Cultura

Historias de Barrio: Krystle

Lo que provocó el flequillo de Linda Evans en Dinastía.

Por Enriqueta Barrio (*)

Se había puesto de moda entre las adolescentes de la época, el corte de pelo de Linda Evans en Dinastía. ¿Podés creer semejante dislate? No creo que entre tooooodas las chicas de la época, pero yo estaba en un colegio de mujeres, de monjas, medio remilgadas la mayoría, fervientes seguidoras de tendencias del mundo fashion y ahí fue un suceso.

El corte consistía en un flequillo que se abría un poco al medio (“calesita”) y en los laterales se extendía como dos alas hacia afuera y luego caía abruptamente, recto, hasta por arriba de los hombros. Krystle Carrington, así se llamaba el personaje de la serie, lo llevaba con un estilo clásico nortemericano que acá garpaba muy bien. Hombreras enormes, cola chata, caderas estrechas y pecho voluminoso eran el modelo de los ochentas. Claro que estaban la de La Laguna azul, con ese pelo largo y agitado por una suave brisa; Farrah Fawcett con su icónico peinado y otras, pero tocaba la moda de la semana al de la rubia de Dinastía.

Ví entrar al aula a Carla Rodríguez Moltoni con el corte de pelo hecho el día anterior y quedé con la boca abierta: le quedaba perfecto. Era castaña, pero la forma del corte era idéntica a la de la televisión. Idéntica. La recuerdo de perfil, riendo, y yo pensando qué linda era y qué bien le quedaba el pelo. Ignorando mi natural frissé, quise con todas mis fuerzas cortarme el cabello así. Averigüé y supe que el peluquero era uno al que le decían pomposamente “El

Francés” y que tenía la peluquería en el último piso de un hotel medio fifí en el centro. Y que el tipo cobraba con ganas, era bien salado el cortecito de pelo. Pero a los doce años eso no te importa para nada, y me dispuse a conseguir como sea tener el pelo de Krystle. Sabía que tenía que arrancar por papá que era más frívolo (discutible, pero bueno….) y en ese momento familiar era el que manejaba la tarasca, así que, usando trillados argumentos, inicié la campaña. Aseguré que todas las compañeras se cortaban el pelo ahí, un clásico de la niñez (“Todos desaprobaron” era otra frase que se usaba mucho a esa edad).

-Ah, sí?, dijo papá, ¿las cuarenta se van a cortar el pelo al mismo lugar?

-Bueno, no sé si las cuarenta, pero la mayoría sí- afirmé con certeza. -¿Y por qué cobra tan caro? Qué tiene, ¿la tijera de oro?

-Lo que pasa que es francés- agregué como razonamiento irrefutable. -Claro, y se ve que le iba bárbaro en Francia, tanto que se vino acá, al culo del mundo, a cortarle el pelo a las pibas de primer año bachiller…

Empezaba entonces una nueva etapa de la estrategia: hacerme la ofendida, la discriminada, ¿ves? ¡al final yo nunca puedo nada!, exageraba, tocándole la fibra sensible, hasta que se entregó dócilmente. Media batalla estaba ganada. Él venía de una familia en la que era bastante habitual que las mujeres se estusiasmasen con frivolidades, así que le parecía, dentro de todo, normal mi deseo, propio de una chica de mi edad. A la que no le iba a parecer para nada normal, iba a ser a Norita. Esa iba a ser la otra mitad de la batalla, y la más difícil.

Me la veía venir, y por eso no le dije una palabra hasta último momento; estrategia bastante usada por mí en la niñez y que me solía dar buenos resultados. Por lo menos todo lo bueno que podrían ser cuando la que decidía tenía un carácter inestable como el de mamá, en la que las decisiones cambiaban según el viento y nos mantenía en ascuas sin saber cómo reaccionaría nunca. La misma cuestión podía ser hoy un drama terminal y mañana una nadería. Era muy vertiginoso depender de ella, por decirlo de alguna manera. Entonces usar el arrebato del momento, casi sin dejarla pensar, me solía llevar a buen puerto.

Mirá si no eran los años de las vacas gordas que hasta teníamos cuenta en el Banco. Y chequera!!! Palabras como “endosar”, “al portador” y “girar en descubierto” sonaban en la casa; después nunca más, después más bien se revolvían bolsillos buscando monedas.

Papá me dio un cheque firmado por él sin cifra escrita, en blanco, para que yo completara al momento de pagar en la peluquería. Fue la única vez en mi vida que alguien me dio un cheque en blanco. Lo doblé y lo metí en una carterita que llevaba cruzada.

“¿Adónde estamos yendo?”, preguntó Norita en el asiento de acompañante del Ford Fairlane (“Coral Tahití, con techo vinílico blanco”. Ya les contaré sobre esto). El corazón me empezó a latir con violencia, era el momento en el que todo (la de los Carrigton, Carla Rodríguez Moltoni, el Francés y el cheque en blanco) se podía ir por la borda.

-La nena se va a cortar el pelo en el Hotel Noruega- respondió papá con tono levemente vacilante.

Norita lo miró, incrédula. -¡Cómo que se va a cortar el pelo en el Hotel Noruega!!! ¡¿en el Hotel Noruega?! ¿una chica de doce años se corta el pelo en un Hotel cinco estrellas? ¡¿Pero dónde se ha visto?! Listo, drama desatado.

-Y vos, Miguel Ángel, que querés que sea esta chica de grande?, dijo señalándome mientras me ardían las mejillas, ¿una frívola? ¿Una como tu mamá y tu hermana que lo único que sabían hacer era cambiarse de malla tres veces en el día en la playa?!

-¿Vos que sabés las veces que se cambian de malla en la playa, si no fuiste nunca con ellas?, se asombró Miguel Ángel.

-Me contaron, aseguró Norita con cara de “me vas a decir a mí”.

-¿Quién te contó? ¿Alguien que sabe más de mi familia que yo mismo, que viví ahí veintipico de años?

Papá ya estaba sulfurado, la cuestión se estaba desviando y yo no podía evitarlo.

-No importa, Miguel Ángel, me contaron y punto. La cuestión es que yo no pienso criar una chica que a los catorce años se va, ¡con un cheque en blanco!, a reventarlo en una peluquería. ¿Quién es, Carolina de Mónaco?… Las llevamos (a mi hermana y a mí) a los conciertos, a ballet, a violonchello, a coro… ¡¿para que se vaya a cortar el pelo como la rubia de Dinastía?! ¿Pero vos me querés matar de un infarto?

Y arrancaba el discurso de barricada, largo y fervoroso; en esos momentos se convertía en el mismísimo Fidel, abogando por una revolución en la que Krystle Carrington evidentemente no tenía lugar, mientras rompía el cheque que tuve que entregar y lo tiraba por la ventanilla del auto en la Avenida San Martín. Me dí vuelta y vi los trocitos de papel subir en el aire, plateados, y perderse lejos, muy lejos y llevarse mis fantasías dinásticas, a través de la luneta del Ford Fairlane, Coral Tahití, con techo vinílico blanco.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com

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