Cultura

Fiebre de sábado por la noche

por José Santos

El chantaje de Augusto despierta la furia en Betty Blue, que hace estallar su vaso de pisco, ante la mirada silenciosa de León Quispe. Annalisa, está en su escenario, por su hermano, un comandante de la organización en la zona de Iguazú, la Triple frontera de Paraguay, Brasil y Argentina. Betty Blue, maldice, vuelca el contenido de un tubo de ensayo sobre la mesa. Se mete un pase largo y sale desencajada hacia los vestuarios. Cuando Annalisa se asoma en la puerta de su camarín, es Betty Blue misma la que dice:

– Te quiere ver alguien… -hace un chasquido de disgusto con su boca- al que le debo un favor. Su nombre es Augusto Valdivia.

La morena se ve esbelta, con los músculos de sus piernas asomándose bajo la redondez, con sus glúteos firmes, sólidos. La escucha sin sacarse sus tacones altos, mirándola de costado, a la vez que deja caer su vestido platinado.

– Y yo a ti Betty Blue, también te debo un favor, por darme tu escenario. Así que, cuenta conmigo, aquí estoy. Que venga.

Betty Blue no se mueve. Se frota la nariz. Se muestra contrariada.

– No vendrá. Te espera en la suite. Pero seré honesta contigo… – Betty Blue no quiere provocarle un enojo a Muqqadasi. Hace una pausa, gana la atención plena de Annalisa, que le fija la mirada, entonces agrega: -Definitivamente, aunque me harías un favor, no creo que debas ir.

– Iré, dice Annalisa.

O no entendió o no le importa. Deja caer su vestido, queda desnuda frente al espejo. Abre sus piernas y arquea su espalda para acercarse a su reflejo y componer su maquillaje bajo las luces led que la iluminan. Desde la puerta, Betty Blue puede ver con detalles, su cuerpo de líneas sensuales. Ve la cintura perfecta y estilizada, que hace muchos años, ella mismo tuvo. Reconoce en esos muslos la redondez justa. Como además, la tiene de perfil, nota que sus pechos poseen en su lado inferior un semicírculo perfecto, y en la superior, una línea recta que termina en sus pezones rosados. No puede abstraerse de envidiarla. Imagina disfrutar esa piel suave y tibia, cuando Annalisa pregunta:

– ¿Por qué dices que no debería ir?

– Es el hermano del Big Boss, Umberto Valdivia. Y eso le da impunidad, es impulsivo y prepotente… -parece que irá a decir algo más, pero deja inconclusa la frase.

Annalisa sigue frente al espejo. A la vez que la contempla, Betty Blue recuerda que se comprometió a Muqqadasi a proteger a su hermana. Pero eso fue antes que Augusto se enterara de sus negocios con Dallys Sotelo en Mar del Plata y de que, en consecuencia, sufra este patético chantaje. Tan solo si tuviera el modo de aplastar a Augusto, sin que Umberto ni Ticher Huaman sospecharan, lo haría con gusto. Pero no hay forma de hacerlo, y ahora su vida misma corre riesgos. Nota que la muchacha ajena a todo, parece ser indiferente a las advertencias, de modo que agrega un tibio comentario.

– Le gustan los juegos extraños. A veces se pone sádico…

Annalisa le sonríe, muestra sus dientes blancos nacarados. Se arregla su pelo enrulado, dejando que cuelgue por su espalda.

– Lo manejaré.

Betty Blue siente alivio cuando acepta la invitación de Augusto. En todo caso, hizo su trabajo. Ya le advirtió. No obstante, ante los ojos de Annalisa, intenta mostrarse mortificada.

– Cuídate. Es un muchacho poderoso y arrogante. No quiero que te lastime –. Y agrega: -Este engreído no deja de ser un maldito eyaculador precoz. Créeme, ni su propio hermano lo soporta.

Betty Blue piensa que alguien debería impedir esta cita, donde algo o todo saldrá mal, pero no es ella. En el camino de vuelta del camarín a su oficina, Betty Blue decide pasar por la suite de Augusto. Está entregando una oveja al matadero, pero lo justo es enemigo de la supervivencia. Le molesta conceder a Annalisa, y también le molesta tener que ceder ante el chantaje de alguien inferior en la organización.

Cuando Annalisa se queda sola en el vestuario, se pregunta por que accedió. No es un arrebato de mujer despechada. Aunque se siente sola y desamparada, debe comenzar a vivir su vida. Dejar atrás a Martín. Elegir sus caminos y tomar sus decisiones. Quizás esto sea un error. Si es así, le servirá para aprender. No lleva buenos tiempos desde su separación de Martín. Lo extraña. Lo ama. Pero ahora mismo solo quiere huir hacia adelante. No vivirá dentro de una jaula de cristal. Con miedo no llegará a ningún lado, piensa, mientras se aplica una fina capa de rouge que resaltan las suaves curvas de sus labios.

La suite donde espera Augusto se divide en tres amplias secciones. La principal tiene una cama queen size, sobre una plataforma circular giratoria donde Augusto terminó de disponer un estuche de cuero de alce, repleto de jeringas de vidrio, agujas descartables y otros utensilios. Sobre la mesa de luz dispuso la heroína que le obsequió Betty Blue. Un segundo sector contiene un dispositivo de audio. Suenan los Bee Gee, con un efecto dimensional que transporta a una pista de una disco de los años 70. Enfrente un amplio sofá estilo renacentista negro. Y por último los sanitarios, dividido en dos duchas y un yacuzzi. Desde el ventanal se divisa el resto de la ciudad. En la mesa ratona, fraperas con dos Dom Perignon. Augusto sonríe satisfecho. Disfruta arrastrar a sus pies a la amante de su hermano. Abre su maletín. Extrae un par de esposas. Saca un estuche metálico y toma un bisturí de acero quirúrgico que lo calza en el mango portador. Una vez calzado, roza con el bisturí su propio antebrazo. Le sabe tan bien, que debe cerrar sus ojos, para captar el placer que da el acero lacerando la carne. Repite la maniobra. Respira hondo. No puede contener su impulso de hundírselo en su carne tibia hasta que brota un hilo minúsculo de sangre. Frota la punta del bisturí sobre el dorso de su lengua. El gusto salado le dispara un chispazo de erección. Guarda el porta bisturí en su estuche.

Busca una caja de píldoras. Toma dos azules y se las bebe juntas con un trago de champagne. Se siente listo para la acción. Fiebre de sábado por la noche suena en los parlantes.

Lleva una campera de cuero corta sobre su camisa negra, que muestran una cadena gruesa de oro en su pecho. Pantalón ajustado blanco y mocasines negros. Parado de perfil a la pared espejada, contempla su pie desplegado y su brazo izquierdo extendido, a la vez que flexiona su codo derecho. Ahora solo le resta completar la coreografía de Tony Manero con movimientos de cadera. Se desplaza de un lado a otro, tarareando la canción con movimientos de baile.

Golpean la puerta. Acompañada por Betty Blue, aparece Annalisa, que ha cambiado su vestuario. Vaya que luce bien. Lleva un vestido rojo, de raso, corto y con botones abrochados hasta el ombligo. Hacia arriba, se insinúan sus pechos turgentes. Después de la presentación mínima en la que Augusto trata con displicencia a Betty Blue, la invita a retirarse y de inmediato le da la espalda.

Betty Blue, enfurecida y antes de abandonar la suite, reconoce sobre la cama, el composé de heroína, esposas y portabisturí. El juego macabro de Augusto traspasa los límites. Pero también sabe las consecuencias de que Ticher Huaman sepa el paradero de Dallys Sotelo. Atrapada, sabe que no puede salvar a Annalisa de ese degolladero.

Augusto la desafía en su cara y en su cabaret. Él la ve vacilar en la puerta, entonces, deja a Annalisa que camina mirando embobada la decoración de la suite, ajena al escenario perverso y fatal frente a sus ojos. Augusto toma a Betty Blue y la arrastra hasta el pasillo. Pasa su dedo por su lengua y luego, lleno de saliva se lo hunde en la boca a Betty Blue, que se lo quita con asco. Augusto le susurra:

– Si escuchas quejidos y gritos, no te metas. Tranquila. Será tu perra chillando de placer.

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