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Cultura 19 de agosto de 2020

Historias de Barrio: Margarita y Lobito

Un perro al que trataban de manera peculiar.

Por Enriqueta Barrio (*)

Antes a los perros no se los trataba como ahora.

Era muy común que durmieran afuera, en un patio o jardín, abajo de un techito, sobre una manta. Conocí muchos que nunca habían entrado a la casa, llegaban al umbral y no lo traspasaban aunque los llamaran desde adentro.

Comían lo que sobraba de la mesa familiar; casi no existía el alimento balanceado y mucho menos los Pet Shop que hoy pululan.

Se les gritaba “Fueeeraa!” sin mucho miramiento, se les daba alguna que otra patada y ni en sueños se les juntaba nada en ninguna bolsita.

Por eso resultaba tan llamativa la relación entre Margarita y Lobito.

Ella estaba casada con Juan Carlos, un chofer de Micromar, morocho y corpulento, que usaba una de esas carteritas para hombre en la que llevaba plata, documentos y un peine. Antes muchos hombres salían con un peine, en algún bolsillo generalmente. Eran años de gente muy peinadita.

La cuestión es que Juan Carlos se iba a trabajar, a veces por períodos de cuatro o cinco días, y Lobito se convertía en el dueño de la casa entonces.

Y no les exagero nada al contarles que el perro se sentaba a la mesa para comer, por ejemplo. Margarita le ponía el plato y le servía lo mismo que estuviera comiendo ella. Le cortaba en pedazos ponele una milanesa, y el animal metía el hocico y levantaba con la lengua la comida, haciendo bastante desorden, porque era un ovejero o perro de policía, como se les decía, de gran porte.

Margarita lo reprendía como si fuera un chico, le limpiaba la trompa con una servilleta y le señalaba lo que aparecía en el “noticioso”. “Mirá bebé!!!! Un portaviones llegó a la ciudad!!!! Mirá cuantos marineros!!!!….” Y el perro ni pelota, por supuesto.

Lo bañaba con acaroína, un líquido lechoso y con un olor penetrante, tres veces por semana. Una locura, perfectamente podría haberlo envenenado. Con lo que quedaba en el balde del desinfectante mezclado con agua, limpiaba vereda y pasillo. Ese olor no me lo olvido más.

Un día los chicos del barrio, los seis o siete de la manzana, recibieron en sus casas unas tarjetitas hechas a mano, invitándolos al cumpleaños de Lobito. Los adultos se miraban significativamente mientras veían irse a Margarita, como diciendo “Uh que loca está esta mina!” y se debatió en las mesas familiares sobre si participar o no de semejante dislate.

Después de varios concilios vecinales en la panadería de Don Luis, se decidió que los niños irían. Que harían como si fuera el cumpleaños de un compañerito de escuela.

Llegaron ese sábado de enero a las tres de la tarde, el calor era sofocante. Uno llevaba un collar, otro un cepillo, alguna un hueso, y se lo dejaban a Lobito junto a una de sus patas. Margarita le puso a cada uno un gorrito de cartón con voladito de tul, aferrados con una banda elástica que se pasaba bajo la pera y constituía una de las espantosidades más grandes de la vida infantil. Le dijeron Feliz Cumpleaños al animal a la pasada y se fueron corriendo a jugar y comer, olvidándose del cumpleañero.

La casa estaba decorada con guirnaldas y globos, había sanguchitos de miga y cartulina en la puerta del pasillo anunciando el festejo. Era un cumpleaños como dios manda.

A eso de las seis, Margarita salió de la cocina con la torta cubierta de grana verde en la que llameaban seis velitas. Los chicos detuvieron con fastidio su juego, y se acercaron a la mesa a cantarle el cumpleaños al perro. Los ojos pícaros se encontraban y se tentaban de risa.

“Esperen, esperen que sacamos una foto!!!!”, se entusiasmó Margarita, “ay, ¿dónde dejó Juan Carlos la cámara? Ahhh, sí, acá está!!! Vení, Marcelito, vení, sacá vos la foto mientras le pongo el gorro de cumpleañero a Lobiiii….Bebé!!!!! Dejá que mamá te ponga el sombrerito, mirá todos los nenes tienen, pero vos uno más grande porque es tu cumpleaños!!!!”

Y mientras trataba de persuadir al esquivo perro de ponerse esa ridiculez en la cabeza y dejarse casi ahorcar por una gomita filosa, al animal se le llenaron los huevos.

Los chicos gritando y corriendo, los globos, las velas, el calor…y ahora el gorrito. No, pensó Lobito. Hasta acá llegó mi amor.

En una milésima de segundo le clavó los colmillos a Margarita y salió corriendo, empujando al padre de Marcelito que justo entraba a buscar al nene.

Se hizo un silencio mortal, los chicos quedaron congelados sin saber qué hacer, mientras Margarita, con la mano sangrante, lloraba diciendo “¿Cómo le hiciste esto a mamá? Le voy a decir a papi cuando venga!! Ya vas a ver!!!”

Nunca más nadie supo de Lobito, aunque una vez los compañeros de Juan Carlos le contaron que lo habían visto con otros perros en Luro al fondo. “Ese ya no vuelve más”, le dijeron entre risas, “te vas a tener que empezar a ocupar de tu mujer Juan Carlos!!!”

Margarita, contra todo pronóstico, hizo como si nada hubiera pasado. Si no fuera por la venda que tuvo un par de meses en la mano, todos habrían creído que se trató de un mal sueño en una siesta de verano.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]