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Cultura 5 de agosto de 2020

Historias de Barrio: El nuevo

Una misteriosa presencia en el boliche despierta las más extrañas hipótesis.

Por Enriqueta Barrio (*)
Otra vez cayó al bar un flaco impecable, impoluto, peinado y perfumado.

Esto cabe aclararlo, porque el perfil del parroquiano del boliche era el del tipo descuidado con la pilcha; de mucho pelo, con remera de alguna banda, campera de cuero y pantalones vaqueros que habían tomado la forma del cuerpo debido al uso reiterado.

Los más esmerados lucían algún anillo de calavera o algún collar de cadena gruesa que compraban en Locura’s, un boliche especializado en el look del rockero. El nuevo entró por primera vez con (¿podés creer?) un saco de paño color coral, con hombreras y cruzado al frente, pantalones pinzados, zapatos de vestir y el pelo cortado en la semana…¡en esa semana!

Por debajo del saco, asomaba el cuello de una polera blanquísima. Olía a un perfume de moda en los noventas, un unisex alimonado que fue toda una sensación. Traspasó la puerta del antro y el hasta entonces bullicioso ambiente se cortó de golpe, mientras el flaco se sentaba en la barra con aire despreocupado, como si estuviese en un salón de té.

Los veinte o treinta pares de ojos, algunos exaltados, otros enrojecidos, se clavaron en su espalda. “¿Y este?” se escuchó murmurar en la mesa vecina. El bolichero tenía la costumbre de ponerse formal cuando caían desconocidos, por si alguno fuera soplón de la policía o investigador judicial, o tuviera más de dos billetes en el bolsillo, queriendo disimular que era un lugar en el que las formas eran, digamos, relajadas.

Le ofreció al nuevo la única lista de precios que había olvidada en un rincón, sacudiéndole el polvo disimuladamente.”Qué tal, buenas noches, acá tenés la carta, los precios no están actualizados, cualquier cosita preguntame”, le dijo mientras le pasaba una rejilla hedionda al sector de la barra en el que se había acodado.

Una carcajada desde el fondo y un “¡Que te hacés el fino, gusano, si solo tenés ferné y cerveza!!!” y “¡Los precios están en australes!” rompieron el hielo y las risotadas. El impecable se dio vuelta y sonrió cordialmente al salón en general. El dueño mandó al que gritó desde el fondo a la mierda, siguiendo la regla número uno de la casa: el cliente nunca tiene la razón.

La música, las charlas y los desfiles al baño fueron creciendo conforme avanzaba la noche, y a la hora ya nadie se acordaba del saquito coral que se perdió entre los grupos de gente. El flaco consumió un par de tragos, sonrió a todo el mundo, se acomodó el jopo y se tomó el palo. Y empezó a caer todas las noches.

No mostraba particular inclinación por el rock, ni por el fernet, ni por los estupefacientes, y eso hacía de su presencia en el boliche algo desconcertante. Algunos se acercaban a mangarle puchos y trago, pero el flaco no era ningún zonzo y convidaba pero hasta ahí; así que los buitres se fueron alejando.

Se especulaba todo el tiempo sobre su presencia y se tejieron las más variadas hipótesis: “Es Servicio, de acá a la China”, aseguraba Marcelo. “A mí me dijeron que se lo mastica el bolichero”, aventuraba la Nutria. “Está buscando nuevos talentos”, dijo la negra Carola y el Hippie le contestó “¡Si estuviera buscando nuevos talentos no estaría acá, en la Capital Nacional Del Fracaso!” y todos se rieron con ganas. “Parece puto”, arriesgaba el enano García para quien todo aquel que se bañase más de dos veces al mes era puto.

Pero la cuestión es que nunca se supo de dónde salió, por qué recaló ahí, ni por qué se lo llevó la policía una helada noche de julio, mientras los de siempre salían a la vereda, envueltos en vapor, a mirarlo irse.

Alguno lo despidió solidariamente con un “Chau, flaco, suerte” que el nuevo no respondió. Se acomodó el jopo y subió dócilmente al patrullero, como si hubiera estado esperando que eso pasara desde siempre, y mirando al frente entre los dos policías que lo escoltaban, se lo tragó la madrugada para siempre.

“¿Ves, gusano, que al final nosotros te levantamos el boliche?, ¡somos tu selecta clientela!” dijo el Cabeza de Pollo mientras volvían al calor del bar, “¡Qué van a ser selectos ustedes!, vamos, entren que hace frío… ¡y dejen de una vez su maldito dinero!!!” Y los pelos largos, los tatuajes, las camperas de cuero y los anillos de calavera, se hundieron tras la puerta, a seguir buscando un poco de infierno en el helado invierno marplatense.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]



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