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Deportes 17 de marzo de 2020

Fischer-Spasski, dos cerebros en pugna: a 60 años de la partida histórica que jugaron en Mar del Plata

Fischer y Spasski, en otra de sus históricas partidas.

Por Nicolás Martínez Sáez

Antes de que el norteamericano Robert James Fischer, conocido como Bobby, venciera en el campeonato mundial de ajedrez de 1972 al soviético Boris Spasski, ambos estuvieron frente a frente, en la ciudad de Mar del Plata, en la primavera de 1960. Desde la victoria mundial del Mikhail Botvinnik en 1948 en La Haya, el poderío incontestable ruso en este juego sólo se acrecentó. Fueron años de un carrusel ruso que terminó coronando, en el trono mundial, a Spasski en 1969.

En la partida marplatense el joven Fischer, de 17 años, fue destrozado, con un gambito de rey, por el todavía no consagrado Spasski. A partir de allí, Fischer comenzó su ascenso como jugador y con los años, cada vez que podía, anunciaba a los cuatro vientos: “Todavía me queda por resolver esta cosilla que tenemos pendiente yo y Spasski”.

A diferencia de la formalidad de Spasski, Fischer concurría a los torneos con zapatillas, jeans, remeras arrugadas y el cabello desaliñado. Una anécdota cuenta que no pudo ingresar al Casino de Mar del Plata por no usar saco hasta que su colega argentino Miguel Najdorf le prestó uno. En su libro “Campos de fuerza”, el crítico literario George Steiner señala los paralelismos interesantes en las vidas de Fischer y Spasski: ambos se criaron con sendas madres de fuerte personalidad, experimentaron la soledad, el desplazamiento y las angustias maternas en su más tierna infancia. Con un padre que había desaparecido, el niño Fischer gritaba y lloraba todo el día, y su hermana, que no podía aguantarlo más, le compró por unas monedas un juego de ajedrez.

Los enfrentamientos entre Fischer y Spasski eran parte de la Guerra Fría.

Los enfrentamientos entre Fischer y Spasski eran parte de la Guerra Fría.

El niño no sabía que era un juego que podían jugar dos personas, así que jugaba contra sí mismo. A los cinco años, en una habitación miserable del Bronx, entonces el barrio más pobre de Nueva York, Bobby Fischer era ya el mejor jugador de ajedrez del mundo. Steiner señala que treinta años más tarde tuvo el privilegio de conocer a Spasski en la partida que jugó con Fischer en 1972 y que allí Spasski le confesó: “Para él yo no existo”.

En el match por el campeonato mundial de ajedrez celebrado en Reikiavik, Islandia, en 1972, ambos jugadores se enfrentaron durante 21 partidas. Estas estuvieron llenas de tensión y manías persecutorias. Era la Guerra Fría, Fischer desconfiaba de los servicios secretos de la URSS y llegó a quitarse las amalgamas de su dentadura por temor a que le hubieran ocultado algún diminuto transmisor. Los caprichos y comportamientos ególatras y despóticos de Fischer ponían a prueba la paciencia de los organizadores: el sillón, los ruidos, las luces, el tablero, etc., todo se convirtió en problemático para el desarrollo de las partidas.

Tanto el presidente estadounidense Richard Nixon como su secretario de Estado, Henry Kissinger, se pusieron en contacto con Fischer para animarle y comunicarle su especial interés en que venza al soviético: su triunfo sería el triunfo simbólico del capitalismo sobre el comunismo. Así pues, luego de dos meses, el norteamericano Fischer derrotó a Spasski acabando con 24 años de hegemonía soviética.

El triunfo de Fischer fue, en verdad, el triunfo del ajedrez. A partir de este evento se despierta una fiebre ajedrecística, una emoción pública que pone a este juego abstracto y totalmente cerebral en los titulares del mundo entero, en artículos y programas de divulgación. Fischer solía repetir que para él el ajedrez “lo era todo”. Se empezó a convertir en una leyenda viviente, se autoproclamó “Campeón del Mundo Libre” y hacía gala de su poca formación cultural. Así, cuando alguien le habló de Napoleón, Fischer contestó: “¿Napoleón? Yo nunca jugué con él, ¿qué torneo ha ganado?”. Para Fischer, el ajedrez no era como la vida sino que el ajedrez era la vida. Luego de convertirse en campeón y quizás por miedo a ser derrotado, desapareció de la vida pública y nunca más quiso volver a jugar en una competición oficial.

Los jugadores de ajedrez en Mar del Plata, hace 60 años.

Los jugadores de ajedrez en Mar del Plata, hace 60 años.

Steiner considera que solamente en tres de las dedicaciones a que se entrega el ser humano –matemáticas, música y ajedrez- se logran resultados creativos antes de la pubertad. Una de las notas que comparten estas tres actividades es que no son verbales, parecen depender de la combinación, de relaciones sumamente abstractas y de un énfasis muy especial en las agrupaciones espaciales. Así, explica que las soluciones a un problema matemático, la resolución de una discordancia musical o la generación de una posición ganadora en el ajedrez son liberaciones de tensión tales que permiten lograr una postura eficaz y armónica.

Otra nota que comparten estas tres actividades se halla en el orden neurofisiológico ya que en todas ellas se da una participación de zonas de la corteza cerebral enormemente poderosas, pero especializadas al máximo y que incluso pueden desarrollarse aisladamente del resto de la psique. Los matemáticos, los músicos y los jugadores se desviven por la culminación de una empresa humana que es en definitiva trivial. En ocasiones, señala Steiner, esta especial habilidad crece a expensas de prácticamente todos los demás recursos de la personalidad. Quizás este fuera el caso de Bobby Fischer.

En una de sus últimas apariciones públicas, luego del ostracismo mediático y en una entrevista radial para una audición filipina, Fischer celebró los atentados terroristas a EEUU del 11 de septiembre de 2001 al calificarlos como “noticias maravillosas”, manifestó su ferviente admiración por Hitler y el nazismo y tenía pleno convencimiento de que el Holocausto judío nunca había existido. A poco de la muerte de Fischer en el 2008 por insuficiencia renal, el filósofo de la ciencia Martin Gardner lo dijo con todas las letras: “Lo genio no quita lo imbécil”.