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Cultura 3 de mayo de 2020

Historias de Barrio: Un emprendimiento familiar

Sobre el almacén de los Di Paoli.

Ilustración Michael De Brito.

Por  Enriqueta Barrio

Di Paoli e Hijo era por esos años, algo lejanos, uno de los boliches más prósperos del barrio.

Había empezado siendo una granja, así le llamamos por aquí a los negocios que venden pollos y sus derivados; algunos cortes de cerdo y chorizos. Con los años se le agregaron productos de almacén y lo que la vieja Di Paoli llamaba “Delicateses”: quesos saborizados, aceitunas rellenas, frutos secos… No hubo manera que entendiera que se decía, en todo caso, “delicatesen”. No lo podía decir, como si fuera una palabra en chino mandarín, y aunque el hijo (responsable de la modernización del comercio) le insistiera hasta perder la paciencia, no había caso, la tana decía “delicateses” y mandaba a la mierda a todo el que la corrigiera.

La cuestión que el viejo Di Paoli, fundador, el que empezó faenando con sus propias manos los pollos que criaba en el fondo, mientras su mujer hacía los mejores embutidos del mundo, murió alrededor de los cincuenta y pasó a ser su hijo, el Eduardo, el nuevo titular. La viuda dejó la fábrica de hacer chorizos y se sentó en la butaca de la caja hasta su muerte, contando billetes con sus manos enjoyadas.

El Eduardo a su vez tuvo tres hijos con Carmencita, una mujer muy callada, pero que cada vez que abría la boca sacaba una lengua viperina que sorprendía. El mayor, Pablo, empezó a los catorce años a familiarizarse con las tareas del rubro: reponía mercadería, subía y bajaba cajas del salón de ventas al depósito, revisaba fechas de vencimiento, y ese tipo de cosas. Era gordito desde chico, y siempre estaba masticando algo que manoteba a la pasada. Cuando su padre murió a los cuarenta y ocho de un ataque al corazón, el Pablo se hizo cargo del negocio.

Su hermana, la Paola (a casi todos los nombres les anteponían el artículo, costumbre familiar), estudió Economía y se encargaba de los pagos y de repartir las ganancias entre los tres hermanos.

El Sergio, el menor, era el hijo consentido. Nieto de inmigrante, hijo de padre dedicado solo a laburar, se prometió a sí mismo pasarla lo mejor posible en esta vida y en eso estaba, gastando con desdén lo que con tanto sudor ahorraron su abuelo, su padre y ahora su hermano mayor.

Caía al almacén a la tardecita, bañado y perfumado, sacaba de la heladera exhibidora varias botellitas de cerveza y se quedaba afuera hablando pavadas con una barra de vagos que le festejaban todo para seguir escabiando gratis. Fumaban y reían a carcajadas, que iban creciendo conforme avanzaban las horas y las botellas vacías se apilaban. Les decían piropos que se convertían en guarangadas a las chicas, y más de una vez el Pablo tenía que salir de atrás del mostrador hecho una furia a pararles el carro.

El Pablo se casó con la Sandra, con quien estaba de novio desde siempre, y ella ocupó el lugar de la vieja Di Paoli en la caja. Pudimos ver como creció y maduró en esa butaca, abriendo y cerrando el cajón de la plata, mojando el dedo en una almohadilla de goma antes de contar los billetes.

La Sandra odiaba por sobre todas las cosas al Sergio.

Lo consideraba un zángano, un buenoparanada, un sátrapa, un vivillo de poca monta, un parásito que se aprovechaba de ellos para darse la gran vida. Desde la hora en la que aparecía el Sergio en el negocio hasta que cerraban, Sandra vivía en un infierno. Cada vez que su cuñado abría la heladera, cada vez que se escuchaba una risotada en la vereda, cada vez que resonaban los silbidos al pasar una chica, la úlcera que la torturaba desde los treinta, se agrandaba un poco más.

No decía nada (“y así es como me enfermo”, pensaba), pero taladraba con la mirada a su marido para que saliera a poner orden, con una cara tal de desagrado que parecía que se había tragado un bicho.

“Bueno, bueno, ahí voy….”, decía el pobre Pablo, con la voz contenida para que los clientes no escuchásemos lo que escuchábamos, y les recriminaba a los muchachones: “Ché, boludos, ¡paren un poco! Hay gente en el negocio, hay señoras, chicos… ¡dejensé de joder!”

Sergio y sus secuaces ponían cara de nenes cuando los reta la maestra, murmuraban un “Disculpá Pablo, es que este dice cada cosa…” y cuando el mayor se daba vuelta, estallaban de risa otra vez.

Para Sandra esas risas eran un cuchillo que se hundía más en la herida, y su bronca le incendiaba la boca del estómago, obligándola a tomarse tres o cuatro uvasales por día.

Muchas veces en los primeros años de su relación con el Pablo, había intentado hablar con él sobre su díscolo hermano. Pero no había caso, no quería saber nada, y minimizaba las fallas de su hermano: “Dejalo, es joven todavía, ya va a sentar cabeza….”, “No es culpa de él, lo que pasa que la vieja lo malcrió siempre, que querés…” y excusas así, cerrándole el camino a la bronca de su mujer, que masticaba odio todos los días, viendo al pobre de Pablo “deslomarse invierno y verano en el negocio, mientras el otro de pantalón blanco y mocasines se hace el galán en la vereda”.

Los clientes habituales sabíamos de este odio mal disimulado, y cuando afuera se escuchaba una puteada o una frase soez, inmediatamente mirábamos a la Sandra, con el placer morboso de ver su cara descompuesta de la vena y poníamos expresión de “y queselavahacer”, adhiriéndonos solidariamente a su indignación.

El negocio iba viento en popa, y los Di Paoli vivían muy bien. Durante años (que quizá no fueron tantos, pero vieron que lentos pasan cuando uno es chico, y como se aceleran después), el barrio entero se congregaba allí.

Hasta que una mañana nos topamos sorpresivamente con la persiana a rombos de Di Paoli e hijo cerrada a las diez. Nunca había pasado algo semejante y algunos clientes incrédulos forcejeaban, metiendo la mano entre los hierros, sacudiendo el picaporte, para convencerse de lo que a todas luces era evidente: estaba cerrado.

Se empezaron a tejer las más variadas especulaciones, todo a media voz, como si fuera un secreto o hubiera un enfermo cerca, pero ninguno sabía realmente lo que había pasado.

Los Di Paoli, todos, vivían arriba del negocio, en un gran piso con techo de tejas que el padre de los tres hermanos, el finado Eduardo, había tenido la precaución de construir siguiendo esa costumbre tan arraigada del gringo en estos lares, a los que “el ladrillo” les daba seguridad. Tres viviendas independientes pero juntas, para que la familia no se dispersara. Ese día de incertidumbre las cortinas de rombos estaban bajas y los vecinos buscábamos indicios de lo acontecido en el chalet silencioso.

Finalmente la Beba, que adoraba tener primicias, nos desayunó: el Pablo había tenido un infarto mientras se afeitaba a la mañana, mirándose al espejo, que no lo mató de inmediato. “Lo llevaron a la clínica, se recuperó un poco, pensaron que zafaba, le dieron de comer incluso, y al rato… ¡paf! (describía chocando las palmas) , no va que le da otro infarto, y este sí, chau, lo fulminó!”.

Nos quedamos helados.

Se empezaron a tejer las más diversas hipótesis sobre el futuro de la familia y del negocio. La hermana del Pablo era la antítesis de lo que se requería para llevar adelante una granja y almacén: pálida y rata de biblioteca, imposible imaginarla trozando un pollo con la certeza y energía con que lo habían hecho históricamente todos los Di Paoli. ¿La Sandra? Tampoco, su lugar era la butaca de la caja, no sabría cómo hacerlo, y además esa era una tarea considerada de hombres en esa época.

Quedaba, claro, el Sergio. Y ahí todos nos mirábamos con inteligencia, sin querer decir lo que todos sabíamos, que nadie se imaginaba al muchacho laburando o levantándose a las seis de la mañana para embolsar menudos.

Sin embargo, lo intentaron.

Después del luto de rigor, levantaron la persiana y vimos atrás del mostrador al Sergio con cara de dormido y el pelo estirado con agua, queriendo parecer un tipo de laburo de la noche a la mañana.

Sandra le contaba detalles escabrosos sobre el colesterol y las dificultades “para ir de cuerpo” (así decía para ser elegante) del finado, a cada cliente que iba a pagar, dejándolos espantados.

Con el tiempo empezamos a notar los cambios: la hora de apertura empezó a ser caprichosa, los productos escasearon en las góndolas y nadie los reponía y la piel de los pollos en la heladera tomaba un peligroso color amarillo oscuro. La viuda parecía disfrutar del derrumbe: era demostrar que efectivamente ella siempre había tenido razón al decir que su cuñado era un inútil de pura cepa.

“Es la decadencia del Imperio Romano”, decía mi viejo, resumiendo, al salir del negocio.

La cuestión fue que el Sergio se jugó el otrora próspero Di Paoli e Hijo en el casino, con toda la intención de fundirse lo antes posible y así no trabajar más, y aunque la hermana intentó dibujar los números del balance lo más que pudo, lo cierto es que tuvieron que terminar rematando hasta las estanterías para pagar deudas a proveedores.

La Sandra lloró un tiempo y después se engayoló con Omar, el gomero de la vuelta, que le hizo alineación y balanceo, y le emparchó el corazón agujereado por un amor de rutina.

Las cortinas de rombos se bajaron para siempre, el cartel perdió unas letras y decenas de sobres con membretes de bancos hoy inexistentes, nunca se abrieron y quedaron abandonados en el piso polvoriento del local.

Y ahora, cada vez que cocino pollo, me viene a la cabeza la historia de Di Paoli e hijo, y no puedo dejar de decir para mis adentros “Delicateses”, sonriendo con nostalgia, recordando los tiempos de apogeo del Imperio Romano.

Ilustración Michael De Brito.

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