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Cultura 29 de junio de 2023

Entretextos: “La nieve alrededor” de Carlos Luis

El escritor y músico marplatense, mientras prepara su primer libro de cuentos, comparte con LA CAPITAL uno de sus textos breves.

No sabe en qué momento empezó a sentir la nieve. El mismo frío que en las islas donde se le congelaban las manos porque los guantes que les daban parecían de tela. Todo el cuerpo se le congela cuando se sienta a escribir como si estuviera ahí, de nuevo. La memoria tiene esos desperfectos sensoriales. Se pone tres buzos y una campera arriba de la otra y se acomoda frente a la ventana que da a la esquina. Le sirve esa perspectiva para imaginar cómo debe haber visto el francotirador que los cubría cuando descansaban. A él no le tocó ninguna guardia pero le costaba dormir porque los ruidos de las bombas a lo lejos lo mantenían todas las noches con miedo. Trescientas cincuenta páginas, las cuenta cada vez que termina un capítulo nuevo. Se acomoda los algodones en las orejas y se agacha cuando escribe que alguien dispara. El enemigo debe estar cerca. Susana trata de dejarlo solo cuando está con la novela. Cruzan con Sofía a la plaza o se van a visitar a los abuelos o van a comprar esos cucuruchos enormes, bañados en chocolate, con los que Sofía se mancha siempre la remera. Él escribe solo y guarda la novela bajo llave y lleva la llave a todos lados, cuando sale. Aunque sale poco. Corre la cortina para que la luz no dé directo en el monitor y se acomoda en la silla sobre dos almohadones. Dejó para el final el operativo a cargo de Mendoza. Habían decidido usar las mismas bengalas que usaban los ingleses para reconocer el campo. Pasar cuatro noches en la trinchera esperando a que el pelotón se acerque. Una estrategia sencilla, escribe. El objetivo era lo único que le parecía complicado. No estaban seguros de la cantidad real de soldados ingleses que había del otro lado. Mendoza repetía que eran pocos y que si eran más mejor. Ninguno sabía en realidad la posición exacta en la que se encontraban ellos. No saber desde donde llegarían lo preocupa, lo preocupaba. Se preguntaba además quién iba a hacerse cargo de colocar el explosivo. Toma agua y deja el vaso cerca del teclado y escribe que Mendoza lo elige a él. Con un grito fuerte: ¡soldado!, después de su apellido. Aunque en realidad Mendoza no elige nada, piensa y escribe. Las cosas ya estaban elegidas y por otros que ni siquiera estaban ahí. La pava sobre la hornalla de la cocina hace ruido. Se levanta para correrla preguntándose cuánto tiempo le llevaría preparar el mate. A través del vidrio, el sol calienta la madera de la mesada. Se sube el cierre de la campera hasta el cuello. Agarra una taza y pone un saquito de té adentro y un poco de leche antes de echarle el agua. En la hornalla, el fuego tiembla como temblaba sobre la nieve, como por apagarse, chiquito. Se turnaban alrededor del calor para fumar todos del mismo cigarrillo. Él no fumaba pero el cigarrillo le sacaba el frío, así que le daba unas pitadas cada vez que podía. Se sienta frente a la computadora y se frota las manos después de soplar entre las palmas. Le parece que el humo no sale de la taza sino de su boca. Empieza el último capítulo con frío. Escribe que Álvaro pero enseguida borra y pone que Mendoza le da la orden y el explosivo y que le señala un edificio cerca en el que deberá entrar. Cinco lo acompañarán armados con fusiles. Lo hacen en silencio. El mismo silencio que trata de hacer él apretando despacio las teclas de la computadora porque la nieve hace más ruido que el asfalto y el miedo tiene olor a pis y a sangre. Avanza. Se asoma cada tanto a la ventana para ver si Susana y Sofía vuelven de la heladería. El sol rebota en los techos de los autos frente al semáforo en rojo. La cantidad de gente que cruza la plaza le parece exagerada. El semáforo se pone en verde y vuelve a poner los dedos en el teclado porque los ingleses están a 500 metros del edificio y se acercan. Mendoza le grita en silencio. Lo ve mover la boca y hacer fuerza y después lo ve sacudir las manos y señalar el campo oscuro, el horizonte fundido a negro. No está seguro de poder colocar la bomba antes de que ellos lleguen. Salir del edificio. Camina sin levantar demasiado las rodillas, el ritmo parejo. Cuando el edificio aparece deja de escribir. Se levanta, busca en la campera que cuelga del perchero y saca un paquete de cigarrillos. Quedan dos. Se pone uno en la boca pero no lo enciende. Vuelve a la silla. Los dedos en el teclado. Saca de la mochila el explosivo tratando de leer en la oscuridad la letra chiquita de la etiqueta que dice cómo se activa. Algo lo aturde. Un resplandor. Una ráfaga de disparos lo toma de sorpresa y salta de la silla para refugiarse bajo el escritorio. Llueve fuego. Los ingleses ganan posición y sus compañeros abandonan la trinchera. Nos envuelven, piensa. Y escribe que Mendoza tiene cinco disparos de fusil en el cuerpo y que El Uruguayo también está herido. Tiene que apurarse porque alguien grita en inglés y él solamente tiene un cuchillo para defenderse. Se asoma a la ventana de nuevo. La cortina se desprende del barral y el sol lo deja ciego. Le parece ver a Sofía en uno de los toboganes pero puede ser cualquier otra nena. El que la espera con una mochila en la mano no parece argentino. Pide refuerzos. No escucha nada del otro lado y vuelve a gritarle al aparato de plástico que tiene en la mano. La antena está mordida por el perro. Escucha que Mendoza le grita algo desde su posición: horizontal, boca arriba y escupiendo sangre. Le dice algo de la bomba y que viva la patria. Él mira el explosivo que tiene entre las botas o las zapatillas y entiende que no puede hacer más nada. Que todos están heridos o muertos y que los ingleses se acercan. La bomba se detona desde una prudente distancia, pero entre que desenrolla y se aleja puede ser demasiado tarde. Se da vuelta para escuchar el sonido de los pajaritos cerca de la ventana. Apoya la espalda contra una de las patas del escritorio y se saca los guantes mojados por la nieve. El ruido del ascensor parece venir de la escalera. El departamento es tan ruidoso cuando Susana y Sofía no están. Sabe que la luz puede delatarlo, pero enciende con un fósforo, por fin, el cigarrillo. Una cara inglesa aparece detrás del fósforo. La llama lo ilumina a él y al soldado que lo mira, lo escupe y trata de apuntarle al pecho. El arma se desvía por el viento. Borra. Pone que por el miedo. Lo ve temblar. Apoya el dedo en el detonador y el otro grita. Afuera del edificio, los proyectiles estallan para todos lados. Se hace de día durante escasos segundos. Oscuridad, una explosión y otra vez de noche. Mendoza lo mira desde lejos. El cuerpo inmóvil de Mendoza con los ojos ciegos.

Lo que le quema es la proximidad de la piel antes de hacer contacto. El momento previo a la presión del músculo sobre la perilla. El dedo en el detonador. El soldado inglés escupe sangre. Le sangran la boca y los oídos y se retuerce con los ojos llenos de lágrimas. Le dieron. Una nube de humo entra en el edificio y detrás del humo vienen más ingleses. Elige el pulgar, cierra los ojos y aprieta. La explosión hace temblar las paredes de la heladería.

Sobre el autor

Carlos Luis nació en Mar del Plata en mayo de 1987. Es músico y escritor. Publicó su primer cuento a los 22 años en “El libro de los talleres”, bajo la coordinación de Marcela Predieri. Publicó en la revista digital +Poesía “Diciembre” y en el ebook español “Campamento”. Actualmente y desde hace años, cursa los talleres de narrativa a cargo de Mariano Taborda y Emilio Teno, al tiempo que trabaja en su primer libro de cuentos.