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Cultura 16 de julio de 2020

Historias de Barrio: Economía Doméstica

La fascinación que ejerce una colección del hogar sobre la protagonista del relato.

Por Enriqueta Barrio (*)

Había en la biblioteca de la escuela unos libritos que ejercían sobre ella una fascinación enorme.

Eran una colección numerada, con preciosas ilustraciones llenas de curvas movedizas, bajo el impecable título de Economía Doméstica.

Cada volumen trataba sobre algún tema en particular y lo desarrollaba minuciosamente, haciendo de la vida de hogar un Arte complejo y al que había que dedicarle el día entero.

Por ejemplo, un tomo era sobre “El lavado y secado de la loza y porcelana. Como dejarlos prístinos.”; otro versaba sobre “El lavado, planchado y guardado de manteles, servilletas y repasadores” y así.

Ella se escapaba en los recreos y se sentaba en el banco de madera lustrada, con un número de esta colección entre sus manos, y así se aislaba del mundo.

Se sentía limpia, útil, cuidadosa y esmerada; por el solo hecho de leer e imaginar una vida diferente, soleada, rodeada de afecto… tan distinta.

Los leía murmurando las palabras, para disfrutarlas más, siendo sus predilectas las que ya no se usaban, como lejía o rasqueta.

El timbre la sacaba de ese ensueño, y volvía a la Secretaría, a su espacio de los últimos veintitrés años. Acomodaba los Registros de Asistencia de cada grado y los guardaba en uno de esos feos muebles de oficina de metal helado. Abría un paquete de galletitas de agua y masticaba una sin ganas. Que insípida podía ser la vida.

A las doce se envolvía en un chal de lana gruesa, guardaba el paquete abierto en su bolso y salía a paso apretado, sin saludar a nadie. Iba directo a la casa de su madre, en la que vivía desde que Marcos le dijo que se fuera, y a la cual ella había jurado no volver mil años atrás.

La oscuridad eterna del salón sin calefaccionar; la tristeza de la cocina, con manchas marrones de antigua grasa en paredes y techo; la sensación hueca en el baño, con algunos frascos de colonia berreta como todo adorno y la habitación que compartía con su madre, con su colcha raída de tigre.

No podía sentirse más sola, no había más soledad en el mundo que la que tenía en su corazón. Comía en silencio.

Y después se dedicaba a ordenar las pocas cosas que tenía que eran solo de ella. Algunos regalos de casamiento con las iniciales de los dos y una caja con fotos y chucherías.
Todos los días hacía lo mismo.

Calladita y seria, seguía aprendiendo para cuando tuviera una casa grande y una familia propia, con la instructiva Economía Doméstica.

Que mal había encarado esto de la vida, se decía todas las noches con la bolsa de agua caliente en los pies y los ronquidos de su madre en la oreja. Que manera de pifiarle, de errar el vizcachazo, de mear fuera del tarro.

Estaba tan acostumbrada a esta tristeza que ya no le dolía. Y se sabe que no hay cosa peor que no sentir ni el dolor.
(*) [email protected], en Facebook Enriqueta Barrio Escritora



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