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Cultura 18 de enero de 2022

Historias de Barrio: Carismáticos

La vida de un hombre común que quiere torcer su destino.

Por Enriqueta Barrio (*)

 

Era un hombre común, completamente común.

Ojos que no decían nada, boca de lo más común, frente olvidable, mandíbula difusa, cabello borroso, quizá, y poniendo mucha buena voluntad, podríamos decir que la nariz tenía cierto carácter… pero no, era una nariz simple, genérica, que podría haber estado en la cara de cualquiera y no desentonar ni llamar la atención de nadie.

Se vestía como un hombre común, no por decisión, sino porque no le quedaba otra: las pilchas que le hubiera gustado usar quedaban en él ridículas, grotescas, ilógicas. Había que resignarse a las camisas cuadrillé con manga tres cuartos en los colores más neutros que pudiese encontrar, a los pantalones un poco amplios, pero no demasiado, en fin, usaba lo que usan esas personas que pasan por delante de uno en la calle y a las que no ves.

No era ni flaco ni gordo, ni alto ni bajo. No tenía espaldas anchas de esas que invitan a la palmada estimulante, pero tampoco las definiría como espaldas angostas, de esas que llaman al abrazo protector, con lo cual quedaba en un punto muerto en el que no recibía ni compasión, ni estímulo, ni nada.

Es un plomazo luchar contra la naturaleza, suspiró.

Porque aquel que va por la vereda de enfrente, pensó mientras se apantallaba los ojos para poder definir bajo el sol incandescente, por ejemplo, es rubio y musculoso. Viste como surfista, tiene el pelo con sal de mar, piensa como surfista, le gustan las cosas que les gustan a los surfistas. Debe tener una novia parecida a todas las novias de los surfistas: rubia de pelo largo, bronceada y con linda cola. ¿Qué hubiera pasado si ese mismo muchacho que va de ojotas, tan seguro y resuelto, con la colorida camisa apenas agitada por la brisa hubiese nacido, por ejemplo, alérgico al sol? ¿Qué hubiese pasado con él de haber tenido una piel como la suya, lechosa y pecosa, a la que diez minutos en la playa de enero lo dejaban cual camarón? Seguramente el blondo deportista vería caer como un castillo de naipes todos sus deseos de vida. Ya no saldría con una rubia bronceada, ni andaría de ojotas por el centro. Seguramente cambiaría los gustos: ya no escucharía reggae, ni decoraría su casa con boludeces traídas de Nepal. Conservaría el cabello oscuro con el que nació y sus músculos no habrían alcanzado ese vigor tenso que hoy ostentan.

Es evidente, se dijo, que la vida de uno está condicionada por factores azarosos desde el día que nace. Recordó la mirada embelesada de la maestra de primer grado mientras Esteban Lavare sumaba en el pizarrón, con sus ojos azules y su naricita respingada, adornada con algunas pecas que lo hacían más tierno. La señorita Ofelia, que a él lo llamó todo el año por su apellido, un helado Reboredo. Ya desde ahí arrancábamos mal; la construcción de su personalidad fue coja, asustadiza y a la defensiva.

El tema es que él nunca se sintió un hombre común, para nada.

Se percibía elegante y refinado, de gustos exquisitos y aficiones elevadas. Culto, mundano y de modales logrados, con cierto aire displicente al mover las manos con cuidada afectación, un poco nomás, tampoco la idea es pasar por puto, pensó sonriendo. Inteligente, sagaz y ácido, percibía claramente la disonancia entre su exterior, su fachada, su presencia física y lo que él vivía por dentro. Era como estar encajado en el molde equivocado, prisionero de una primera impresión que calificaba de absolutamente errada.

Él no era ese que las personas tenían ante sí y al que apenas prestaban atención. No era un ser vencido por la vida como quería evidenciar la curvatura cansada de su espalda. No era aburrido y conservador como delataban las camisas cuadrillé y los mocasines, para nada; él era excéntrico y vanguardista, el tema era que las ropas excéntricas y vanguardistas le quedaban payasescas y ridículas por razones que percibía absolutamente fuera de su voluntad, sinos del destino y nada más.

Entonces, en vez de enamorarse de mujeres discretas, futuras señoras de su casa, que usaban saquitos beige por si refresca, que se pintaban las uñas de blanco nacarado y estaban al día respecto a chismes de la farándula, no, el tipo se enamoraba de mujeres temperamentales y de sangre caliente, a las que su madre calificaba de auténticas colifas.

Actrices, fotógrafas, escritoras, pintoras (las peores, según su madre), bailarinas y tarotistas eran para él atractivas a más no poder. Incluso las feas, ya que los rasgos estrafalarios y las formas desafiantes al modelo greco romano de belleza, le resultaban misteriosas y soberbias. Le gustaban combativas y belicosas; apasionadas y desequilibradas; desenfrenadas y luchadoras.

El problema era que este tipo de mujeres muy pocas veces se fijaban en hombres como él. La mayoría no lo registraba, deslumbradas por algún director de teatro que fumaba en pipa o por un poeta de moda de mirada lánguida. Podía pasar frente a los ojos de alguna escultora cien veces que ella no lo vería y, en el hipotético caso de que eso ocurriera, pensaría con aprensión que estaba frente a un tipo raro, medio freaky, quizá un pervertido, posiblemente un pedófilo o hasta un infiltrado de los servicios de inteligencia.

En cambio, las chicas de vidas más comunes, que aspiraban a casarse con un buen hombre y ocuparse de su casa, lo miraban con codicia, considerándolo un buen partido y hasta bastante presentable, como decía su madre cuando quería decir que no llegaba a pintón pero que tampoco era un adefesio.

Lo intentó eh, no vayan a creer. Salió un par de años con la hija de Doña Haydée, Marcelita, una piba buenísima con la que se aburría mortalmente. Llegaron a planear casamiento, del que logró escapar en la recta final, cuando ya estaba casi todo cocinado para que él se convirtiera en ese que usted ve cuando recién lo conoce. Huyó despavorido de los planes de familia y aguinaldo; jurándose a sí mismo no volver a caer nunca más en el engaño: él no era ese argentino mediocre que escucha los partidos los domingos mientras lava el auto, diosmelibre, se decía, de la que zafé…

Su madre, con la que convivía desde que nació hasta la fecha, nunca lo entendió, pero tampoco le puso muchas fichas, con lo cual salió de la relación más o menos hecha. Le decía sin pedagogía alguna y desde muy chico, que el problema de fondo era que no tenía carisma, que era como esas comidas congeladas que en la foto del paquete parecen deliciosas y a la hora de comerlas no tienen gusto a nada. Él le porfiaba que las comidas congeladas eran cosa de las películas, que no entendía por qué usaba ese ejemplo, si ellos nunca habían comprado comida congelada, que como conocía ella el gusto, eh, de dónde sacaba que era insulsa la comida congelada, le preguntaba haciendo montoncito con los dedos. Su madre le contestaba, sin que se le moviera un músculo, que ese no era el punto en cuestión, que el tema no era la comida congelada, sino su falta de carisma y que no se desviara de lo que estaban hablando.

Pero, ¿cómo crear intencionadamente el carisma?, se preguntó una vez luego de una de estas charlas llenas de amor maternal.

Decidió utilizar un método práctico, de esos que aparecen en los libros de autoayuda, que en este caso debería titularse “Como convertirse en carismático, usted que es una nulidad”, se dijo con humor amargo emulando a Dolina, y se compró un cuaderno Rivadavia de tapa dura (que entre paréntesis le salió carísimo). Allí escribiría estrategias, avances y retrocesos, en este camino que dio en llamar, convengamos que con cierto misticismo, “Camino de Transfomación”.

Pensó que la voz era una cuestión importante. Conoció personas que al empezar a hablar, aunque lo hicieran a bajo volumen, provocaban inmediatamente el silencio de las otras, que poco a poco callaban, desinflándose discusiones fragorosas para escuchar al hablante. Y también había personas como él, que fastidiaban al interlocutor y lo impacientaban, dejando en evidencia el deseo vehemente de exponer su idea o de partir a la otra punta del salón y no volverlo a cruzar en el resto de la velada.

Anotó: “Voz”, con una zeta que atravesó dos renglones. Quería una voz masculina, vibrante y aplomada. No tendría alto volumen, pero sí profundidad, como si viniese de otro mundo. La columna de aire debería salir de las tripas, del estómago, de lo hondo de su ser. No emanaría de la garganta y, muchísimo menos, pasaría por la nariz y tomar esa pequeña gangosidad tan desagradable. Era, pensó, sumamente importante el ritmo, la cadencia que le diera a sus palabras. No debería agitarse y que le faltara el aire al fin de una frase, pero tampoco pecar de lento y dormir al auditorio. Los silencios, se dijo, son casi tan importantes que las palabras. Usaría esos silencios significativos, cargados de intencionalidad, y aprovecharía ese momento para recorrer con mirada de mutuo y tácito entendimiento, al auditorio, que quedaría con las copas en el aire y la boca entreabierta, atrapados en el aura de su carisma.

Iba a practicar todos los días, exponiendo ante el espejo sus más sólidos argumentos sobre los temas en boga, cuidando todos estos detalles.

Pero no era solo el tema de la voz, se dijo.

También era importante la manera de desarrollar el tema, con una especie de vehemencia razonable, yendo a todos esos ítems que sabía que satisfacían en general a los artistas, pero subrayando su tolerancia al disenso. .
Pero también era muy del carismático mantenerse atento pero en silencio, dejar que el resto se explayara hasta vociferar, que alguno se indignara un poco en la conversación general, y cuando la cosa ya perdía el sentido, entrar a poner orden y claridad a las ideas, cerrando la discusión con el veredicto definitivo. Ahhhh, qué maravilla sería eso. Puro carisma y autoridad, pero no autoritarismo, sino la autoridad de las ideas, de la mente clara y la preparación esmerada.

Empezó una página nueva a la que encabezó con su letra redondeada y de trazos exagerados en la altura y la caída: “Oído”.

Porque si hay algo que le gusta a todo el mundo, que es valorado al extremo, es el escuchar al otro. Dejarlo que se explaye sin límites sobre su tema favorito, que en la mayoría de los casos es, por supuesto, sí mismo. Escuchar a quien sea como si realmente le importase, sobre el reciente divorcio, la solvencia con la que cumplió su papel en las más diversas situaciones, sus encuentros con eminencias que le habían alabado desmesuradamente y se habían sorprendido de su talento, augurándole una sucesión de éxitos. Fingir admiración y una leve envidia, repreguntar alguna situación, en busca de aclaraciones que, la verdad, le importaban un bledo.

Sabía que el inconveniente que se corre en estas ocasiones era la dificultosa tarea de terminar la conversación y rumbear para otros lares. Muchas veces el escuchar un poco a personas que no siempre logran conseguir auditorio para contar sus cosas, exacerbaba al locutor y no había manera de pararlo en su discurrir. Entonces planeó diversas “Vías de escape” (así las tituló en su cuaderno) que incluían fingir un llamado de otra persona en la sala, una mancha de vino en la camisa que requería inmediata atención, un bajón de presión con falta de aire incluida, en fin, variedad de excusas. Pero era difícil, muy difícil, despegar. Una que le había funcionado mucho era la de empezar a contar algo de él: ahí la atención del ególatra se dispersaba y era ocasión propicia para rajar, aliviándose ambas partes.

Se sentó horas en cafés y puntos estratégicos de las relaciones sociales, como clubes de lectores, talleres de teatro y mitines políticos, observando el comportamiento de los diferentes personajes y prestando especial atención a los que actuaban de líderes. Vio como sonreían al vacío, pensando en otra cosa, pero sus acólitos parecían no notarlo. Advirtió como se apartaban sutilmente de las viejas que intentaban abrazarlos, como apenas mordisqueaban las empanadas que les ofrecían como halago, aprensivos con los rellenos misteriosos. Los vio desde su rincón como quien mira una película muda, con sus auriculares llenos de los Nocturnos de Chopin, que le daba a la escena más percepción de sutilezas: las miradas, los gestos, se veían más claros desde el silencio ambiental y los acordes del piano, que parecían una banda sonora creada a propósito para la situación.
Percibió el enorme deseo, casi imperioso, que tiene mucha gente de creer en alguien, de depositar su confianza en otro, aún a sabiendas del engaño latente. Los vio queriendo congraciarse, alcanzar solícitamente un vaso de agua o un pañuelo al carismático atragantado, muchas veces sin especular con alguna retribución, por el solo placer de estar cerca y ser partícipe de un pequeño rayo de esa luz de artificio que rodeaba al líder. Otros, claro, con clara intención de obtener algún beneficio en el futuro.

Los vio irse de las reuniones, complacidos: unos con el orgullo envanecido y los otros con la esperanza de recibir las migajas de fortuna (ya sea en simpatía, atractivo, dinero o talento) que al otro le habían sido concedidas desmesuradamente.

Al tercer día de esta observación casi científica empezó a sentirse asqueado y tremendamente aburrido. ¿Esa era la vida que vivían “los carismáticos”? ¿Ese eterno sonreírle a la nada misma era ser reconocido y valorado? Esas personas que se acercaban con el deseo de obtener algún papel en la próxima obra del director afamado, esas otras que buscaban un cargo por pequeño que sea en una dependencia del Estado, aquellas que querían pertenecer a determinado círculo social y se deshacían en sonrisas de ocasión, los de más allá que al menos accedían a conocer bellas mujeres que no querían estar con ellos…

Las miradas y las palmadas en la espalda, las chupadas de medias alevosas, las inclinaciones de cabeza, se sucedían en su mente como una película bajo las desgarradoras armonías de Chopin.

Las poses tan afectadas, pretenciosas y cuidadas no eran casuales ni naturales en la mayoría de los casos: eran el resultado de una ambición que les quitaba el sueño. Ambición de poder, de riquezas, de halagos y condescendencia; un deseo irrefrenable de agradar, permanente y agotador.

Al cuarto día de su redada de observación, volvía por el boulevard de los tilos y sintió la fragancia de los árboles en plena primavera con más fuerza que nunca, embriagadora y pura. Natural, pensó, sin artificios ni exageraciones, sencilla y absolutamente hermosa en su presencia.

Se sentó en uno de los bancos de piedra oscurecida por el tiempo, entrecerró los ojos y respiró hondo. El piano del Maestro en sus oídos conocía de estas maravillas y acompañaba con delicadeza el moverse acompasado de las hojas, conocedoras del mundo desde siempre.

Miró su pantalón pinzado, fuera de moda, gris, y sonrió al recordarlo tan poco atractivo. Le pasó las manos al corderoy gastado y sin pretensiones y reconoció abajo sus muslos flacos, blanquecinos, de lector eterno. Se supo real, verdadero y honesto. Él era ese, ninguna contradicción había en realidad entre sus pantalones, sus ideas, sus músculos y su alma.

Se paró y caminó hasta el tacho de basura lleno de restos de cajitas felices y tiró el cuaderno Rivadavia, tapa dura, que le había costado una fortuna, pero que sin duda había sido, pensó, una excelente inversión.

 
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.



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