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Cultura 1 de marzo de 2023

Historias de Barrio: Music box

Todas las cajitas de música que le tiempo le regaló.

Una cajita de música.

Por Enriqueta Barrio (*)

 

Carolina tenía debilidad por las cajitas de música. De todos los colores y tamaños, las había ido acopiando desde sus cumpleaños infantiles, cuando su tío Demetrio le regaló la primera, la que más la impactó.

Era una caja maciza, pesada, de madera oscura y forma rectangular. Brillaba, solemne y señorial; nadie la hubiera tratado de juguete ni cosa para niños.

Levantó la tapa y, en el dorso, un espejo le devolvió su carita de nena asombrada. Estaba forrada de terciopelo rojo oscuro y tenía una superficie plana, en la que círculos concéntricos dorados y negros, le delimitaban a la bailarina el sector de movimiento.

Con los brazos en arco sobre su cabeza, estilizada y grácil, la bailarina de tutú tambaleaba un poco al principio, como borracha, para luego girar a toda velocidad al principio de la cuerda, y quedar finalmente exhausta cuando se ralentaba la música.

La recordaba en sus manitos y pensó en El Lago de los Cisnes, que había visto en el teatro hacía poco, con los sorprendidos ojos de niña: la espalda fibrosa de la bailarina, con la columna enhiesta y los omóplatos agitando las alas del cisne herido de muerte, la había impresionado muchísimo. Esas imágenes que no se olvidan nunca en la vida.

El mecanismo iniciaba los acordes de Para Elisa, metálicos y chillones. Un pianito de teclas larguísimas como un peine, frotaba un cilindro, en el que una especie de sistema Braille musical recreaba la melodía.

Se recordaba horas mirando a la bamboleante bailarina girar con su expresión altiva, su rodete impecable y su tiara de primera figura. A pesar de que la muñequita era prácticamente solo contorno, ella podía advertir la mirada y la expresión triste de la bailarina, solo por mirarla tanto tiempo, mientras Beethoven agotaba con su hit de llamada en espera.

El espacio aterciopelado y rojo pretendía ser un alhajero. Bajo la caja, la cuerda, fuerte y rígida, y el consejo primero: “No la gires de más que se falsea y no sirve más”.

Que cosa los adultos de esa época, siempre poniendo un toque de negatividad en los momentos más sublimes de la niñez. Lográs una graciosísima mueca en la que quedás bizca, “cuidado que viene un viento y quedás así para toda la vida”.

Es mediodía de verano y querés meterte al agua y “andá, pero mirá que con lo que comiste te puede dar un calambre en el estomágo y te ahogás….”

Y con la cajita de músca no iba a ser la excepción: “si perdés la bailarina NUNCA MÁS conseguís otra”, “Si hacés girar al revés el cilindro, el mecanismo se rompe y no anda NUNCA MÁS”, y así otras advertencias que ponían su cuota de angustia en lo idílico del momento.

Le siguieron muchas más, con la estética cambiante según la época; había grandilocuentes pianos de cola, cajoneras en forma de corazón con pinta de telo, hasta la última, en plástico berreta, con sistema electrónico y luces de led, que al abrirse aturdía con una bochornosa canción de un japonés cabalgando que estuvo de moda en esos años.

Estaba la que le había regalado un novio muy meloso que tuvo al principio de los tiempos, que tocaba un nocturno de Chopin y la hacía llorar pensando en un amor fuerte y poderoso, tan diferente al que le ofrecía ese nabo. Pobre flaco. Rodrigo, creía que se llamaba. Tendría que haberle dado más bola, pero claro, era un buen pibe. De esos que se valoran cuarenta años después.

Había otra cajita en la que la bailarina se levantaba de su sueño automáticamente al abrirse la tapa, y cual esclava temerosa, iniciaba su danza complaciente. A veces ella levantaba y bajaba la tapa rápidamente, intentando verla distraída en su sueño. Pero no, la bailarina era una trabajadora intachable. ¿Cuánto le darían en la casa de empeño por estas porquerías?, pensó mientras las apilaba en una bolsa de Toledo.

Bueno, aunque sea para un paquete de puchos y poder estar esa tarde en la monedita le iba a alcanzar. Era linda la que le había regalado el pibe, pensaba esa noche cuando salía del casino con los ojos brillosos y los dedos ennegrecidos de meter monedas en la ranura infructuosamente. Definitivamente, le tendría que haber dado más bola a ese pibe. Por lo menos le había regalado algo, eso debería haber sido toda una señal. Rodrigo, creo que se llamaba.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected], en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”. 



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