Cultura

Entretextos: “La sastrería de la nostalgia”, un cuento de Navidad de Enrique Arenz

El escritor marplatense comparte con los lectores de LA CAPITAL, como es la tradición de cada diciembre, un nuevo cuento navideño.

Por Enrique Arenz (*)

Cada 24 de diciembre, Don Carmelo, un sastre jubilado de 84 años, abría la puerta trasera de su pequeño taller (cerrado al público desde hacía mucho tiempo) y se ponía a trabajar.

No cosía para clientes, sino para los recuerdos. Cada prenda que confeccionaba estaba inspirada en alguien que ya no estaba: su esposa, su hermano, su mejor amigo de la infancia. No había fotos ni adornos en ese lugar, sólo telas, bobinas de hilo, moldes de cartón colgados y un clima de nostalgia que encogía el alma.

Pero el 24 de diciembre de 1995 algo cambió: su nieta Lucía de 11 años llegó a su casa para pasar la Nochebuena y la Navidad con su abuelo. Sus padres divorciados estaban lejos: el padre, como siempre, aislado en algún lugar desconocido; y la madre, con quien vivía la niña, en uno de sus habituales viajes de trabajo que esa vez le impedirían estar con su hija en Navidad.

Don Carmelo le había preparado su habitación habitual en la vieja casa que estaba detrás del taller. Ella solía pasar dos o tres días con su abuelo cada vez que su madre viajaba, pero nunca lo había hecho en Navidad. Y eso la había entusiasmado sobremanera, porque sabía que cada 24 de diciembre su abuelo iba a su taller para cumplir el solitario ritual de coser para los recuerdos. Era el único día del año que lo hacía.

Cuando Lucía se cambió y acomodó sus pocas cosas en el ropero, fue corriendo a ver trabajar a su abuelo con su máquina de coser, fuertemente atraída por los misterios de ese taller que ella sólo vio una vez, cuando la sastrería aún recibía clientes.

Lucía entró sin hacer ruido, porque sabía que el silencio era una condición que imponía ese recinto tan saturado de magia y tiempos pasados. El taller olía a madera vieja y a hilo de algodón. Don Carmelo fingió que no la había oído llegar e hizo un exagerado gesto de sobresalto que provocó las carcajadas de su nieta.

Ella comenzó a hacerle preguntas. Don Carmelo era un hombre parco, de pocas palabras y silencios interminables, pero disfrutaba conversar extensamente con su pequeña nieta. Esas charlas se matizaban, claro, con momentos de silencio en los que el diálogo continuaba entre ellos, pero sin palabras. Ese día tan especial, Carmelo le contó las historias detrás de cada casaca, bufanda o traje que tenía en percheros y estantes.

—¿Estás cosiendo algo nuevo, abuelo?

Carmelo miró hacia su mesa de trabajo, fue hacia allí con lentitud y se sentó ante su antigua máquina de coser. Había sobre ella una tela gris de alpaca con una costura iniciada y sin terminar.

—Sí, estoy haciendo un abrigo —dijo.

Lucía se acercó y pasó los dedos por la tela. Era suave, con una textura que recordaba los inviernos en casa de sus padres, antes de que todo cambiara.

—¿Para quién es?

Carmelo dudó unos segundos, pero enseguida contestó con tono rencoroso:

—Para alguien que se fue sin irse.

Y quedó callado.

Lucía no hizo más preguntas, había entendido para quién era esa prenda. Se sentó a su lado y empezó a revisar el cajón de los botones buscando los colores que combinaran con esa prenda.

—¿Y si le ponemos estos? —dijo, mostrando uno de madera, gastado en los bordes.

Carmelo lo miró y asintió con la cabeza. No era el más adecuado, pero tenía historia. Como todo lo que estaba guardado entre esas cuatro paredes.

La máquina de coser volvió a sonar, monótona y entrecortada. No con la firmeza de antes, sino con una cadencia tímida, como si también necesitara recordar cómo lo hacía en sus buenos tiempos.

Lucía sostenía la tela mientras Carmelo guiaba la costura. No hablaron mucho, pero cada puntada parecía decir algo que las palabras no podían expresar.

Trabajaron horas, hasta que le niña preguntó:

—¿Creés que le va a gustar?

Carmelo tardó en responder, más que nada por respetar esa curiosa incomunicación afectiva que por momentos se imponía con naturalidad entre ellos.

—No sé —dijo—. Pero estoy seguro de que va a entender.

Lucía estuvo de acuerdo. Sabía que su papá (que también era el hijo ausente de su abuelo) no era un hombre fácil. Que a veces se encerraba en sí mismo como si se escondiera de un mundo hostil y amenazante. Pero también sabía que un abrigo no era solo eso. Era un gesto. Una forma de decir «te espero», sin decirlo.

—¿Y si le bordamos algo adentro, sobre el bolsillo interior? —propuso Lucía.

Carmelo la miró con ternura. Sin decir nada, buscó entre los hilos uno azul oscuro, casi negro, que hiciera contraste con el forro de rayón de un gris muy claro, y le pasó la prenda y una aguja enhebrada.

Lucía bordó pacientemente dos palabras: «Volvé papá».

Cuando Carmelo leyó el mensaje debió hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Siempre en silencio, continuó trabajando en los detalles finales del abrigo bajo la mirada atenta de Lucía. Finalmente, el planchado y plegado prolijo de la prenda terminada.

Ya era de noche. Carmelo envolvió el gabán con un viejo papel para regalos que Lucía buscó y encontró en una caja polvorienta que le señaló Carmelo. No le pusieron moño ni tarjeta. Lucía miró a su abuelo esperando instrucciones.

—Abuelo, ¿sabés adónde habría que llevárselo?

Carmelo negó con la cabeza y dijo en voz muy baja.

—Hoy es Nochebuena. Algún ángel de Navidad se va a ocupar de eso.

Salieron. Lucía llevaba feliz el regalo para su papá. Carmelo dio una última mirada al interior del taller, una mirada triste, presagiosa, como de despedida, antes de apagar las luces y echarle llave a la puerta dejando encerrados el silencio y la nostalgia. Pensó: «¿Estaré el año próximo para volver aquí y hacer esa prenda que aún me falta?». Ya en la casa, Carmelo le indicó a su nieta que dejara el envoltorio sobre una mesita cercana a la puerta de entrada, donde su hijo solía dejar las llaves cuando aún vivía allí.

Esa noche no hubo villancicos, ni regalos ni arbolito de Navidad. Sólo una comida sencilla, un modesto brindis con dos vasos de gaseosa, un turrón de postre y la televisión encendida que mostraba los festejos navideños en el mundo. Una Nochebuena única y enigmática la de aquella casa. Como si el silencio, por fin, hubiera dicho todo lo que tenía que decir.

A la mañana siguiente, el abrigo ya no estaba.


(*) Enrique Arenz nació en Mar del Plata en 1942. Entre sus muchas actividades, se ha destacado como músico, funcionario municipal (de carrera), periodista independiente y escritor. Es autor de ensayos, libros de cuentos y novelas policiales como “Las mandrágoras han dado olor”, “Marplateros”, “El enigma del hotel Hyspania”, “La carpeta del señor Murga” y “Organización Albatros”. Su género predilecto es el cuento navideño y cada diciembre ha publicado, desde 1994, estos relatos en LA CAPITAL. Fue columnista del diario La Prensa de Buenos Aires entre los años 1984 y 1994.

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