facultad de Psicología. Este cuento, escrito con Inteligencia Aumentada, como aclara su autor, es un trabajo realizado en el taller del profesor Manuel Vilches en el marco de PUAM (Programa Universitario de Aprendizajes Mayores, destinado a personas de más de 45 años), dictado en la Facultad de Ciencias de la Salud y Trabajo Social, de la UNMdP.