Cultura

Entretextos: “La fruta prohibida” de Marco Fernández Leyes

El periodista, escritor y músico chaqueño comparte con los lectores de LA CAPITAL un cuento, ilustrado por Gabriela Vacca.

Por Marco Fernández Leyes

El único motivo por el que iba a la carnicería de José era para contemplar las piernas de Valia, su esposa, que pasaba los días detrás de la registradora recibiendo los billetes mugrientos que los clientes entregábamos a cambio de unos indignos trozos de carne. Era una mujer robusta, de cabellos negros y piel marmórea que dignificaba a sus ancestros eslavos; yo no podía apartar mis ojos de los suyos, ni retener la salivación que me provocaban sus tetas al dibujarse con lascivia debajo del vestido. José era lo opuesto, lucía una sonrisa demoníaca que sus frondosos bigotes ocultaban parcialmente; nos atendía parado sobre un banquito que ocultaba detrás de la exhibidora. Así pretendía lucir feroz e imponente como los matarifes del siglo diecinueve que poblaban la pampa. Lo que no sabía era cuánto nos reíamos de su insignificante altura cada vez que nos daba la espalda. Todos nos burlábamos, excepto Valia y los hijos que José traía de un matrimonio previo, quienes se dirigían a él con temor reverencial, igual que los empleados de la carnicería. En esos espacios el bigotón había construido una dictadura inquebrantable.

Durante años repetí el ritual de la compra y contemplación pasiva de los atributos de Valia, que parecían mejorar con el tiempo. Y si bien varias veces pensé en realizar algún tipo de insinuación a los encantos de la cajera, jamás me animé. Creo que en el fondo yo también temía a aquel hombre de cejas prominentes y cabellos de un negro profundo.

Valia lo admiraba. Más aún, lo reverenciaba, al punto que siempre le hablaba con la cabeza gacha. Yo intentaba figurarme las noches en la cama matrimonial, Valia en desabillé, la piel impoluta; José recién salido del baño, inundando la pieza con los hedores de la reciente evacuación y con el sexo escondido en la maraña de pelos púbicos mientras se aproximaba a ella que buscaba en las sábanas una protección imposible. Entonces yo, León, irrumpía a las patadas, reducía con una toma de artes marciales al salvaje y la rescataba del infierno. Tales ensoñaciones se repetían con matices cada vez que me paraba frente a los muslos, las tetas, el cuello, la boca de Valia y le preguntaba ¿cuánto es?, ¿cuánto le debo? La lengua frotando contra los labios construía una danza hipnótica que me arrancaba del aquí y ahora. Su aliento me invitaba a librar cualquier batalla. Me imaginaba luchando por la liberación de los exiliados a los gulags, junto a los campesinos del Cáucaso o arrodillado ante los niños que palidecían por la hambruna. En ese estado era capaz de cualquier cosa, incluso de rodear la exhibidora y patear el banquito en el instante en que José se estiraba para alcanzar uno de los salamines que colgaban de los ganchos de modo que perdía el equilibrio y terminaba ensartado para exhibición junto con las restantes cabezas de cerdos. Eso sucedía al tiempo que Valia clavaba su vista en mí y respondía sin inflexiones “tres mil pesos” o cualquier otra cifra; ya que al final de cuentas daba lo mismo, porque me sentía vaciado al salir de allí con el cadáver de una vaca pendiendo en mis manos y el corazón surcado por la hoz del deseo no correspondido.

Ilustración de Gabriela Vacca.

Más de una vez tuve la sensación de que José entendía mi juego, que era capaz de olfatear lo que sentía por su mujer y, en vez de quedar en evidencia con un ataque de celos, repasaba el filo de los cuchillos contra los fémures descarnados que reservaba para los perros. En esos momentos su bigote se convertía en dagas en miniatura listas para ser lanzadas contra mí. Brillaban sus ojos con el calor de millones de almas exterminadas por capricho y venganza. Y, luego, sin más, me decía ¡gracias! cuando me iba.

Aquel sitio infernal sirvió como combustible para mi matrimonio y mi esposa aprendió a esperarme lúbrica y dispuesta cada vez que regresaba de la carnicería. Muy pronto comprendió que los motivos de mis ardores estaban en la cajera; pero lejos de sentirse ofendida, utilizó mis pasiones trastocadas para su propia satisfacción.

La mañana del 21 de agosto fue distinta, me desperté angustiado y con malestar en todo el cuerpo; la cabeza me dolía tremendamente. No tenía ganas de hacer las compras, pero mi esposa insistía en que fuera con la excusa de que José se alteraba tanto al verme que calculaba mal los cortes y entregaba carne de más. Completé el encargo sin ánimos y me aproximé a la caja para pagar. Iba a deslizar los billetes sin decir nada, distraído con las noticias sobre un nuevo salto inflacionario, cuando seis palabras derrumbaron mi universo. Valia, su voz plena de sexo y deseo, se dirigía por primera vez a mí sin que yo le hablara. A la boca que por más de una década había sido destinataria de mis fantasías le bastaron una sucesión de estocadas veloces para desnudarme. ¿No vas a preguntar cuánto es?, dijo.

No estoy seguro de cuánto tiempo pasó entre que me habló y ejecuté mi siguiente movimiento. De hecho, solo recuerdo algunos fragmentos: las tetas sudorosas de Valia clamando libertad, la chaira contra el cuchillo, la mandíbula apretada de José al afilar la herramienta, la erección que creía dentro de mi pantalón, yo mismo víctima de la tisis en uno de los campos de concentración a los que me enviaban por el delito de traicionar con el pensamiento, los mostachos del hombrecillo, los ojos de Valia, la lengua de Valia, Valia, Valia, VALIA. Me oí preguntar ¿Cuánto es?, observé mis manos pasando el dinero, tomando el cambio y aferrando un papel que segundos después abriría en la vereda. El trazo suave y firme dibujaba letras robustas; en la nota me ordenaba vernos dos días después. Mi visión de aquella mujer cambió, ya no era ese ser sumiso e indefenso que con cuya recreación me había inspirado en tantas noches con mi esposa. La actriz había arrojado a un costado el vestuario con que actuaba cada jornada para mostrarme su verdadera cara.

Mi esposa (y nunca hasta aquel momento me había puesto a reflexionar sobre el peso implícito en esta palabra) me esperaba con su lingerie más provocativa, la misma que en cualquier otro momento me habría conducido directo al lecho matrimonial; pero que ahora no significaba nada. No podía volver a complacerla nunca más. Bastó con un leve gesto en mi boca para que comprendiera mi negativa al sexo. Observó con desprecio la bolsita de la carnicería y me lanzó un cachetazo que varias horas después aún ardía en mi cara. Pasé la noche entera en el sillón. En algún momento de la madrugada oí el portazo con que salía de la casa y mi vida sin recriminaciones ni gritos. No volvería a verla.

El día, la noche y la mañana que les siguió fueron testigos de cómo mi ánimo se desarmaba por la impaciencia. Consultaba los relojes a cada minuto, el tiempo perdía densidad a punto tal que di por sentado que actuaba en complicidad con José. Si podía disponer de la vida y obra de las personas como quería, nada le impedía pactar con los dioses (sus pares, presuntamente) una cláusula de protección mutua.

Llegó la hora y los golpes en la puerta resonaron en la casa vacía. Espié por el visor, era Valia que de alguna manera se las había arreglado para aparecer. ¿Cómo sabía que me encontraría solo? Se trataba de una movida arriesgada o acaso tenía conocimiento de los sucesos del día previo. No, era imposible. Mi esposa había desaparecido sin dejar rastros. Entonces se me ocurrió que el carnicero siempre estuvo al tanto de los planes de su mujer, obligándola primero a confesarse en una sesión de tortura en la que también habría participado Lavrenti, esa rata que tenía por mano derecha, y con la información extraída a través de procedimientos bestiales planificar la visita para atraparme en flagrante delito. Valia entró a la casa provocando que yo retrocediese un par de pasos y, de inmediato, me sujetó por la cabeza, llevándome hacia ella. Sus labios eran mejor que cualquier cosa que hubiera sido capaz de imaginar; envolvían los míos y los redescubrían. Seguía prisionero en los brazos de aquella osa soviética que relajaba sus músculos modo paulatino indicándome que no tenía motivos para preocuparme. Cerramos la puerta con llave y me dediqué a contemplar largamente la figura que por tanto tiempo había sido objeto de mis deseos y ahora estaba parada en el living de mi casa. Entendí que todo el tiempo la había amado más allá de la simple atracción física y fui consciente de que no podría apartarme de su lado. Ella completaba el vacío que por décadas había experimentado.

Hice todo lo que había deseado y más. Saboreé sus pezones, cuello y orejas. Me entretuve largo rato en su espalda, descendiendo con mi lengua y dientes hasta sus nalgas, que aparté para seguir descendiendo hasta degustar largamente sus orificios. La humedad con que había soñado me inundó la boca y sus gritos de placer habrán despertado a más de un vecino. Ella pasó al frente, me empujó contra la cabecera de la cama y recorrió mi anatomía como si se tratara de una presa recién capturada. Lamió mis pezones y mordió los pliegues de piel entre las costillas; saboreó el sudor de mi abdomen y recorrió mi miembro en formas que nunca nadie lo había hecho. Muchas horas después, luego de ducharse, secarse el pelo y desarreglarse un poco para no parecer recién salida de una maratón sexual, se fue.

Esperé lo que me pareció prudente para descartar cualquier emboscada y días más tarde regresé a la carnicería. Tanto tiempo, León, me saludó el carnicero. Reí con los testículos flotando a mitad de la garganta. ¿Qué vas a llevar hoy?, sonreía, ¿lo hacía con sinceridad? ¿Simulaba no saber? ¿En verdad ignoraba? La chaira chirrió con el paso de la hoja y José trozó los cortes que le indiqué. No varié la cantidad, para no confirmar sospechas, ni despertar dudas donde no las había. Valia estaba hincada en la caja como siempre, no me dijo nada, ni siquiera me miró; al punto que llegué a dudar que estuviese viva y no se tratara de su cadáver empalado en la eterna posición de servidumbre. ¿Cuánto es?, pregunté, me contestó en un susurro al tiempo que garabateaba en el cuaderno. Pagué y tomé el vuelto. Una vez en la calle, al contar el dinero descubrí la nota que había filtrado en un movimiento de prestidigitación. Volvimos a vernos esa noche.

Así han pasado meses. Ahora se acerca la hora de comer y debo ir a la carnicería para volver a verla, pedir la cuenta y recibir su respuesta con la incertidumbre de que esta vez sí José ordene finalmente mi ejecución.

 

(*) Marco Fernández Leyes (IG @marcofernandezleyes) nació en Resistencia (Chaco) en 1980. Es periodista, escritor y guitarrista. Fue docente universitario. Actualmente, se vincula a la comunicación institucional. Integró bandas de hard rock y heavy metal, dúos acústicos y proyectos en solitario e incursionó en la actuación. Publicó los libros “Tragadero. Cuentos y relatos” (2020, Con Texto) y “Es inútil que corras” (2022, Con Texto). Escribe cada quince días para la revista “Chaqueña” de diario Norte.

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