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Cultura 10 de junio de 2025

Itinerarios de lectura: avatares del crecer

Visita guiada por "Bicéfala" de Pablo Laborde, una novela que plantea con amorosa crudeza todas las tiernas taras de la adolescencia.

Pablo Laborde.

Por Nomi Pendzik

Un chico que sufre la habitual desorientación de la adolescencia. Un padre que compite con su hijo y goza haciéndolo sufrir. Una madre que cifraba todo el sentido de su vida en su militancia antinatalista, y no encuentra otra opción que aceptar su maternidad prácticamente ignorando a su hijo. El tío triunfador y complaciente, las hermosas primas gemelas, y una casa litoraleña para pasar los veranos en medio de esa familia horrorosa completan el marco de esta historia pergeñada por el narrador argentino Pablo Laborde.

Novela intimista, reflexiva –y muy crítica de ciertos intelectuales de clase media, revolucionarios de café–, “Bicéfala” (Buenos Aires, Bärenhaus, 2024) recorre un periodo que va desde el fin de la infancia hasta el presente del protagonista, que revisa su vida desde su árida adultez. Una escritura introspectiva y firme, con acertados toques de humor y de poesía, va tejiendo la trama y llevando al lector hacia las más insoportables honduras del alma.

El fragmento que les propongo ahora de esta novela me cautivó porque plantea con amorosa crudeza todas las tiernas taras de la adolescencia: la inseguridad, la vergüenza, el titubeante y ávido despertar sexual, la necesidad de ser visto y aceptado. Y narra, sin atenuantes, todas las risibles triquiñuelas de que se vale el protagonista para procurar sus objetivos. Léanlo con una sonrisa de misericordiosa nostalgia, por favor. Y después busquen “Bicéfala”, y vean qué otras sorpresas les depara.

***

“Bicéfala” de Pablo Laborde

Capítulo “Todo fuera del amor” (fragmento)

Por esos tiempos, había empezado a gustar de Alejandra, una compañera de división que me demostraba un moderado interés, aunque yo descontara que –conjeturando mi virginidad– ella nunca se fijaría en mí. Para tratar de contrarrestarlo, empecé a deslizar dentro del grupo indirectas sobre “determinada experiencia” que yo habría adquirido en los meses de verano. Frente a algunas compañeras que tenían vínculo con Alejandra, yo insinuaba haber conocido la lujuria. Mostraba suficiencia respecto de lo sexual, y cuando alguien en el aula hacía un comentario subido de tono, yo esbozaba una sabia media sonrisa y mascullaba alguna frase inconclusa que diera pauta de mi sapiencia carnal. Mis veranos en el campo eran la mejor coartada: nadie sabía lo que allí ocurría. Que, por supuesto, era nada.
A partir de mis fábulas, al cabo de unas semanas, fui trepando el escalafón de popularidad, al punto que algunos de mis compañeros –los más adormecidos– empezaron a pedirme consejo sobre chicas y cuestiones íntimas. Por aquel entonces, descubrí que podía ser un gran simulador. Era hijo de mi padre, después de todo.
Debió pasar mucho tiempo hasta que pude recuperarme de lo de Cintia, así que ahora me había propuesto ser cauteloso. Había aprendido que nada es peor que quedarse paralizado, y estaba dispuesto a intentar con todas mis fuerzas vencer el miedo. Me pasé días juntando valor, y una vez que tuve en mi poder todo el coraje que fui capaz de acumular, me le declaré a Alejandra en un recreo.
No emití más que una retahíla de monosílabos inentendibles, la sucinta expresión que los nervios me permitieron. Así y todo, el “querés salir conmigo” sonó bastante claro.
Ella primero lo tomó en broma, mirándome con una sonrisa a medio camino entre la sorpresa y la misericordia, pero enseguida comprendió –a pesar de, o quizá por– mi manifiesta exaltación, que yo hablaba en serio. Se quedó mirándome atónita mientras yo me derretía como una vela barata. La campana la salvó, y mientras regresábamos al aula, ligeramente deslizó que necesitaba pensarlo.
No podía creerlo: lo había hecho. ¡Había encarado a Alejandra! ¡Y ella no había dicho que no! Exultante, me senté en mi pupitre a paladear la victoria: ella sólo quería pensarlo. Parecía razonable, algo tan importante debía ser meditado, seríamos novios después de todo. Incluso, si jugara bien mis fichas, hasta podría aventurar la posibilidad de un debut sexual. No ahora, claro, pero quién sabe más adelante. Todo era demasiado bueno para ser cierto, y el caudal de adrenalina que fluía por mi sistema podría haber resucitado una momia putrefacta hasta convertirla en un zombi locamente enamorado.
Ese sábado próximo sería la fiesta de quince de Nora, una de mi grupito de pertenencia, y sabía que era la oportunidad justa para reclamar mi respuesta. Estaba dispuesto a corregir los errores del pasado. Había entrado en una inercia positiva, y en ese impulso se me ocurrió una idea “genial” para complementar lo logrado hasta el momento: sabía de una galería en la avenida Entre Ríos, cerca del Congreso, en que hacían tatuajes y ponían aritos a menores, sin pedir autorización de los padres. Mi jugada maestra consistía en tatuarme chiquitito Alejandra en el pectoral izquierdo, donde creía que se alojaba el corazón. Estaba seguro de que ella caería rendida a mis pies. Y así lo hice. Me tatuaron en un sótano mugroso de esa galería, sin los mínimos recaudos de higiene (cosa que ni contemplaba en aquel tiempo en que el tatuaje era cuestión de presidiarios). Salí de allí dolorido pero exultante, y si bien me recomendaron que no me sacara el vendaje por una semana, estaba dispuesto a apurar el proceso para impresionar a Alejandra. Porque, qué es un tatuaje si no un grito desesperado, una declamación explícita, la apremiante búsqueda de atención a un precio relativamente barato.
El sábado me ocupé de que mi vestuario fuera el adecuado. Las reglas del salón obligaban al traje y la corbata, y eso reducía opciones, mas no problemas: yo no tenía ni traje ni corbata. Terminé usando un ambo cruzado que a mi padre ya no le entraba. A mí me quedaba enorme: las botamangas anchas y las hombreras puntiagudas me daban el aspecto de un desnutrido botones de hotel kazajo. Pero no tenía alternativas, y me obligué a encontrar estilo en ese adefesio.
Esta vez no me lavé con el jabón antiacné, ni usé varias dosis de champú. De hecho, entré a la ducha con la gorra de baño de mi madre para no alterar la “onda capilar casual”, obtenida gracias a la mugre y la crasitud. Para inflar un poco el cuerpo y tratar de llenar el traje, debajo de la camisa me puse el buzo de gimnasia: el sofoco por la temperatura estival me preocupaba menos que verme frágil. Encontré en una cómoda una corbata estilo inglés parecida a la que usó Lord Brett Sinclair en un capítulo de mi serie predilecta. Lacré el atuendo con botas salteñas de gamuza. Sonrío al evocar aquel vestuario grotesco.
Cuando mi madre me vio, chistó, negó con la cabeza, y se alejó murmurando. Pero yo me sentía más seguro que un año atrás. Ignorando su descrédito, partí rumbo al cumple de quince de Nora en el Hotel Claridge.
Nos encontramos cuatro de nosotros en la puerta del colegio para ir juntos en un taxi, yo adelante, con el reloj del taxímetro clavándoseme en la frente granosa.
Ya en el salón, me mantuve cerca de mis amigos, apostados al lado de una ponchera, fingiendo necesitarla más que al aire, en esa sobreactuación que hace el adolescente de su necesidad de alcohol, como para mostrarse fuerte y adulto. A no muchos metros, junto a media docena de chicas del colegio, Alejandra brillaba.
Cuando empezó el vals, todos se abalanzaron a la pista. A mí me daba vergüenza bailar, pero consideré necesario mostrar algo de arrojo, y me puse en la fila para sacar a la cumpleañera. Era momento de ver de qué estaba hecho.