Entretextos: Un himno de la alegría
En esta entrega de LA CAPITAL dedicada a autores locales, Martina Olivo trae un cuento con una historia donde se siente que la música se puede palpar.
Por Martina Olivo
La ventanilla le devolvía un camino borroso, un pedazo de su reflejo, de su labio medio fruncido, de sus ojos perdidos en alguna parte, veía algunas líneas de expresión que pronto serían arrugas indelebles en su piel. Los colores se entrecortaban, se pincelaban y solapaban al anterior. Casi que construían un color nuevo, formado por la presencia de todos. Aquel paisaje se pintaba de contornos difusos, como los cuadros impresionistas que hacía Vicente. Qué hermosos son. Pensó. Seguro en ese momento estaría pintando alguno, quizás se parecía a lo que Elena miraba por la ventana. Parecía que él mismo dibujaba a través del vidrio, con esa pincelada voraz. Lo sintió cerca, demasiado cerca. Vio en el reflejo su labio inferior, la curva se parecía a una sonrisa. Sintió su cuerpo vibrar, en el asiento de cuero y en el vidrio que temblequeaba contra su cráneo. Los doscientos kilómetros por hora estaban ahí, en su cabeza, en el aire, afuera, en el pasto que rebotaba, en los árboles que desaparecían, adentro, en el tren. El paisaje corría, era imposible mirarlo fijo. Cuando intentaba hacerlo las pupilas enloquecían y una arcada aparecía en su garganta, llegaba a su lengua y esparcía un ácido entre sus dientes y encías.
Elena sostenía una botella con agua, de un sorbo limpiaba aquél sabor amargo y recuperaba estabilidad. Y después otra vez, la vibración y el pasto enloquecido, el impresionismo, las pinceladas de Vicente en la ventanilla. Vicente. Aunque esa vibración también le inspiraba levantar sus dedos, sentía los acordes en aquel temblequeo y tocaba sobre sus rodillas la melodía que captaba con sutileza entre el bullicio uniforme. Mi, mi, fa, sol, sol. Repetía detrás de la sien y golpeaba con las yemas el asiento de cuero, sentía el piano adentro de su cuerpo quieto. Sentía la melodía tan adentro que soltó la botella al suelo y comenzó a mover las mano con velocidad, articuló los músculos de cada falange. Fa, mi, re, do, do. Elena sentía la música, el piano, la vibración, el arte a través de la ventanilla y le tocaba a Tomas, podía imaginar su risa aguda, su babero, la boca sopapeándole el pezón y su vómito espeso, lechoso, igual al que ella tenía entre los dientes. Lo sintió cerca a través de ese gusto ácido, de ese gusto que Tomas también tendría en la boca. Lo imaginó llorar, imaginó a Vicente limpiar sus labios chiquitos, casi como repulgues. Levantó la botella, tomó agua y gozó otros minutos de tranquilidad.
El tren frenó, Vicente y Tomas quedaron en ese vagón, en el paisaje de la ventana y en un fuerte gusto a vómito. Primero dejó su bolso en una pensión barata que había encontrado, después fue al conservatorio. Frente a aquel edificio se vio minúscula, casi del tamaño de Tomas. Elena miró ese atrio monumental por varios minutos, o varias horas. Re, mi, mi, re, re. Sus dedos se movían por inercia y se acercó despacio a la puerta. No supo si el temblequeo era el recuerdo de seis horas en tren, o si brotaba del terror que sentía por estar en el lugar que había esperado casi toda la vida. La inercia la empujó hasta un inmenso hall, fuera de escala, imaginado para alguna especie distinta, para seres más altos y corpulentos, quizás extintos. Imaginó personas altísimas caminar por ahí dentro, riendo, tocando música, conversando en algún dialecto incomprensible. Sintió el lugar más lejano, más antiguo. Más extraño.
Elena escuchó flotar el residuo de alguna orquesta, venía de una de las puertas de roble que estaban a la derecha. Se acercó hasta rozar la oreja y sintió cómo la madera le besó el cartílago. Jamás oyó algo así, temió, se preguntó si aquellos seres seguirían encerrados en el auditorio tocando su música. Mi, mi, fa, sol. La melodía volvía. Sus dedos estaban quietos, tenía terror de que alguien viese cómo deshonraba con sus manos mortales el prestigio de los acordes. Se acercó a un mostrador de madera, se paró frente a una mujer de apariencia humana, elegante pero sin gracia, apelmazada por aquel palier tan alto y oculta tras unos lentes redondos. Volvió a sentir esa inexistencia atroz, miró la mujer, tenía los ojos tan agazapados a los suyos que no se atrevió a inscribirse. Se desorientó, deseó escapar por la ventanilla del tren, pero no pudo. Ocupó el silencio e improvisó una desesperada búsqueda de empleo. De lo que sea señora, eh.
Elena caminó hasta la pensión, recuperó el aire y tamaño a medida que se alejaba del conservatorio. La puerta de su habitación era de la escala correcta, las paredes no estaban tan lejos y la cama parecía cómoda. Se acostó sin abrir las sábanas y trató de irse hacia algún cuadro de Vicente. Una vez ahí, entre tanto color, no pensó más en nada.
Se despertó con un pegoteo negro entre los ojos y con las comisuras untadas en una especie de pasta que había dejado un charco de saliva sobre la almohada. Pensó en el babero de Tomas. Pensó en los mimos que le hacía después de limpiarle la boca. Se enjuagó la cara, cambió su ropa y se marchó al primer día de trabajo.
Con el tiempo se acostumbró a perder tamaño unos metros antes de llegar al atrio y a recuperarlo una vez parada frente a la puerta de la pensión. Aprendió mucho de Aurora, una mujer vieja con olor a lavandina que parecía no tener ganas de escurrir más un trapo. Observaba sus dedos ajados, la ausencia de huellas en las yemas de la mujer. De alguna manera Aurora había perdido con el tiempo su identidad, avasallada por productos que despintaron su piel. Elena temió, no quería perder sus huellas, el tacto con el piano, o dejar de sentir la madera bajo sus dedos.
En pocos meses, cuando aprendió con eficacia a manipular la aspiradora, identificar pelos de mopas y clases de limpiavidrios, Aurora abandonó el conservatorio. Aquella mujer envejecida fue su mentora, la despidió con un abrazo tierno y la ubicó, junto a Vicente y Tomás, del otro lado de la ventanilla. Sintió envidia, Aurora recuperaría su tamaño para siempre al cruzar la inmensa puerta de roble.
Con el tiempo no le importó. Cambiaban su estatura por estar sumergida entre aquellos seres que hacían del ruido un arte divino. Pasaba horas fregando las puertas de los auditorios, capturaba con sus oídos todos los acordes que podía retener. Sol, fa, mi, re, do. Agazapada en el suelo, movía sus falanges y tocaba música, en silencio y detrás de la sien, sobre el agua y el detergente, sus yemas salpicaban burbujas que, según la melodía, le mojaban la pera o la frente. Do, re, mi, re. No se cansaba de salpicar, relucía el piso hasta terminar partituras enteras. Do, do. Entre la espuma, los veía a Tomas y a Vicente, de perfil, de frente, un trozo de nariz o de boca. Siempre los encontraba en alguna parte.
Entre acordes sobre el suelo húmedo pasó casi un año, y aunque sentía la música más cerca que nunca, necesitaba tocar el piano. Sus dedos no paraban de moverse, enloquecidos sobre el agua, aunque no le era suficiente. Mi, mi, fa, sol, sol. Esa tarde, frente a la mujer sin gracia, se anotó en la siguiente audición, que sería ese viernes por la mañana.
Elena se desilusionó con lo que sintió aquel instante. En dos días tendría lo que pensaba el momento más importante de su vida y lo transitaba con una solemnidad tan grande que enmudecía cualquier brote de ilusión. Fa, mi, re, do, do. Las notas se adormecían sobre los dedos, colgaban de las yemas y caían entre sus piernas. No sentía entusiasmo, observaba como del otro lado del vidrio, la música, las gotas de detergente, la cara Vicente, la puerta de roble.
El jueves por la tarde ayudó a limpiar a Sonia, la dueña de la pensión.
-¿Allá limpiabas?
-Tocaba el piano nomás ¿Lavandina también ahí?
Como no terminaron, Elena prometió que la ayudaría también el viernes por la mañana. Una vez más, se agazapó al suelo y entre la humedad del agua sintió el piano bajo sus palmas, las teclas flotaban sobre burbujas de detergente. Re, mi, mi, re, re. Sus yemas iban y venían, se desgastaban como las de Aurora. Mi, mi, fa, sol, sol, fa, mi, re. Las gotas estallaban revueltas en la espuma del balde. Miró adelante y sintió una multitud. Do, do, re, mi, re, do, do. Le tocaba a Tomás, le tocaba a Vicente. Elena no dejó de tocar.
Biografía
Martina Olivo nació en Mar del Plata. Creció junto a su familia, Carina, Paco y Julieta, en la ciudad de Mar del Plata, siempre cerca del mar y de su abuela María Rosa. Terminó el colegio secundario en el Instituto Peralta Ramos, en el año 2011 y se graduó en Arquitectura Urbanismo y Diseño en la Universidad Nacional de Mar del Plata, en el 2018. Trabajó junto a su padre y hermana en Olivo Estudio y formó parte del equipo docente del Taller Austral en la asignatura de Diseño Arquitectónico, hasta el año 2021. Escribe desde que aprendió a hacerlo, a los 6 años, cuando fue alentada por primera vez por su maestra de segundo grado. Su contacto con la escritura siempre fue de carácter lúdico, principalmente en formato de cuento, aunque en la actualidad trabaja en lo que sería su primera publicación. Transitó por talleres literarios de la Ciudad de Buenos Aires y por las instancias completas del Taller marplatense de Narrativa de Mariano Taborda y Emilio Teno. Hoy reside en España, en la ciudad de Valencia, y continúa disfrutando de la escritura.
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