Cultura

Imanol Subiela Salvo: “En estos 40 años de democracia, nunca nos preguntamos qué hizo la dictadura con el arte”

El periodista y licenciado en comunicación audiovisual acaba de publicar "Golpe en el museo", una rigurosa investigación sobre el robo más grande de obras de arte en Argentina, sucedido en 1980. Cómo el caso permite pensar la historia reciente de nuestro país y por qué es importante que los Estados financien la cultura son algunos de los ejes de esta entrevista con LA CAPITAL.

Por Rocío Ibarlucía

En la madrugada del 26 de diciembre de 1980, un grupo de ladrones ingresó al Museo Nacional de Bellas Artes para saquear la sala Mercedes Santamarina, donde se encontraba, entre otras piezas de arte decorativo, una colección de 16 pinturas y dibujos de artistas impresionistas como Matisse, Renoir, Gauguin y Cézanne, tasados en varios millones de dólares.

La investigación del caso duró décadas y todavía no se ha llegado a una conclusión, aunque sí se lograron recuperar tres de todas las obras robadas. Para llegar a la restitución de estos cuadros, hubo un gran despliegue judicial que empezó con encubrimientos por parte de la cúpula militar y torturas a los empleados del museo. Estos hechos pusieron bajo la mira a la banda de Aníbal Gordon, más tarde condenado por crímenes de lesa humanidad, acusado de operar el centro clandestino Automotores Orletti con Otto Paladino y de participar en otros robos en museos de Rosario.

Veinte años después, en plena crisis del 2001, la pesquisa se reavivó gracias un detective privado inglés, quien descubrió el paradero de los cuadros a través de un empresario taiwanés, lo que desencadenó negociaciones secretas con el director del museo de entonces, Jorge Glusberg. Este empresario del arte, quien venía llevando a cabo una gestión controversial, tuvo que enfrentarse a las acusaciones del también polémico juez Norberto Oyarbide, que tomó el caso para redimir su imagen tras el escándalo de Spartacus.

La extravagancia de los personajes involucrados, el botín millonario oculto en un sótano de Taiwán y la hipótesis oficial de que las obras de arte fueron vendidas por la dictadura para comprar armas que luego fueron usadas en la guerra de Malvinas son algunos de los componentes que hacen que esta historia pueda sonar inverosímil, extraída de “una película de espías”, como describiría el propio Oyarbide.

Sin embargo, el periodista Imanol Subiela Salvo logra ordenar los hechos con rigurosidad histórica en su libro “Golpe en el museo”, editado por Planeta, mediante la reunión de materiales dispersos sobre el caso y sustentado en numerosas fuentes que incluyen entrevistas a especialistas en coleccionismo argentino e historia del arte, además de conversaciones con el propio juez Oyarbide, estudios del archivo de prensa y expedientes de la Secretaría de Cultura de 2001. Además, el autor hace una mención especial: “No podría haber hecho este libro sin el trabajo de la directora de cine Patricia Martín García, quien publicó un libro (‘Pasaporte al olvido’) cuyo valor son las entrevistas a los empleados del museo, que para cuando yo empecé a investigar ya estaban casi todos muertos”.

El intenso trabajo de investigación de Subiela Salvo ha conseguido no solo generar un archivo sobre el robo más grande a un museo en la historia argentina, sino colaborar con la construcción de la memoria, al develar qué hizo la última dictadura militar con el patrimonio cultural de todos los argentinos. LA CAPITAL charla con su autor para intentar esclarecer por qué son necesarias las obras de arte, ayer, hoy y siempre.

-¿Qué fue lo que te interpeló del robo para decidir escribir un libro?

-Cuando escuché por primera vez sobre el robo por Santiago Villanueva, que es artista y curador, me pareció que la historia tenía algo muy espectacular, medio de película de fantasía, porque no se puede creer que esto haya pasado. Había algo de esa espectacularidad que me gustaba para contar porque podía resultar muy atractivo de leer y de escribir. Otro motivo por el cual decidí avanzar fue que me parecía y me sigue pareciendo que la historia del robo de alguna manera sirve para pensar los últimos 50 años de la historia argentina, del 80 para acá, porque a través del robo, podemos ver cómo funcionaba la dictadura, cómo se consolidó la democracia, la crisis que generó el menemismo, el 2001 y cómo un poco se acomodaron las cosas en los primeros años de los 2000.

“Lo que pone en evidencia esta historia es que la dictadura usó los bienes culturales y públicos de la Argentina para financiar su plan operativo represivo”.

-De hecho, en el libro sostenés que el Museo Nacional de Bellas Artes permite pensar la historia política y cultural de nuestro país. ¿Hasta qué punto el museo puede configurar la manera de pensar nuestra historia y lo argentino?

-Sí, considero que uno puede pensar la historia de la Argentina desde la época de la colonia hasta el presente a través de las obras del Museo Nacional de Bellas Artes. El museo, para mí, configura nuestra manera de imaginar. Cuando nos preguntamos qué es lo argentino, seguramente digamos el mate, las vacas, el campo, esa idea de la tradición, pero eso es algo que vemos en la pampa húmeda, en la provincia de Buenos Aires. Yo soy de Trelew y el campo en el sur no tiene vacas porque no hay pasto, hay ovejas y, sin embargo, lo argentino es la vaca. El museo de alguna manera da cuenta de esa forma en la que se nos configuró una manera de imaginar. Y esa fue una decisión arbitraria que tomaron las élites a finales del siglo XIX, cuando (Eduardo) Schiaffino, que fue el fundador y el primer director del Bellas Artes, junto con otros artistas e intelectuales, definieron qué es lo argentino, algo que después se consolida con esa conferencia famosa de Leopoldo Lugones donde él dice que lo argentino es el Martín Fierro. Estas decisiones arbitrarias nos condicionaron hasta el día de hoy. Uno puede pensar cómo el museo condiciona esa manera de pensar, nuestra imaginería, me gusta decir a mí. De alguna manera, contar la historia del robo y un poco la historia de ese museo también era dar cuenta de ese momento en que alguien dijo cómo teníamos que imaginar, qué era lo argentino, qué tenía que estar en el Museo de Bellas Artes, qué no. Creo que también me interesó esta historia por todas estas complejidades que tiene la institución. Sumado al sesgo mío de que es mi museo favorito.

-¿Por qué te atrae? ¿Qué encontraste o seguís encontrando en el museo?

-Hay algo de lo majestuoso que es atrapante, un edificio gigante con pisos de madera y pinturas increíbles de artistas increíbles. A mí me interesan mucho las vías de las aristocracias y el museo se formó con donaciones de aristócratas. Cuando aparece Santiago Villanueva entrevistado en la mitad del libro, él dice algo que me gusta mucho y es que el museo se podría llamar Museo Nacional del Gusto de la Aristocracia Porteña, porque las obras que uno ve cuando camina por esos pasillos son obras que decidieron comprar familias ricas, hace 100 años o más. Hay algo de esa combinación de lo majestuoso, de lo megalómano y también de esa impronta clasista que a mí me llama la atención.

Imano Subiela Salvo acaba de lanzar una revista cultural, “Vida cotidiana”, creada en conjunto con Delfina Bustamante, Florencia Böhtlingk y Claudio Iglesias. / Foto: Martín Pisotti.

-Después de todo lo que investigaste, ¿creés que se confirma la hipótesis de que la dictadura intercambió las obras de arte por armas que después fueron usadas en la guerra de Malvinas? Si bien el caso no se resolvió judicialmente, ¿llegás a esa conclusión o no?

-Esa hipótesis es la que investiga Oyarbide, es decir, la Justicia federal sigue esa línea de investigación, que se desprende de los crímenes que había cometido la banda de Aníbal Gordon, un tipo vinculado a la Triple A que también siguió siendo una persona muy fuerte en la dictadura, porque ellos habían robado en otros museos. Además, también se publica una denuncia anónima en el diario La Prensa del periodista Guillermo Kelly, que dice que Gordon fue quien robó los cuadros. Y, según Kelly, Gordon confirma el crimen cuando lo secuestran y lo torturan. Cuando entrevisté a Oyarbide, le pregunté qué tanto había podido avanzar él en confirmar esa hipótesis y lo que me dijo fue que para cuando a él le llegó la causa, Paladino y Gordon ya estaban muertos, entonces nunca pudo tomarles una declaración para saber qué tan implicados estaban o no en el caso. Yo tiendo a creer que hay una posibilidad de que eso efectivamente haya sido así, o sea, que quienes robaron las obras eran de un grupo de tareas de la dictadura. Pero lo que no me arriesgaría a decir es si ese mismo grupo de tareas sacó las obras del país y las cambió por armas. Siento que la ingeniería era más grande, entonces capaz que el grupo de tareas solo era la punta del iceberg de todo el sistema que había debajo para gestionar ese intercambio con este traficante de armas.

-Por las múltiples pruebas que incluís en el libro, es evidente que hubo miembros de la dictadura que participaron en el robo o en su encubrimiento. ¿En qué sentido el arte fue un instrumento para llevar a cabo sus políticas represivas?

-Siento que en estos 40 años de democracia, nunca nos preguntamos qué hizo la dictadura con el arte y la cultura, más allá de los casos de los artistas exiliados, y me parece que es importante hacerse la pregunta. Lo que pone en evidencia esta historia es que la dictadura usó los bienes culturales, públicos y estatales de la Argentina para financiar su plan operativo represivo. Suponiendo que la hipótesis investigada por la Justicia sea cierta, de que cambian obras por armas, eso vendría a confirmar que la dictadura pensaba en el arte solo en su dimensión económica, o sea, le interesaba lo que podía hacer con la guita que eso representaba y lo que podía hacer era comprar armas para ir a Malvinas después. Está bueno pensar ahora qué hizo el gobierno militar con ese patrimonio que era de todos, que era público. Además, hubo otros robos, como el Museo de Arte Decorativo de Rosario, que en ese caso sí se confirmó que la banda de Aníbal Gordon lo llevó a cabo. Entonces, no era solo torturar y desaparecer gente, sino que además de eso saqueaban al país. En donde nosotros podíamos ver capital cultural e intelectual, ellos veían una caja de guita. También está bueno pensar qué usos culturales tienen los Estados en general, o sea, qué hacen los Estados con el patrimonio cultural. Yo creo que esos usos pueden ser muy diversos, pueden hacerse cosas increíbles u horribles, como esta que fue cambiar arte por armas.

“Este gobierno no quiere que tengamos la posibilidad de ir a la ficción para pensar que otro mundo es posible”.

-Hablando de qué hacen los Estados con el patrimonio cultural, el gobierno actual ya ha expresado su deseo de quitar financiamiento a la cultura mediante el cierre, por ejemplo, del Incaa, el FNA, el Inamu o el INT. Para vos, ¿por qué es necesario que el Estado garantice el acceso al arte a través de instituciones culturales?

-El gobierno de ahora tiene un sesgo muy marcado en contra de la cultura en general. La evidencia disponible ya demostró que cerrar institutos de arte no va a solucionar los problemas económicos de la Argentina y tenerlos abiertos tampoco los van a empeorar, o sea, es netamente un sesgo ideológico por el cual este gobierno decide avanzar en contra de las instituciones culturales. ¿Y por qué son importantes las instituciones culturales? Bueno, a mí me cambiaron la vida y pienso que a todo el mundo le puede cambiar la vida y creo que el Estado tiene que garantizar esa posibilidad. Muchos se preguntan para qué queremos financiar un museo si la gente no tiene para comer y yo no digo que ir al museo es más importante que comer, pero sí creo que ir al museo puede cambiar la vida a ese chico que no come. En el libro menciono una entrevista a Camila Sosa Villada en la que ella dice que el problema de Argentina no es la economía, sino que son las políticas culturales y también en otra entrevista dice: “A mí la literatura me cambió la vida porque me hizo rica”. Esa chica trans que probablemente fue marginada históricamente encontró en la literatura algo que después le terminó cambiando la vida. Justo ahora estoy leyendo “El niño resentido” de César González, otra persona a la que el cine y la poesía le cambió la vida, o L-Gante, que contó que las primeras grabaciones que hizo fueron con una computadora del programa Conectar-Igualdad. Entonces, desfinanciar las instituciones culturales es quitarle a la gente la posibilidad de que eso te cambie la vida, que suena naif y cursi, pero es real. También cuestiono ese sesgo de que quienes no tienen para comer no quieren ir al museo, ¿cómo sabes? ¿Por qué no les vas a dar la posibilidad? ¿Porque vos te creés intelectualmente superior que el otro? Este gobierno no quiere que la pasemos bien, que escuchemos buena música y que tengamos grandes colecciones disponibles, no quiere que imaginemos, no quiere que tengamos la posibilidad de imaginar, no quiere que tengamos la posibilidad de ir al mundo de la ficción, de las artes visuales, de la literatura para pensar que otro mundo es posible. Yo creo que su sesgo y el motivo por el cual está tan en contra de las políticas culturales, de los artistas y demás tiene que ver con negarnos la posibilidad de imaginar un espacio en donde se pueda ser libre, feliz, estar entretenido, viendo imágenes hermosas. Su pelea es netamente ideológica y no económica, que se supone que es lo que ellos defienden como su prioridad.

-¿Y creés que en algún punto el hecho de que el robo al Bellas Artes haya quedado inconcluso u olvidado tiene que ver con este desinterés por parte de los gobiernos y la sociedad en general respecto de la cultura?

-Sí, yo creo que hay algo de eso. Hay un sesgo de que las políticas culturales siempre son cosa de segunda y eso hizo que se olvidara esta historia. Por otro lado, creo que también el mundo de las artes visuales es bastante más endogámico, hermético y menos popular que el mundo de la música, el teatro o el cine. La gente tiene el hábito de ir al cine, de mirar series en su casa, de escuchar música, de ir al teatro, pero no tiene el hábito de ir al museo. Los artistas musicales llegan a una fama que los artistas visuales no. Lali, Fito Páez y Tini son 10.000 veces más famosos que Marta Minujín y Antonio Berni, que igual son bastante famosos. Pensá que no hay muchos artistas que todo el mundo conozca. Hay algo de esa lógica endogámica del mundo del arte que también ayuda a que este tipo de historias se olviden.

Retrato de Mercedes Santamarina.

-Tu libro rescata a una figura fascinante que es la de Mercedes Santamarina, una mujer no muy contada por la historia del arte. ¿Qué la hizo tan especial?

-Para empezar, me fascinó el retrato de ella, bastante atípico para la época: una mujer del siglo XIX posa sola, con escote y una pollera de tul que exhibe las piernas, la mirada perdida, una imagen muy sensual y misteriosa. Más allá de que fue ella quien había donado las obras al museo nacional que luego serían las robadas, quería recuperar una historia de una mujer coleccionista. Lo que ella hacía era comprar lo que le gustaba sin importar el valor, entonces su colección terminó siendo muy heterogénea, porque había cosas que no le importaron a nadie y obras súper importantes como las que se robaron. A mí algo de ese desprejuicio, por llamarlo de alguna manera, me interesaba también, porque no era una coleccionista que pensara en valores de prestigio o de valor económico, sino más bien por el lado más del placer, quería disfrutar de las imágenes. Ella junto con el galerista francés que cuida las obras hasta que vuelven a Argentina me parece que son los únicos personajes buenos de la historia y el resto de los personajes tienen muchos matices y sombras.

-En cada capítulo vas deteniéndote en los personajes siniestros que participaron en el robo o que lo encubrieron, como Nelly Arrieta de Blaquier. ¿Qué rol ocupó ella?

-Nelly para mí funciona como el contrapunto de Mercedes Santamarina. Nelly estaba preocupada por todo lo que a Mercedes no le interesaba: conseguir prestigio, estar en una situación de poder, tener plena conciencia de lo que tenía y no tenía en su colección, siempre pendiente del valor económico de las obras. A la vez, creo que la historia del museo permite ver que todo el mundo es malo y todo el mundo es bueno de a ratos. Ahora, hay una moda del ellos o nosotros, vos sos todo lo que está bien y el otro es todo lo que está mal y yo creo que todo es más complejo. Lo que quise hacer en el libro era dejar esos espacios para la ambigüedad y que el lector decida quién estaba de un lado y quién del otro. Volviendo al ejemplo de Nelly, fue una mujer muy vinculada con las cúpulas militares, casada con un tipo acusado de haber propiciado La Noche del Apagón y, al mismo tiempo, es la que detiene las torturas a los empleados del museo. Mismo (Norberto) Oyarbide, un juez cuestionado y múltiples veces denunciado y demás, pero a la vez es quien consigue que se restituyan tres de las obras robadas.

“Retrato de mujer” de Renoir, “El llamado” de Guauguin y “Recodo del camino” de Cézanne son las tres obras recuperadas y hoy exhibidas en el Museo Nacional de Bellas Artes.

-Las únicas tres pinturas recuperadas hoy pasan desapercibidas en el museo, los otros cuadros siguen perdidos por el mundo y el caso pareciera que nunca va a resolverse. ¿Qué te genera esto?

-Mientras hacía el libro, durante esos tres años todos los días pensaba en el robo, estaba obsesionado. Ahora, pienso que ya está, creo que con este libro aporté al haber armado un archivo sobre el robo y eso está bien. Y pienso que hay que aprender a convivir con las historias inconclusas, entender que hay cosas que no se van a resolver, cosas que no se van a entender y cosas que no se van a encontrar.

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