CERRAR

La Capital - Logo

× El País El Mundo La Zona Cultura Tecnología Gastronomía Salud Interés General La Ciudad Deportes Arte y Espectáculos Policiales Cartelera Fotos de Familia Clasificados Fúnebres
Cultura 28 de diciembre de 2021

Historias de Barrio: Turismo internacional

Todos queríamos hacer quedar bien al tío Cachi con sus amigos, y nos deshicimos en amabilidades.

La cuestión es que una tarde de enero, calurosa y húmeda, suena el timbre.

En plena siesta, con la brea ablandándose en los efímeros arreglos del pavimento, en una quietud en la que ni los pájaros juntaban fuerzas para piar, suena el timbre.

Emerge mi viejo de la siesta y, entre la bruma del sueño y el aturdimiento por el ruido del ventilador, en cueros y malla pasada de moda (la que usaba para estar en casa y no gastar la nueva; “la nueva” era una que ya tenía tres veranos, pero en estos lares las cosas se miden así), abre la puerta con cara de fastidio.

Mis hermanos y yo, aburridos al extremo en esas tardes en las que había que esperar el fin de la siesta, cosa absolutamente de adultos, nos asomamos curiosos a ver quién era.

Dos rubios, altos, rosados y sudados esperaban en el porche.

Uno era grandote y pesado, con cabellera rala peinada para atrás. Caderón y trastudo, de hombros angostos y labios prominentes, con ojos verdes de esos que te sacan las ganas de tener ojos verdes.

El otro era lo opuesto: largo y fino, de cabello hasta los hombros y ondulado con suavidad, rasgos casi femeninos, ojos celestes con expresión de perpetua sorpresa y algunas pecas salpicándole la nariz.

Ambos estaban vestidos completamente fuera de estación y se los veía sofocados y abrumados por el verano, y a pesar de que Mar del Plata no es el Caribe, para de donde ellos venían la temperatura y la humedad reinantes evidentemente eran mucho.

Ninguno de los dos era lindo ni atractivo, pero eran distintos a lo que estábamos acostumbrados a ver y se les notaba de acá a Japón que no eran de la zona. Ni del continente.

Mi viejo se enredó en el inglés aprendido en colegio de curas, y nos decodificó la situación: eran dos suecos, íntimos amigos de mi tío Cachi (hermano de Norita que vivía en el país nórdico), enviados por este con la idea que los recibamos y les demos hospedaje.

Eran otros tiempos.

No se le tenía esa desconfianza, hoy reinante, a todo el mundo y la hospitalidad era una virtud.

Se ejercitaba la tolerancia y el formalismo con la parentela, y había que fumarse a primos, primos segundos, primos terceros, fueran lo que fuesen.

Para que te separen de la manada familiar tenías que ser prácticamente un asesino; casi todos los otros pecados o delitos eran absueltos a la hora de los bautismos, cumpleaños, casamientos y velorios, en los que se invitaba a todos, sin rencores ni melindres.

Las comunicaciones eran también completamente diferentes a hoy, y una llamada a Suecia de alrededor de tres minutos, hecha vía operadora y con demora, desequilibraba la balanza comercial de la familia, que por esos años de hiperinflación estaba (como casi siempre en mi vida) mirameynometoques. Por eso no llamamos a consultar a mi tío y nos confiamos en lo que mi papá creyó que ellos dijeron.

Y fue en ese contexto, que recibimos a dos suecos que hablaban poco y nada de español.

Aquí les debo aclarar, mientras los extranjeros se quitan los borceguíes y dejan respirar sus pies después de tan largo viaje, la relación que tenía Norita con sus hermanos.

Ellos habían partido muy jóvenes de Argentina a vivir en Europa, en una época en que eso no era para nada común. Se casaron por allá e hicieron su vida lejos y Norita, afecta por demás a las devociones desmesuradas, los quería con adoración.

La palabra de sus hermanos era sagrada, y superaba ampliamente a la de mi viejo en casi todas las cuestiones, hecho que provocó no pocos kilombos domésticos. Por eso, que su “hermanito” le hubiese mandado dos amigos para que los recibiera en su casa, era una obligación y un compromiso que todos debíamos aceptar sin chistar.

Así fue como mi hermana y yo les cedimos nuestra pieza y nos debimos conformar con dos colchones tirados en el piso.

Los flacos estaban realmente sorprendidos con la generosidad y apertura con las que fueron recibidos; se azoraron un poco ante tantas atenciones, pero pensaron que así debería ser la famosa fogosidad latina y se rindieron ante el primer asado al que se los invitó, pese a haberse declarado vegetarianos al llegar.

“Claro”, analizaba mi viejo con su lógica irrefutable, “una cosa es ser vegetariano en Suecia, en la que no encontrás un bife ni debajo de la tierra; pescando en el agujero de un lago congelado para sacar una anchoíta; y otra cosa es ser vegetariano acá, decime como te resistís a esto…” , les decía mientras cortaba con la cuchilla un pedazo de vacío que era, según sus propias palabras, “una manteca”.

Los suecos sonreían sin entender una palabra y masticaban haciendo ruido, hasta hartarse de los pobres animalitos muertos a los que habían defendido en sendas marchas de protesta en el centro de Estocolmo poco tiempo atrás.

Mi abuela les amasó ñoquis, suspendimos obligaciones por llevarlos a conocer la ciudad, les mostramos monumentos y bellezas naturales, dándoles explicaciones confusas que no entendieron nunca. Ellos se asombraron con los altares en honor a la Difunta Correa que por esos años florecían a la vera de las rutas y les sacaban fotos a las botellas acumuladas, ofendiendo a Norita que no podía aceptar que eso les interesara más que el monumento a Alfonsina Storni y su dramática versión de la canción en la que se relata la muerte de la poeta.

Los llevamos, claro, a la playa. Fueron con medias tres cuartos y zapatos, expusieron al sol su piel transparente después de nueve meses de oscuridad ártica y volvieron rojos como camarones. Por esos años no se usaba protector solar sino bronceadores, téngalo en cuenta, y tuvimos que pasarles aloe vera directo de la planta a sus espaldas.
El grandote se llamaba Bjon (sí, como el tenista) y el flaquito Casper.

Nuestra amiga Karina tuvo un breve e inocente romance con este último, unos besitos una noche, éramos muy jóvenes aún para pasiones de exportación.

Todos queríamos hacer quedar bien al tío Cachi con sus amigos, y nos deshicimos en amabilidades: les tendíamos la cama, los llevamos de recorrida familiar presentándoles a todos los parientes, les lavábamos la ropa… los suecos estaban sorprendidísimos y volvieron a su país enloquecidos con las virtudes del “Ser Nacional”.

Un par de años después mi tío Cachi vino de visita y, como siempre, eso era motivo de alegría para mi familia.
Pasados los días, recordamos a Bjon y a Casper y le preguntamos por ellos.

-Quiénes son? – nos preguntó sorprendido.

-Cómo que quiénes son?, se asombró Norita, tus amigos, los que nos mandaste hace dos años… uno alto, grandote… el otro con cara de nena… ché, tus amigos suecos, vinieron de parte tuya….

Cachi se quedó pensando, no los sacaba.

Fuimos y buscamos en la caja de fotos y encontramos una en la que estábamos la familia rodeando a los suecos en la playa, bajo la carpa que alquilamos para que no se siguieran cocinando al sol.

-Aaaahhhh, estos!!!! Sí, me acuerdo… y cómo decís que se llaman? – nos preguntó muerto de risa.

Parece ser que eran dos que fueron una vez a su negocio a comprar, vieron la foto de Maradona que mi tío tenía en la pared de su almacén, y le contaron que pensaban visitar Sudamérica pronto (para ellos por esos años Sudamérica era un genérico de un montón de países exóticos). Cachi les dio la dirección de su hermana por las dudas, como un gesto de gentileza en caso (muy remoto para él) de que arribaran a Argentina y (más remoto aún) a Mar del Plata. Pero nunca más los vio, ni jamás supo siquiera sus nombres.

-No te llevaron los alfajores que te mandamos? – preguntó mi abuela incrédula- hasta les regalamos un mate a cada uno que decía “Recuerdo de Mar del Plata…”

-Nunca más los vi! – aseguró mi tío.

-Y así nomás es como se maneja la economía hoy día, dijo mi viejo guiñándome un ojo; el primer mundo viene, se come todo, nos aprieta a las minas y hasta le damos un souvenir para que no nos olviden. A este paso, no nos convertimos más en potencia, eh…

Todos nos reímos mientras Norita guardaba la foto en la caja de recuerdos familiares, junto con otras confusiones y fracasos que asfaltaron la ruta de nuestra vida, llenándola de anécdotas que hoy recuerdo con tanta nostalgia y cariño; crédulos, inocentes en cierto punto, pero por sobre todas las cosas, juntos.

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora

[email protected],

en Instagram @soylaqueta

y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.



Lo más visto hoy