Cultura

Historias de Barrio: Agnelottis

Todo lo que aprendió la tía Consuelo, desde aquel matrimonio tan insulso.

Por Enriqueta Barrio (*)

 

 

La tía Consuelo había tenido uno de esos matrimonios tan comunes por esos años.

Se habían conocido jóvenes, se habían mirado con simpatía y se terminaron casando sin mucho más para contar.

Ella nunca lo vio desnudo, aseguraba con cierto orgullo pudoroso y agregaba “Salvo cuando le salió un forúnculo en la entrepierna y yo lo tuve que curar con Espadol, haciéndole compresas con agua tibia, hasta que se le fue la podredumbre”.

Y tampoco él la había visto desnuda a ella, jamás.

-Y cómo lo hacían?– preguntábamos nosotras con la curiosidad adolescente.

-Así, juntando cosa con cosa y listo- simplificaba con una lógica que desconocía la educación sexual.

Aseguraba que no habían sido muchas veces tampoco y que durante los embarazos ni la tocaba; lo que para ella era una bendición, porque “era muy pesado como para tenerlo encima estando en estado”.

La mejor parte de su matrimonio con Humberto, que así se llamaba, había sido convertirse en viuda joven, a los cuarenta y tres. Y se reía al decirlo, con esa risita de ardilla, cerrando los ojos que se le convertían en dos rayitas y sacudiendo el pecho amplio de matrona.

Sacaba del bolsillo del delantal un pañuelito estrujado con el que se secaba las lágrimas de risa y seguía con sus quehaceres. Porque Consuelo no paraba nunca: siempre tenía una camisa que planchar, unas medias que remendar, una torta que hornear, unas macetas que regar.

Era incansable, y sorprendía ver cómo de ese cuerpito pequeño podía salir tanta energía. Cuando ya todos la daban por viuda que viviría de la pensión, sorprendió alquilando un localcito a la vuelta de la casa para poner una fábrica de pastas.

La Estación, así la llamó por ser hija de ferroviario, impresionaba por su simpleza: piso de largos listones de madera, azulejos blancos cubriendo las paredes y colgando del alto techo un tubo fluorescente. Una heladera con las puertas de gruesa madera lustrada hacía las veces de mostrador. Tras esta, una pequeña tarima de madera para que Consuelo cobrara altura.

Un enorme porta rollo de acero labrado servía de sostén al papel encerado y al hilo sisal con que envolvía los agnelottis, los ravioles y los canelones, lo que hacía mientras daba los consejos de cocción: “Ni bien suben, los saca con espumadera”.

Le encantaba su trabajo y solo cerraba los lunes, día que aprovechaba para visitar a los hijos. Un día nos sorprendió a todos con la novedad: se casaba. Nadie le había visto novio ni se le conocía vida social fuera de la fábrica de pastas.

Sin embargo, se sacó el anillo de viuda y le encaró con decisión al matrimonio con Don Francisco, el que le proveía de muzzarella. Un buen hombre, de pelada lustrosa y viudo también.

Hicieron una gran fiesta en el club del barrio y, mientras bailaba el vals de Strauss, descalza por el fragor de la danza, me dijo guiñándome un ojo: “A este sí lo conozco desnudo” y largó al viento su risita de ardilla, con los ojos llenos de lágrimas de risa.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com, en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.

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