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Cultura 12 de agosto de 2020

Historias de Barrio: Emilse y el mar

El deseo de una mucama.

Por Enriqueta Barrio (*)

La familia iba a viajar en coche y el personal de servicio lo haría en tren.

Esas fueron las directivas del patrón, las que, por supuesto, serían acatadas sin chistar.

Ella, Emilse, estaba nerviosa. Era la primera vez que salía de la casa y del barrio en los que estaba hacía ya largos cinco años, cuando con su madre llegaron de las Termas a Buenos Aires, recomendadas por la Madre Superiora del Convento de las Adoratrices, para trabajar en la casa de los Pérez Lovallol.

La familia pasaba todos los veranos en Mar del Plata, donde tenían un chalet, pero a ella nunca la habían llevado, porque aún era muy joven y “no iba a hacer más que dar gasto”. Entonces Rosa, su mamá, partía a la costa y la dejaba llena de advertencias y recomendaciones en el sofocante verano porteño. Se quedaban tres largos meses, en los que Emilse se aburría muchísimo y Rosa cocinaba para todos, hambrientos por el aire de mar y la vida en la playa.

Pero este verano ella, por fin, conocería el mar. Se le venían a la mente las bellas palabras de Alfonsina Storni, su escritora amada, a la que husmeaba cuando podía disimular un libro bajo el delantal y llevárselo a la pieza, para leerlo en las noches, antes de caer vencida por el cansancio.

Y así eran ellos, los cinco que viajaron en el tren, en clase turista, buscando la migaja de pan. El chofer, Demetrio, serio y circunspecto; Rosa, regordeta e impecable; dos chicas del Chaco que no sabían leer ni escribir y cumplían funciones de mucama; y ella, con sus dieciocho años repletos de sueños de colores, de poesía, mar y golondrinas.

Los vagones venían atiborrados. La mayoría eran de las provincias, morochos y morochas trabajadores que aprovechaban la temporada para servir en hoteles, restaurantes y casas de familia. Ellos no tenían vacaciones. Faltaba para eso.

Algunas nodrizas se conocían de las plazas y charlaban alegremente como viejas amigas. Grupos de varones se unían enfrentando los asientos de respaldo movible y jugaban ruidosas partidas de truco, que estallaban en alegres risotadas cada cierto tiempo.

Emilse miraba todo con ojos ávidos de novedad, apenas sonriendo, tímida y cohibida por la algarabía del ambiente. Rosa repartió trozos de tortilla fría y después una mandarina para cada uno. El ambiente festivo se aquietó un poco después del almuerzo, cuando los ronquidos de siesta hicieron de contrapunto al rítmico golpeteo del tren sobre las vías.

Llegó entumecida, creyendo que vería ahí nomás el mar, pero no, parece que estaba lejos de la costa la estación.

En un colectivo llevaron a muchos al Hotel Barreiro, lugar en el que pararían mozos, cocineras y mucamas durante la temporada. El hotel tenía una ubicación estratégica: cerca de los grandes chalets, pero no tan cerca como para que no quedaran claras las diferencias.

Emilse puso sus dos delantales en el pequeño ropero que compartía con su madre, se hizo de nuevo el estirado rodete disciplinando su pelo fuerte y oscuro, y salió corriendo: iba a aprovechar las horas hasta que llegaran los patrones, iba a conocer el mar.

El corazón le saltó de emoción al atisbarlo de lejos. Una gigantesca masa plateada que se agitaba tempestuosa levantando bruma de ensueño.

Se sacó los zapatos cerrados y las medias rosadas y sintió la fría arena bajo sus pies. El viento austral la azotó impiadoso, y una lágrima se confundió con el salitre en su mejilla.

Se supo hermanada con Alfonsina, y con todos los que encuentran en la costa un horizonte amplio y lejano, pero que se ve, que existe, que está.

Y eso, para las almas sensibles, no es poco.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]