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Cultura 20 de agosto de 2022

Historias de Barrio: Amelia

Una mujer que parece un fantasma, de mirada acuosa e infinita.

Por Enriqueta Barrio (*)

 

 
Ella era una persona así, cómo explicarte… triste.

Una chica triste.

Tenía en la mirada la pincelada permanente de la tristeza, dándole esa textura acuosa y esa profundidad infinita.

La piel blanca y salpicada por algunos lunares débiles, tal cual te imaginás la piel de las personas tristes; la gente morena, en cambio, suele ser más alegre… Ella, de pequeña, era una niña de casa; acostumbrada a medias tres cuartos y zapatos Guillermina, que nunca había trepado a un árbol ni se había raspado una rodilla.

Pelo llovido, ralo, de un castaño apagado… hasta las manos se movían tristemente, con dedos largos y débiles, que ponían su pelo atrás de la oreja con languidez.

Tuvo sus años en que fue un poco gordita, rellenita mejor dicho. Ay, ¡cómo se mortificó Estela, la madre, cuando la vio en bombacha a eso de los once años!... No pudo (ni quiso) disimular su decepción y cierta repugnancia al verla salir de la ducha. Y en esos dos rollitos que le salieron en la espalda, puso toda la causa de la tristeza de la hija.

¿Cómo no iba a estar triste una chica con siete kilos de más? ¿Quién puede ser feliz viéndose la panza saliente de perfil?, razonaba en su lógica, mientras le ponía una manzana a la nena en su mochila, que ella regalaba a los pájaros en el patio de la escuela.

Salió corriendo a buscarle una nutricionista, que le enseñó que se come menos cuando el plato es más chico y que comer cosas de diferentes colores es divertido, a dos lucas la sesión.

Y Amelia, que era triste pero no boluda, no le hizo el más mínimo caso.

Llenó sus bolsillos de bocaditos Pleno, bebió botellas enteras de Leche Cindor y se compró sándwiches de miga cuando la mandaban a hacer los mandados sin ningún reparo. Estela no entendía cómo su hija seguía engordando, a pesar de su esmero en hacerle todos los días sopa de verduras; y tampoco entendía cómo las cosas de almacén habían subido tanto de precio, ya que los vueltos venían cada vez más exiguos luego de los mandados.

Cuando Amelia pegó el estirón volvió a su contextura física habitual, pero siguió siendo triste, para el desconcierto de su madre, a la que se le quemaron los papeles, optando por olvidarse del tema para siempre.

Hay mucha gente que toma una postura triste por snobismo, lo hacían las películas francesas de los 70 (“Bon jour, tristesse”) y lo hacen algunos chicos pálidos de Palermo. Pero Amelia era distinta, no era una postura o una actitud para los otros, no, era así, triste, quéselevacer.

Entró a trabajar en la fábrica de discos de empanada y pascualina a los dieciséis, un año después de abandonar la escuela por haberse quedado libre de faltas.

Dormía hasta el mediodía, picoteaba algo, veía la novela y salía corriendo a trabajar; estaba a cuatro cuadras y llegaba en seguida. Eran cinco empleados por turno, el establecimiento repartía a pequeños comerciantes de la zona. No era mal laburo, nadie la molestaba, podía irse de su casa todo el día y no escuchar a su madre, en fin, pura ganancia.

Al principio le hicieron los compañeros algunos chistes subidos de tono como para tantearla, a los que ella respondió con indiferencia. Se aburrieron entonces y no la molestaron más.

No le interesaba establecer vínculo con nadie, ni hablar ni que le hablen. La gente en general le resultaba fastidiosa y carente de interés.

Su madre, con los años, se envició con las máquinas tragamonedas del casino a las que llamaba cariñosamente “la monedita”. Cobraba la jubilación y alrededor del día quince ya había perdido todo. Amelia le compraba los puchos hasta fin de mes sin quejarse y compartía con ella lo que comía, generalmente tartas que hacía con las tapas rotas que traía de la fábrica.

Los fines de semana dedicaba un buen rato a frotarle limón en las yemas ennegrecidas por las monedas en los dedos de su madre y en ponerle colirio en los ojos que se ajaban y enrojecían por la agresividad de las luces de las máquinas de juego. Era increíble ver cómo se deterioraba su salud corroída por vicio, el cigarrillo y el sedentarismo de todas esas horas pasadas a la sombra y con ese ruido maniático.

La vio encorvarse y perder contacto con la realidad, como si lo único importante fuese ver si coincidían las cerezas en la pantalla y el aparato que escupía las monedas como si fuesen mucho dinero, pero en realidad era el equivalente a un atado de cigarrillos.

Hasta que un día la llamaron a Amelia a la fábrica para informarle que su madre había tenido un infarto masivo en la sala de espera del casino y que, a pesar de haber hecho todos los esfuerzos de reanimación posibles, la señora había pasado a mejor vida. Esas fueron las palabras de la informante al otro lado del teléfono y que quedaron para siempre grabadas en su cabeza.

La veló y enterró sola, sin parientes ni amistades de quien recibir las condolencias, y solo una vecina le tocó el timbre para murmurar unas palabras de consuelo que no cumplieron su objetivo en lo más mínimo, fundamentalmente porque no había tristeza que consolar.

Ese permanente estado de ánimo de Amelia, que la acompañó toda su vida, hizo que las verdaderas penas que tenemos las personas, pasasen en ella como obviedades intrascendentes. Lo que la hubiera alterado quizá hubiera sido una alegría repentina, una sorpresa emocionante, una voltereta del destino para el lado de la justicia.

Pero no hubo caso, che.

La vi ir y venir de la fábrica a su casa hasta que se jubiló, a la misma hora y en el mismo tren.

La persiana del living permaneció baja para siempre, la pintura del frente de la casa se fue descascarando con la lluvia y con el viento, el cabello de Amelia encaneció de a poco hasta platearse totalmente y la alegría nunca pasó por su vida.

Solita vino al mundo y solita se fue, sin haberle sentido el gusto a la cuestión, sin que se entendiera nunca el por qué de su presencia triste ni el de su ausencia vana.

A veces creo que solo yo la vi existir en el barrio, donde ya nadie la recuerda, como si hubiese sido un fantasma, para que escribiese sobre sus ojos tristes, hoy en esta tarde, llena de nostalgia.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.



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