Cultura

Es un buen tipo mi viejo

por José Santos

Martín de regreso a Morando Investement deja su maletín en su oficina. Luego pasa por el despacho de su padre, y acuerdan encontrarse en el Restaurant Hugg Peres. También lo cita a Pablo McCarthy, su compañero de área con quien desarrollaron juntos el mercado de futuros en Morando. Se conocen desde la universidad. Incluso se casaron en la misma época y comparten fiestas y aniversarios. Son tan parecidos que algunos incluso los suponen hermanos. Durante un descanso, los tres bajan al restó boutique Hugg Peres.

El edificio donde están las oficinas de Morando Investement está sobre Olavarría, en el centro comercial de Güemes, a unos quinientos metros del mar. En su vereda dos árboles, un plátano y un liquidámbar. Cuenta con cuatro plantas.

Martín al ingresar a Hugg Peres, pide un doble shot de expresso en un ristretto, y un sacramento con dulce de membrillo. Pablo pide un Aspergio. Una variedad de café que no hay. Pero sabe que es un código. Lo que pide y busca es cocaína. Cocaína que le permita mejorar sus rendimientos. Tomar decisiones efectivas y rápidas, día tras día, para que Burt Thomas no lo despida. Pero el resultado es inverso. Cada vez está más confuso, más irritado, menos lucido. Martín y Lorenzo eligen la esquina más distante, en uno de los sillones que dan a la calle. Martín ve sobre la vereda de enfrente un Nissan azul con los vidrios polarizados. Parece estar sin ocupantes.

– Estás cansado.

– No pegué los ojos en toda la noche, papá.

Cuenta sucintamente la foto y la pelea con Sofía, la caída, el golpe y la tomografía. Nunca menciona el tumor. No quiere asustar a su padre.

– Hay que avisarle a tu tío Hilario. Que te revise.

– Ya pasó papá… y el tío es pediatra y sobre todo, no quiero que me recuerde ninguna anécdota de mi madre.

– ¿Cuándo vas a dejar en el pasado a tu madre?

– Es lo que más quisiera, papá. Eliminarla de mi cabeza. Pero el tío siempre se empeña en hablarme de su hermana.

Para cambiar de tema, Martín retoma la cuestión de la foto.

– Dejando incluso quien pudo hackear mi mail para mandarle esa foto, no puedo entender los motivos ni el por qué. Siente un dolor sordo sobre el oído, una bronca contenida que le impide pensar con claridad. Pablo retorna del baño. Su padre unta una tostada con queso crema, mientras lo mira de reojo. Mide largamente el comentario de su hijo, e insiste:

– Seguro que no te acostaste con esa mina, ¿cómo se llama…?

– ¡Una gitana hermosa!- Acota a gritos Pablo McCarthy. -Tiene una voz preciosa y un cuerpo perfecto.

– No es gitana, es húngara, se llama Annalisa-. A la vez que arquea las cejas para agregar. -Apenas la conozco. Martín miente, la voz le tiembla.

– Hermosa es poco. Pero tiene un par de defectos, es inteligente y ambiciosa -interrumpe Pablo sin dejar de comer su sándwich de pollo tostado, agrega:

– Te digo más Lorenzo, esa chica es la hermana rebelde de un cliente.

Ahora el que se apresura en interrumpir es Martín:

– No pasó nada, papá. Ni siquiera está en la Argentina. Es cantante de blues, grabó un disco y se fue a Perú, pero no pasó nada.

Martín se da cuenta de que subestimó la relación con Annalisa, e incluso, que la subestimó a ella. Siempre le resultó extraño que de boca de Annalisa solo hubiera palabras de agradecimiento o de satisfacción. Acostumbrado a no terminar las oraciones, a que Sofía siempre quede con la razón. Día a día, le crecía el gusto por dejarse llevar, por ir más allá de los límites de la rutina. Hasta que pensó en Annalisa en perspectiva de relación duradera. Entendió que no podía. Que no debía. Abandonar a Sofía era alejarse de su hijo Francisco y ese es su límite. Annalisa siempre lo supo. Tanto, que ella planteó marcharse. Liberado de tener que resolver, aceptó calladamente la decisión de Annalisa.

Pablo lo vuelve a sumar a la conversación cuando interviene casi a los gritos, para detallar una hipótesis alocada y delirante. Mientras lo hace, Martín mira a su padre, Lorenzo, mira sus gestos, sus modos. Ya tiene 62 años pero su físico es firme y musculoso. Siempre se ve elegante. Incluso sus arrugas, sus canas incipientes, le sientan bien. Es su inspiración y modelo. Ve lo que siempre vio, un hombre de trabajo, honesto y fiel a sus principios. Sabe y se da cuenta de que algo sucedió en algún momento. Ahora mismo, no sabe cuándo ni por qué. Todos, incluido su padre, creen que Martín es una versión mejorada. Por eso le mintió. Lo ama tanto que no se permite decepcionarlo.

Mientras Pablo discute su hipótesis delirante con Lorenzo, Martín, recostado en el sillón, escribe y envía varios mensajes a Sofía.

– Sos el sentido de todo, escribe en el último mensaje que envía.

Pablo termina su sándwich y con ello también concluye su hipótesis abruptamente.

– Discúlpenme, pero tengo cita con un cliente.

– ¿Te olvidas que tenemos la reunión de finanzas?

– Si, pero…no. Hoy no. Hoy no voy.

McCarthy deja los billetes sobre la mesa y se aleja caminado con prisa rumbo a su automóvil.

Lorenzo que ya terminó su café y sus tostadas, nota el ánimo retraído de su hijo y el temblor de su mano. Martín que parece estar hundido en el sillón, mira pasar el gentío por la vereda. Es temporada de vacaciones y hay mareas de gente cargando bolsas de los comercios vecinos. Fija su mirada en los movimientos de los turistas, aunque no comprende ni le interesan sus actividades. Lorenzo nota su abstracción, distingue los gestos de su hijo, dice:

– Thomas nos tiene acorralados ¿no?

– Si. Creo que sí.

Martín se olvida de los turistas, paga la cuenta y vuelve a Morando caminado junto a su padre. Llegan hasta la Plaza del Agua. Del Nissan Azul descienden dos hombres, con lentes oscuros, que se apresuran en seguir sus pasos. Los dos van armados. Lorenzo lo toma del hombro y analiza el escenario, le dice:

– Los bolsos son cada vez más grandes. Diez o doce kilos. No se puede blanquear tanto sin terminar lleno de mierda.

– La mierda se huele a kilómetros. Thomas da asco.

– Te guste o no, es el jefe.

– Si. ¿y qué? No tengo vocación para obedecer a imbéciles.

Lorenzo evita debatir. Para distenderlo le habla del programa de saltos de paracaídas de mañana. Martín se entusiasma y cuenta que el traje de alas de aire presurizado, que consiguió el mes pasado, tiene dificultades para adaptarlo.

– Mañana saltaré con mi paracaídas de siempre.

Lorenzo cuenta las figuras que planificó para la caída libre. Martín se ríe, le parecen demasiado pretensiosas, pero su padre insiste que no son imposibles. Sobre eso siguen hablando, cuando retoman el camino hacia las oficinas, Martín recibe una llamada. Saluda a su padre, le pide que se adelante. Es Annalisa. Hablan, después Martín le pregunta:

– Es un plan muy difícil, pero ¿cuento con vos?

Annalisa dice:

– Es todo muy difícil. Y además está mi hermano, sé que mandó a su gente a vigilarte. Martín, no necesito repetir que sos lo mejor que pasó en mi vida. Pero esto que me decís, es una locura total. No puedo darte una respuesta.

Antes de que pueda decirle algo, Annalisa finaliza el llamado. Tiene razón, es una completa locura. Martín continúa caminado por Güemes, mimetizado entre turistas que van y vienen. Martín no repara que es seguido por los del Nissan azul. Camina, desorientado, solitario y sin rumbo, dentro de su laberinto, en conflictos con Sofía, persecución en Morando, Annalisa en Perú, decepcionado a su padre. Quizás solo deba esperar que el tumor cerebral lo mate. Sería una elegante salida.

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