Este texto obtuvo la Segunda Mención en el III Concurso Literario Internacional de poesía y cuento Julio Cortázar 2024, organizado por SADE Lomas de Zamora.
Por Federico Weyland (*)
Ya es tarde. Lo sabe. Por más que se apure, no va a llegar a tiempo. Y a pesar de eso, lo hace. Una carrerita de cinco pasos. Tres zancadas. Una carrerita de cuatro pasos. La última. No puede llegar transpirado al Tribunal. Todavía quedan tres cuadras por Libertad. Doblar en Lavalle. Después Talcahuano. Y media más por Tucumán hasta el juzgado. No llega. Deben estar esperándolo. A él. Carrerita. Zancada. A él, que les pidió a las partes que sean puntuales. Que a las once tiene otra audiencia. Que le rogó a la asistente social que por una vez respete el horario. Salió temprano. No se demoró ni en afeitarse. Pero se olvidó el informe y vuelta a la casa. Pero se le quedó el auto y media hora esperando la grúa. Pero el taxi se paró en un piquete y tuvo que bajarse. Todo hoy. Justo hoy. Carrerita. Zancadas. Resoplido. Semáforo en amarillo en Corrientes. Cinco segundos para rojo. Carrera larga. Empuja turistas, empleados. Algún colega, tal vez. Más fáciles los casos de ellos. El menor va a quedar con traumas. No hay dudas. ¿Qué padre le hace eso a su propio hijo? De cinco años. Una ternura. Hoy. El día de mañana falopero. Como mucho a los trece. Ya lo ha visto. El muchacho con los cajones de gaseosa casi lo atropella. Pasá vos. No, pasá vos. Vos. No, vos. Cinco segundos perdidos en una amabilidad inútil. Al pasar lo insulta por lo bajo. Deberían descargar en otro horario. Y a él también lo insulta el otro. Inspiración larga, dos zancadas. Espiración larga, dos zancadas. Lo mismo. De nuevo. Carrerita hasta la esquina. Bocinazo. Se le eriza la piel. Estaba en rojo. No lo vio. Pero él tiene prioridad como peatón. Abre el maletín para tener el informe de la asistente social a mano. No logra cerrarlo bien, la hebilla está rota. Se tiene que comprar un maletín nuevo. Cámara Gesell. Va a tener que ordenar una Cámara Gesell. Antes de la feria, porque después es más complicado. Además, capaz el padre lo faja de nuevo. En verde. Ahora lo empujan a él. Lavalle. ¿Cruza? ¿O por la otra vereda? En diagonal por la plaza. Pero otra vez una protesta que le corta el paso. No llega. En alguna parte del cuerpo algo le vibra. Y pronto la musiquita. Lo irrita. Ese ringtone. ¿No lo había cambiado? Se palpa. El de afuera no. ¡Tenía que estar en el bolsillo de adentro! El maletín. El informe. Dos manos, tiene. No tres. El secretario. Ya sabe. No hace falta que le digan. ¿Para qué lo llama? Sostiene el teléfono contra su oreja con el hombro.
—Hola —ruge, y cinco personas se dan vuelta a mirarlo. El cadete del estudio contable que pasa a su lado se sonríe, la señora que se dirige al Colón se sobresalta, los hombres trajeados que conversan arquean las cejas. La chica de pantalones cortos y mochila que está un poco más lejos, de paseo, solo lo mira.
El pie izquierdo queda trabado en el suelo, no avanza, y todo su cuerpo se afloja y se impulsa hacia adelante en el vacío con el desconcierto que le tensa nuevamente los músculos cuando el pie derecho avanza tan solo unos centímetros, nada más, y se clava en una baldosa mientras la pierna izquierda se adelanta, aunque no lo suficiente, y se planta en el piso pero sin fuerza, sin sustento, de manera que el tobillo se tuerce, a izquierda primero, luego a derecha, y siente todo el peso de su cuerpo trasladarse a ese pie que soporta, resiste, pero al final cede y se afloja cuando una conciencia vaga, más bien un instinto, le hace saber lo que va a suceder y él adelanta la bronca, las ganas de insultar, la ilusión de evitar lo que ya es inevitable porque su torso se inclina hacia adelante, mucho, y queda mirando de frente al piso con el peso de todo su cuerpo en la pierna izquierda, cuya rodilla se entrega a un abandono dulce, una relajación de sueño, mientras los brazos anticipan el encuentro con el suelo sucio y húmedo, lleno de colillas de cigarrillos y cagadas de paloma, y sus manos se cierran sobre el maletín y sobre el informe, pero no sobre su teléfono que, liviano, vuela hacia adelante, cae de canto, rebota una vez y se arrastra medio metro, hasta que los nudillos se encuentran finalmente con el suelo, lo frotan y un ardor quemante los envuelve, tan solo un instante antes de que su boca entera bese ese suelo mugroso y un temblor recorra toda su cabeza y lo maree, y por un segundo le haga perder la noción del lugar donde está, de lo que ha pasado, hasta quedar en el suelo flojo, suelto, extendido, derrotado.
Se incorpora a medias y se queda sentado. Recoge un poco las piernas. La cabeza se le bambolea con el mareo y la confusión. A su alrededor el tiempo se suspende; los transeúntes que lo oyeron gritar se quedan parados, hacen silencio, se mantienen expectantes. Pasa un segundo y nada. La señora da un paso, tal vez acercándose. Pasa otro segundo y nada. Los hombres dudan, lo miran hipnotizados. Pasa otro segundo y nada. Siguen mirándolo, quieren creer que no, que no está pasando, que no fue nada grave. Y él inspira, inspira con fuerza, incorpora todo el aire que puede, mientras el ardor en las manos crece y aparece un dolor nuevo en la rodilla derecha y el mentón. Inspira hasta que se le llenan los pulmones y un poco más. Entonces se afloja. Toda su energía se conduce a través de su tráquea, pasa por su laringe y su garganta y cuando llega a su boca se libera en un grito. Es un grito agudo, estridente, entrecortado, que va creciendo en volumen y fuerza. La espalda de quienes lo observan se tensa, sus ojos se abren y sus manos se contraen. Se le empieza a enrojecer la cara, y los ojos se le llenan de lágrimas y la boca tiembla. Inspira nuevamente, esta vez es una inspiración más corta y el alarido sale todavía más agudo, más intenso. Se ahoga, tose, su cara ya está morada y de la boca cuelga un hilo de baba que se extiende hasta su barba. Sacude los brazos, de arriba abajo, se mira las manos. Luego mira hacia arriba, buscando qué, y hacia los costados, esperando qué. Extiende sus brazos hacia la gente. El cadete se acerca un paso, no hacia él sino hacia el teléfono. Lo toma con cuidado, la llamada todavía está activa, se oyen preguntas insistentes desde el aparato. Él no le presta atención al teléfono, el hilo de baba se retrae a su boca donde se mezcla con mocos y lágrimas. El muchacho acerca el teléfono, lo deja en el suelo apenas un poco más cerca y da un paso hacia atrás. Él sigue berreando, hipando, cabeceando, agitando, mirando, lamentando, rogando. La señora se toma el cuello, hace una mueca de espanto, pero no se mueve. Uno de los hombres mira el portafolio, mira los papeles, mira el teléfono, pero no se mueve. Él ya no controla su respiración, no identifica de dónde viene su dolor, ni siquiera cuál es su naturaleza. Busca, busca con los ojos entornados a su alrededor sin hallar respuesta en nadie. La gente cruza miradas. El muchacho mira a la señora, y la señora a los hombres, y los hombres al muchacho. El nuevo grito está por llegar, incontrolable, indeseado. Pero ella aparece: la chica se abre paso entre la gente, deja su mochila a un costado y se agacha junto a él. Lo envuelve en sus brazos, firme pero de a poco hasta inmovilizarlo, y en un susurro que solo él llega a oír, le dice al oído:
—Mi chiquito.
Él se afloja, renuncia a su último grito que se transforma en un hipo, y el hipo en un resoplido y el resoplido en un llanto suave, como de arroyo que fluye. Se deja envolver por el olor de ese pecho cálido y palpitante que lo adormece poco a poco. Recupera el ritmo de su respiración, deja de babear, la última lágrima le cuelga de una pestaña. Hasta que al fin, por fin, mecido en medio de ese sopor, ya nada más le importa.
Federico Weyland es investigador de Conicet, residente en Mar del Plata. Aunque su formación académica es en biología, desde chico se ha interesado por la literatura y el arte. Realizó cursos de historia y filosofía del arte, talleres de dibujo, pintura, fotografía y escritura, estos últimos con Osvaldo Baigorria y Nicolás Hochman. Obtuvo premios y menciones en concursos nacionales e internacionales con sus cuentos, algunos de cuales fueron publicados en antologías. “Juez de Familia” obtuvo la Segunda Mención en el III Concurso Literario Internacional de poesía y cuento Julio Cortázar 2024, organizado por SADE Lomas de Zamora.