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Cultura 8 de octubre de 2020

Historias de Barrio: Ritmo de la noche

Un reencuentro inesperado abre recuerdos: tiempos de boliches, tarjeteros y promotores.

Foto ilustrativa.

Por Enriqueta Barrio (*)

Encontrarme con Gabriela, ex compañera de colegio, fue recordar un mundo que tenía olvidado.

Existía por esos años una raza de muchachos muy característicos de la época, los tarjeteros.

También llamados “los públicas”, derivado de Relaciones Públicas, se encargaban de difundir e invitar personalmente a los boliches, otorgando preciados descuentos y entradas sin cargo, dos por uno o consumiciones free (se usaban mucho las mixturas entre el castellano y el inglés en este tipo de asuntos).

El perfil del tarjetero era el de un pibe fachero, generalmente de pelo largo, muy en boga por esos años. Mi viejo siempre me decía que yo veía venir un pelilargo y ya me gustaba, aún sin haberle visto la cara y mucho menos sus cualidades morales, y seguramente tenía razón.

Andaban en manada, muchas veces en camionetas ploteadas con el nombre del centro nocturno al que promocionaban, y bajaban con la pila de tarjetas de invitación en la mano sintiéndose estrellas de rock. Recorrían cafés cercanos a la universidad, salidas de colegios, bares de moda y los viernes y sábado por la noche se congregaban en un punto estratégico, donde antes del baile repartían las últimas invitaciones.

Entraban a los cafés y se acercaban a las mesas, cambiándose el cabello de lado a lado, una costumbre de esos tiempos. Unos apelaban a la simpatía y otros tomaban una pose distante y superada, que resultaba, parece, muy atractiva. Elegían grupos de chicas lindas o llamativas, se acercaban, mantenían una breve conversación sin contenido y dejaban algunas invitaciones.

Cada boliche tenía su pequeño ejército de públicas, que competían entre sí tratando de cooptar la mayor cantidad posible de parroquianos para su molino. Los dueños eran por lo general veteranos noctámbulos de los setenta, que delegaban la difusión de su negocio de manera personalizada en estos jóvenes que hacían muchas veces su “trabajo” a cambio de entrar y tomar gratis esa noche.

Los tarjeteros tenían sus primos hermanos que eran los promotores de viajes de egresados.

Con camperas que exhibían la empresa a la que pertenecían, esperaban a la salida de los colegios a los futuros graduados, tratando de convencerlos para que a su vez convenciesen a sus padres de las enormes ventajas de viajar con ellos a Bariloche, ciudad que recibía anualmente miles de jóvenes que por primera vez se alejaban del nido.

A los colegios de mujeres enviaban a los más pintones, que establecían dudosas relaciones con las más populares y así entraban a los grupos, para desaparecer a la vuelta del viaje dejando un tendal de corazones rotos.

Gabriela viajó a los besos los mil cuatrocientos kilómetros con uno de los promotores y volvió haciendo lo mismo con otro, frente a la mirada horrorizada de las mojigatas del curso, que no podían creer que desaprovechase las excursiones, incluídas en el paquete, para quedarse durmiendo.

Los promotores eran muy parecidos a los tarjeteros, aunque quizá algunos debían tener aspecto de muchachos responsables, ya que debían convencer no solo a los alumnos, sino fundamentalmente a los padres, que eran los que ponían la tarasca.

Gabriela se había convertido en una experta. Conocía a todos los tarjeteros y a todos los promotores, los saludaba por el nombre, subía y bajaba de las camionetas como pancho por su casa y estaba convencidísima de que eso era muy importante.

Tenía sus carpetas forradas con tarjetas de boliches: Summer night, free Access, Más allá de todo, Party all night, Danzar es Humano y frases por el estilo atiborraban también las puertas de su placard de adolescente, desconcertando a sus padres que no entendían esta afición por las boites, como ellos les decían. “En mi época poníamos fotos de actores de cine”, decía Esther, la resignada mamá de Gabriela, “yo tenía una de Rock Hudson que era un poema, pero no sé, ahora lo único que les interesa a los jóvenes (decía generalizando, como suelen hacer los padres para no hacerse cargo de lo que les compete) es ir a los boliches”.

Gabrielita, como la llamaba su padre, se calzaba las hombreras bajo el bretel del corpiño y salía viernes y sábado así se viniera el mundo abajo. Se paraba en el punto de encuentro fumando y mascando chicle, y el corazón le latía fuerte cuando veía abrirse la puerta corrediza de la traffic que llevaba a sus héroes. Bajaban a sus ojos en cámara lenta, como en una propaganda de champú, ladeando sus pelos de un lado a otro, bronceados en julio, con las tarjetas en una mano y la birome en la otra, para firmarlas en el reverso.

Ahí Gabrielita se manejaba como pez en el agua: saludaba a uno, gritaba el nombre de otro, se abrazaba con una amiga a la que después despellejaba criticando, se prendía otro cigarrillo y saltaba de grupo en grupo a las carcajadas, dejando a su paso un halo de Anais Anais penetrante.

Después al boliche, a bailar desenfrenada y volver a casa exhausta con el sol arriba, a dormir hasta el mediodía. Se levantaba a almorzar, despeinada y malhumorada, y volvía un par de horas más a la cama, ignorando las preguntas de su madre sobre qué carrera tenía pensado seguir.

Para ella, El Futuro era el sábado que viene.

Me encontré con Gabrielita en la sala de espera del kinesiólogo ayer, treinta años después. Sigue simpática y desenvuelta, y me contó en cinco minutos su vida, sin preguntarme nada sobre la mía. Que se casó con uno de los dueños de no sé que boliche, adicto y violento, del que tuvo que escapar a Brasil. Que ahí puso un chiringo con un surfer (al que me nombró como si fuese inconcebible que no lo conociera), que se volvió y se puso a vender ropa que le traía una amiga de Tailandia y con eso le fue bárbaro y que ahora estaba saliendo con Ale, dijo señalándome a un canoso con cara de aburrido que la esperaba afuera en el auto.

“Ahhhh”, fue el bocadillo que pude meter, mientras ella me susurraba que era el ex de otra compañera de curso a la que tampoco yo recordaba.

Mientras guardaba recetas en su bolso, me abrazó, me dio un beso y me dejó en la mano una tarjeta que decía “Gabriela Mercadero. Reiki, tai chi, flores de Bach, Terapias Alternativas”.

Te espero, me dijo, y si venís con una amiga les hago un dos por uno.

Guardé la tarjeta sonriendo, mientras escuchaba en mi cabeza la voz impostada de algún tarjetero: “Chicas, ¿saben dónde van a ir esta noche?” y pude oler en mi memoria la Savia Vegetalis que desprendía el pelo largo, ondeado, y, claro, ladeado hacia un costado.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]



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