Cultura

Entretextos: Tres cuentos de Thom Lahitte

Thom Lahitte nació en el oeste del conurbano bonaerense en 1996 pero vive en Mar del Plata desde los 11 meses. Tiene 26 años y ejerce el periodismo en los portales La Tecla y Bacap.

El ángel sodero

La Ford 100 anuncia su llegada, no tanto por el traqueteo del guardabarro, como por la melodía siempre alegre de los 40 hits latinos. Recorre la ciudad en busca del mango con la mirada atenta a los porsche y portales. En segunda, regula la chata, dando tiempo a detenerse si el dueño de casa corta el pasto o saca la basura. Frena sin apagar el motor, la voz de Chayanne realiza un vibrato forzoso y Gabriel ofrece el servicio. Explica los días, horarios y precios, aunque todo puede negociarse. Martes y jueves, el litro 30 pesos. El envase se cobra solo la primera vez.

Un negocio insólito, romántico. Dicen, en extinción, siguiendo los pasos del lechero. ¿Por qué agua con gas y no otra cosa? La sed de soda parece excesiva, privilegiada. Obviarla en la lista de compras, depender de la grilla horaria y el listado de precios, quedar a merced del chofer de sifones.

Gabriel sigue los pasos del Barba, su padre. Heredero por triplicado: el oficio, la Ford 100 y el encanto callejero para el rebusque. Las abuelas clientas, lo esperan según el horario, con una empanada o una tarta, de la que reniega por cortesía, pero sabe que terminará llevando. Con Don Oscar, siempre habla de Racing. A Walter y Mónica les pregunta por la carrera del más grande y el jardín de la pequeña.

Aunque no sea un rubro turístico en temporada se trabaja mejor. Para el rebaje del tinto o para tragos refinados con hielo. La demanda crece los viernes, por los asados del fin de semana. Se ata el pelo oscuro, liberando la frente, pero condenando al sudor de la nuca a ser afluente de la espalda empapada, pegada al tapiz. La barba salvaje se mueve mientras canta un éxito boricua. El 24 y 31 de diciembre realiza horario extendido, a contramano del mundo: siempre llega un tío olvidadizo (o ventajero) con las manos vacías. De urgencia, Gabriel enciende la Ford, con la musculosa beige luciendo los brazos tonificados por la carga y descarga.

Por el barrio Miraflores tiene dos paradas obligadas. El taller de Castro, donde siempre hay un par de hombres discutiendo temas existenciales. Un banquete de Platón, pero con mate y tortas fritas, donde se debate sobre la inutilidad de jugar con dos nueves. El otro destino es un duplex de ladrillo, al que le hace buena sombra un pino enorme. Refugio veraniego para Coti, que lee en la reposera bajo el árbol, con el vestido floreado, que dista de la rodilla. Siempre alrededor, revolotea Benjamín.

La primera vez la encontró barriendo la trotadora. La sonrisa amable, fotográfica, al principio le negó la oferta. Pero la charla continuó. Coti era nueva en el barrio. Gabriel desplegó su memoria de chofer y recomendó los puntos claves para la compra, para el paseo. Agradecida ella, lo despidió. Él, devolvió las gracias y se fue entonando despacio a la par de la radio, con la boca grande, mientras daba golpecitos al techo a través de la ventanilla.

Aunque inconveniente en la ruta de viaje, volvió a pasar. Ella lo recibió con gusto. Esta vez, con respuesta positiva. Su marido así lo había encargado. Lejos de desanimarse, se hizo la fantasía de que un día, al dejarle los envases en la puerta, ella lo invitaría a pasar. El calor de enero, se desharía de la ropa. Demoraba lo que tuviera, Gabriel, por ese rato de charla.

Un martes, en las horas muertas entre el mediodía y las cuatro, el sodero cruzó el umbral del duplex. Bajó sin envases, no los necesitaba. Así había dicho Coti, que pidió su ayuda para mover unos muebles, si no era molestia, claro. La chata prendida, rugía, como cubriendo el traqueteo de la cama.

En lo de Castro celebraron la anécdota. Uno sugería ápodos: Coti era “María”; el marido “José” y Gabriel, “el Ángel”. La escena se repitió con dos semanas de por medio, hasta que al cabo de tres meses Coti lo despachó, sin mayores explicaciones que la inmoralidad del adulterio.

Años después, continúa pasando el Ángel sodero. Regula en segunda y ve a Coti, a la que los años no han hecho otra cosa que mejorarla. A su lado, el pálido marido, trajeado, recto, apagado. Pero ellos no le importan. Se centra en el niño Benjamín, que porta un cabello lacio y oscuro, que parece despierto y extrovertido. En secreto, Gabriel llora y lo llama “Jesús”.

La última factura (triello)

Cómoda, cuadrada y moderna. De vidrio, con marco blanco y a la rodilla. Así es la mesa del living. Trifune ceba, Camelgo sorbe. Ragazzi comenta un árido detalle laboral. Forman un triángulo equilátero. En el punto central, el papel madera dice “Panadería Don Arnaldo” y sobre este, la bandejita de cartón, salpicada de dulce y azúcar. Y como la piedra fundamental que sostiene un misterioso mundo, la última factura.

Tendría que preguntar, razona Ragazzi. Trifune no está seguro de cuantas comió. Por ser de pastelera con fruta abrillantada, Camelgo cree que no habrá resistencia. De repente, un silencio más silencio que el espacio mismo. Se miran. Un poco a uno y luego al tercero y luego al otro nuevamente.

Ragazzi ahora piensa que no tiene que preguntar nada, que él puso el auto. Trifune cebó, entonces Trifune perdió tiempo de agarrar, le corresponde. Si hay resistencia, tendrán batalla, parecen decir las cejas de Camelgo. Poco importan 22 años de amistad, la primaria, los casamientos. Queda una sola factura, que implica la diferencia entre tener más o menos hambre hasta la cena. Realizar el primer movimiento puede ser tan ventajoso como arriesgado, pues los otros dos podrían abalanzarse y quitarle la merienda de la mano.

Suda la sien de Ragazzi. La mano de Trifune se afirma en el termo, por si hay que tirar. Camelgo se encorva de forma sutil hacia adelante.

Suena el timbre.

Te podés quedar ciego

Cuando Jorge Luis tenía 13 años, acostumbraba a deambular por la biblioteca inmensa de su padre, traduciendo cuentos de Poe o recitando de memoria los mitos griegos. Una tarde descubrió un impulso nuevo al tocar el lomo rugoso de la British Forfilled Country Enciclopedya. Pasó una y otra vez los dedos y luego la palma por ese voluminoso texto, suspirando, mientras pensaba en los poemas de Wilde. La extrañeza que se erigía en el pantaloncito victoriano lo tentó a tocarse, pero el ruido de la puerta cancel de la casona, lo sonrojó hasta el infinito, despegó las manos del hecho y avergonzado corrió a su habitación.

Diez años después, sentado en un 145 de camino a su hogar, pensando el argumento para un complejo cuento de tres planos, el rebote del ómnibus contra las ariscas lomas de burro y las grietas propias del abandonado asfalto, forzaron el rozamiento en la zona de la bragueta. De forma incontrolable, su mástil le pidió izar la bandera. Observó a la hermosa persona sentada a su lado que leía un ensayo de Herman Hesse. Comenzó a transpirar, aquella edición bordada no tenía parangón con ninguna jamás vista. La incomodidad lo sobrevino aún más, teniendo que taparse la zona pélvica con el sobretodo, para poder bajarse sin levantar sospechas.

En 1955, ya maduro y famoso reposaba en el despacho. María estaba dando clases. Habían almorzado con vehemencia y le apetecía una siesta. Entre el cómodo sillón de cuero y la soltura que provocaba el agradable día de primavera, Jorge Luis dispuso resolver un crucigrama para conciliar el sueño. Mientras anotaba una palabra vertical de siete letras y se congraciaba por su velocidad, detectó la foto de Adolfo Bioy Casares sosteniendo un libro de cuentos suyo. Estaba que pelaba. Nada podía interrumpirlo esta vez, ese sueño postergado una, mil, infinitas veces. Finalmente conocería ese secreto mundo, las bajas pasiones humanas, el laberíntico e incomprendido mundo del goce.

La mano valiente recorría de forma maquinal el tronco, acelerando a medida que el maestro se concentraba en la foto y en los inmensos estímulos de su despacho. Inexperto en la cuestión y en la posición que se encontraba, es decir sentado y con la cabeza gacha, el afiebrado líquido blanco y espeso impactó de lleno en su ojo derecho, dejando grande rastros en el izquierdo.

Así, de la forma más vulgar, Borges comprendió aquel aviso intimidante de adultos represivos: quedó ciego por hacerse la paja.

 

Biografía

Thom Lahitte nació en el oeste del conurbano bonaerense en 1996 pero vive en Mar del Plata desde los 11 meses. Tiene 26 años y ejerce el periodismo en los portales La Tecla y Bacap. Bajo la forma de Thom Con Hache hace humor en redes, en Noches de Barrio (Vorterix MDP) o donde la necesidad lo convoque. Escribe desde que se acuerda.

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