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Cultura 28 de mayo de 2025

Itinerarios de lectura: contra la literatura insípida

Una visita guiada por el universo narrativo del escritor brasileño Monteiro Lobato.

Monteiro Lobato.

Por Nomi Pendzik

Territorio misterioso el de la infancia. Cuántas cosas de las que gozamos como adultos –o de las que huimos– empezaron ahí, en ese universo cerrado donde íbamos explorando el mundo. A veces no teníamos acceso a otros ámbitos, como el cine o la TV, y entonces nuestro universo parecía cada vez más cerrado. Hasta que descubrimos la lectura.

Y entonces se nos abrió la puerta al infinito, y más allá. La música de las palabras y la magia de las historias que encerraban nos iluminaron los días, y nos expandieron el universo hasta llevarnos a realidades muy diferentes de la magra existencia palpable en que nuestro mayor deber era comer papillas desabridas.

Así fue que me partió la cabeza la colección de veintitrés tomos de “Las aventuras de Naricita”, del polifacético escritor brasileño Monteiro Lobato (Taubaté, 1882-San Pablo, 1948). Entre lo fantástico y lo didáctico, incluyendo tanto elementos de su propia creación y del folclore brasileño como de la literatura universal, Lobato creó un universo narrativo coherente y variadísimo, donde los personajes viven aventuras a veces hilarantes y a veces terroríficas. Desde el Vizconde de Marlo que se empachó de logaritmos, hasta la entrometida muñeca Emilia que, para frenar la Segunda Guerra Mundial, gira la llave del tamaño que reduce a los seres humanos a la medida de un insecto, Monteiro Lobato no nos “desinfectaba” la infancia: nos hacía cada vez más fuertes, mientras nos enfrentábamos a monstruos insospechados y salvábamos a nuestros amigos. Quizá a la insulsa mentalidad de hoy le resulte un escritor demasiado incorrecto, pero desde hace cien años alimenta el alma de muchos chicos de todo el mundo. Y eso no se consigue con papillas hervidas, sino con una escritura vigorosa, que invente historias dignas de ser leídas y recordadas.

“Naricita” de Monteiro Lobato

Una vez, después de dar comida a los peces, Lucía sintió los ojos pesados de sueño. Se recostó en la hierba con la muñeca al brazo, y se puso a mirar las nubes que cruzaban por el cielo, formando a veces castillos, a veces camellos. Y se iba ya durmiendo, arrullada por el movimiento de las aguas, cuando sintió cosquillas en el rostro. Abrió los ojos: un pececito vestido de gente estaba de pie en la punta de su nariz.
¡Sí, vestido de gente! Traía casaca roja, chistera en la cabeza y paraguas en la mano… ¡La mayor de las galanuras! El pececito miraba la nariz de Naricita frunciendo la frente, como quien no está entendiendo nada de lo que ve.
La niña contuvo el aliento por miedo de asustarlo, y así se estuvo hasta que sintió cosquillas en la frente. Espió con el rabillo del ojo. Era un escarabajo, que se había posado allí. Pero un escarabajo también vestido de gente, portando sobrecasaca negra, lentes y bastón.
Lucía se inmovilizó aún más, tan interesante le iba pareciendo aquello.
Al ver al pez, el escarabajo se quitó respetuosamente el sombrero.
—¡Muy buenas tardes, señor Príncipe! —dijo.
—¡Salud, maestro Cascudo! —fue la respuesta.
—¿Qué novedad trae a Vuestra Alteza por aquí?
—Sucede que me rasguñé dos escamas del lomo y el doctor Caracol me recetó aires del campo. Vine a tomarlos en este prado, que es muy reconocido, pero encontré este morro que me parece extraño— y el Príncipe golpeó con la punta del bastón la nariz de Naricita.
—Creo que es de mármol —observó.
Los escarabajos son muy entendidos en asuntos de tierra, pues viven cavando agujeros. Pero incluso así aquel escarabajo de sobrecasaca no fue capaz de adivinar qué clase de “tierra” era aquella. Se inclinó, acomodó sus anteojos, examinó la nariz de Naricita y dijo:
—Muy blanda para ser mármol. Más bien parece requesón.
—Muy morena para ser requesón. Más bien parece raspadura de azúcar —replicó el príncipe
El escarabajo probó la tal tierra con su lengua:
—Muy salada para ser raspadura. Tal vez…
(…) El pececito se ocupó en inspeccionar las ventanas de la nariz.
—¡Qué hermosas cuevas para una familia de escarabajos! —exclamó—. ¿Por qué no se viene a vivir aquí, maestro Cascudo? A su esposa le encantaría este juego de habitaciones.
(…) El escarabajo fue a examinar las cuevas. Midió la altura con el bastón.
—De verdad, son estupendas —dijo—. Pero temo que viva adentro alguna fiera peluda.
Y, para asegurarse, hurgó en el fondo del agujero.
—¡Uh, uh! ¡Sal de ahí, bicho inmundo!…
No salió ninguna fiera, pero como su bastón había hecho cosquillas a la nariz de Lucía, lo que salió fue un formidable estornudo. ¡Atchísss! Y los dos bichitos, cogidos de sorpresa, cayeron al suelo agitando las patas.
—¿Pues no lo dije? —exclamó el escarabajo, levantándose y cepillando con la manga la chistera sucia de tierra—. ¡Vaya si es un nido de fieras! ¡Y de fieras estornudadoras! Me largo. No quiero problemas con esa gente. ¡Hasta luego, Príncipe! Hago votos para que se cure y sea muy feliz.
Y allá se fue, zumbando que ni un avión.
Pero el pececillo, que era muy valiente, no perdió sus arrestos, cada vez más intrigado con la tal montaña que estornudaba. Por fin la niña se apiadó de él y decidió aclarar el misterio. Se sentó de súbito y dijo:
—No soy ninguna montaña, pececito. Soy Lucía, la niña que todos los días viene a traerles comida. ¿No me reconoces?
—Era imposible reconocerte, niña. Vista desde adentro del agua pareces muy diferente…
—Puede que así sea, pero te aseguro que soy la misma. Y esta señorita que está aquí es mi amiga Emilia.
El pececito saludó respetuosamente a la muñeca, y en seguida aseguró ser el Príncipe Escamado, rey del reino de las Aguas Claras.
—¡Príncipe y rey al mismo tiempo! —exclamó la niña batiendo palmas—. ¡Qué maravilla! Siempre tuve el deseo de conocer a un príncipe-rey.
Conversaron un buen rato, y después el príncipe la invitó a visitar su reino. (…)
Entraron directamente a la sala del trono, y la niña se sentó al lado del príncipe, como si fuera una princesa. ¡Linda sala! Toda ella de un coral lechoso, guarnecido de oro, y con colgaduras de perlas, que se mecían al menor soplo. El piso, de nácar tornasolado, era tan liso que Emilia resbaló tres veces.
El príncipe dio comienzo a la audiencia golpeando con una gran perla negra una concha sonora.(…)
Entró a la sala, muy apresurada y afligida, una cucarachita de mantilla, que se fue abriendo camino entre los asistentes hasta quedar frente al príncipe.
—¿Usted, señora, por aquí? —exclamó éste, admirado—. ¿Qué desea?
—Ando buscando a Pulgarcito —respondió ella—. Hace dos semanas que huyó del libro donde vive, y no lo encuentro en ninguna parte. Ya recorrí todos los reinos encantados sin descubrir el menor rastro suyo.
—¿Quién es esta vieja? —susurró la niña al oído del príncipe—. Me parece conocida…
—Sin duda, pues no hay niña que no conozca a la célebre doña Hechicera de los cuentos, la cucarachita más famosa del mundo.
Y volviéndose a la vieja:
—No sé si Pulgarcito anda por mi reino. No lo vi, ni tengo noticias de él, pero puede usted buscarlo con toda libertad…
—¿Por qué huyó? —preguntó la niña.
—No lo sé —respondió doña Hechicera—, pero he notado que muchos personajes de mis cuentos están ya cansados de vivir toda la vida presos en ellos. Quieren otros aires. Hablan de salir a recorrer mundo para meterse en nuevas aventuras. Aladino se queja de que su lámpara maravillosa se está oxidando. La bella durmiente tiene deseos de meter el dedo en otra rueca para dormir otros cien años. El gato con botas se peleó con el marqués de Carabás y quiere irse a los Estados Unidos a visitar al gato Félix. Blanca Nieves anhela teñirse el cabello de negro y aplicarse rouge en la cara. Andan todos rebotados, y me da un gran trabajo contenerlos. Pero lo peor es que amenazan con huir, y ya Pulgarcito dio el ejemplo.
Naricita admiró tanto aquellas rebeldías que aplaudió alegremente, con la esperanza de toparse tal vez en su camino con alguno de aquellos queridos personajes.
—Todo esto —continuó doña Hechicera— a causa de Pinocho, del gato Félix, y en especial de una tal niña de naricita chata que todos están deseando conocer. Hasta estoy por pensar que fue esa diablilla la que envenenó a Pulgarcito, aconsejándole huir.
El corazón de Naricita latió a toda prisa.
—Pero, ¿conoce usted a esa niña? —preguntó, cubriéndose la nariz por miedo a ser reconocida.
—No la conozco —respondió la vieja—, pero sé que vive en una casita blanca, en compañía de dos viejas decrépitas.
¡Ah! ¿cómo se le ocurrió decir aquello? Oyendo tildar a su abuelita de vieja decrépita, Naricita perdió los estribos.
—¡Muérdase la lengua! —gritó, roja de la ira—. Vieja decrépita es usted, y tan chismosa que ya nadie quiere saber de sus fantasías. La niña de la naricita respingada soy yo, pero sepa de una vez que es mentira que yo haya seducido a Pulgarcito, aconsejándole la fuga. Nunca tuve esa “bella idea”, pero ahora voy a aconsejarles, a él y a todos los demás, que huyan de sus libracos apolillados, ¿se entera?
La vieja, furiosa, la amenazó con enderezarle la nariz la primera vez
que la encontrara sola.
—Y yo le achataré la suya, ¿me oye? ¡Llamar a mi abuelita vieja decrépita! ¡Habrase visto…!
Doña Hechicera le sacó la lengua –una lengua muy flaca y seca– y se retiró furiosísima, rezongando vaya a saberse qué cosas.