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Cultura 29 de octubre de 2020

Historias de Barrio: Alberto

Entre polémicas superficiales y rutinas de medio pelo, la vida Alberto, un taxista y ex Suboficial de la Marina. Y cuándo estrenó esos zapatos nuevos.

Por Enriqueta Barrio (*)
Alberto era el típico que se prendía en todas. Medio pelado, lo que le quedaba de pelo era con rulos pequeños, que con la humedad se ensortijaban, sobre todo en las patillas, (“crespito” hubiera dicho mi abuela), dándole un aire simpático y juvenil; lástima que era una época en la que, sobre todo los varones, no pugnaban por parecer más jóvenes, al contrario. Todos querían apurarse para verse como tipos ya hechos; sería sorprendente ver hoy a un tipo de cuarenta años de ese tiempo, nos parecería un viejo.

Con los pinzados sostenidos por un cinturón que desaparecía bajo la panza, mocasines y una camisa con mangas tres cuartos, de esas con bolsillo en el pecho del que asomaba un estuche de anteojos y una birome. De rasgos comunes y sin gracia, no era ni buen mozo ni feo en particular. Suboficial de la Marina que, como todos, estaba retirado desde muy joven; eran como los jugadores de fútbol, se les terminaba la carrera a los treinta y pico, cuarenta tal vez.

Una vez salido de la Fuerza, se compró un Peugeot 404 y se hizo taxista. Pero como la jubilación de los militares en esa época era muy buena, lo hacía más como hobby y para no aguantar la cara de Consuelo, la mujer, que como fuente de ingresos. A eso de las diez y después de unos mates en camiseta musculosa blanca, se afeitaba, se vestía, le pasaba una franela a los mocasines que se ponía con un calzador que guardaba en el cajoncito de la mesa de luz y sacaba el taxi del garage. Para arrancarlo esperaba que se pusiese rojo el interior de un coso redondo de acero lleno de agujeritos, que solían tener los gasoleros en el tablero. Al ponerlo en marcha largaba una tos violenta de humo negro, y después lo dejaba regulando un rato, haciendo ruido de trituradora de maíz y llenando el garage de olor a combustión. En ese momento aprovechaba para saludar a la mujer y recomendarle que no hablara mucho por teléfono, que después había que pagarlo.

Todos los días le hacía la misma recomendación, sin esperar respuesta, desde que una vez, veinte años atrás, llegó de improviso y la encontró hablando con su madre “pavadas, nada importante”, cosa que repitió toda la vida frente al que estuviera a mano, ante la indignación muda de ella. Era el mejor momento del día para ella, que no había perdido la costumbre casi infantil de pegar un pequeño salto de alegría al escuchar doblar el auto en la esquina. Abría las persianas, prendía la radio fuerte y salía al jardín a ocuparse de las plantas.

Tenía ciruelos, perales y manzanos; unos rosales que eran la envidia de las vecinas, plantados a cierta distancia uno de otro, aislados del pasto por unas zanjas redonditas que se encargaba de emprolijar casi a diario. Eso era para Consuelo la felicidad y realmente se lo pasaba muy bien en las mañanas, envuelta en un deshabillé matelaseado y con los ruleros atrapados en la redecilla.

Alberto ya estaba para entonces chamuyando de lo lindo con los compañeros de la parada, que siempre tenían alguna polémica nueva, siguiendo el ritmo que marcaba la televisión. –Eso ya lo dijo Yacobson, afirmaba discutiendo acaloradamente en un corro de cinco o seis tacheros- lo escuché, lo explicó muy bien Yacobson, mucho mejor de lo que te lo puedo explicar yo ahora, por algo está en la televisión Yacobson y no vos, por algo será. El interlocutor de turno levantaba temperatura y explotaba: -Pero quién carajo es Yacobson? ¿Quién es Yacobson, es Dios, el Papa, quién es para andar “aaaah, siiii, lo dijo Yacobson, silencio que habla Yacobson!!!!”

Y así se pasaba la mañana, cafecito de por medio, algún viaje a las perdidas, polémicas infructuosas, volver a la casa a almorzar y dormir la siesta. A eso de las cinco salía recién bañado de nuevo, pero esta vez con una corbata y saco de traje en el baúl del taxi y la billetera ajustada con una bandita elástica un poco más cargada: todos los días la Casa de Piedra lo esperaba, le gustaban los dados. Así y todo era bastante controlado, y, sin haber hecho fortuna, nunca faltó nada en su casa ni se vendieron cosas por la timba, como pasaba en otros familias.

El chalecito peronista con el frente en color crema y techo de tejas siempre estaba impecablemente mantenido, el taxi lustrado y ellos bien vestidos, sin lujos, pero bien. Alberto y Consuelo fueron a Paraguay en la época del todo importado, en un viaje económico en el que subían río arriba en un catamarán que resultó demasiado para el estómago de ella, que tuvo que permanecer casi toda la travesía encerrada en el camarote vomitando.

Mientras, Alberto les daba cátedra a un par de norteamericanas, creyendo que si hablaba fuerte y como hablan el español los gringos, ellas lo entenderían. “Ouuuh, decía a todo volumen, losss pájaros, mira, mira, colores verdes, co-tooo-rraaass” señalando un pañuelo verde que una tenía al cuello y creando una gran confusión.

Ellas sonreían y asentían con la cabeza para no ser descorteses, y Alberto se sentía estimulado para seguir describiendo el entorno que estaba a la vista. Más lo escuchaba Consuelo desde el camarote, más vomitaba. Volvieron con televisores, jugueras, tostadoras y perfumes de imitación. La mayoría de las cosas no las pudieron hacer andar nunca, porque el sistema eléctrico era diferente en Paraguay y no había transformadores para esa energía.

Fueron a la plaza a festejar el inicio de la guerra de Malvinas, y Alberto estaba exaltadísimo, quería a toda costa que lo llamen para ir al sur, aunque costaba imaginarlo con esa panza en la trinchera. Un mediodía llegó a la casa con una caja de zapatos de Calzados Bescós y le mostró orondo a Consuelo: “Mirá lo que me compré para ir a las Malvinas”: eran unos tamangos elegantes, de vestir, lustrosos, con unas ondas caladas en el cuero y suela ideal para bailar un vals en un casamiento.

Consuelo apenas los miró y le dijo “No creo que te llamen”, mientras se ilusionaba con quedar viuda de un héroe de guerra, abriendo el telegrama que le anunciaba la fatídica noticia. Y no lo llamaron. Pero estrenó los zapatos el día que quedó viudo, patinando en el barro del cementerio mientras despedía a Consuelo sin una lágrima, contándole a los compañeros de la parada la parrilla en la que había comido el domingo, en la ruta a Mechongué, entrando por el camino viejo.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected] y en Instagram: @soylaqueta



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