Cultura

Itinerarios de lectura: ¿Cosas de chicos?

Nomi Pendzik reflexiona sobre cómo los recuerdos de la infancia, al ser transformados en relatos literarios, se convierten en tesoros que nos invitan a revivir emociones perdidas, como las de un niño que, con un carrito a rulemanes, construía su propio paraíso en la calle.

Por Nomi Pendzik

La infancia ha sido siempre territorio fértil para desenterrar de ella tesoros sentimentales dignos de ser convertidos en arte. A veces los tesoros desenterrados duelen como si las heridas siguieran sangrando; otras, en cambio, paladeamos en ellos la agridulce nostalgia del paraíso perdido.

Una de las dificultades que plantea para los escritores este abrevar en la infancia es cómo convertir un recuerdo –bueno o malo, para el caso da lo mismo– en un cuento o en una novela; es decir, en un texto que no se quede en la mera anécdota. En algunos casos es preciso despegarse de la realidad y agregarle escenas a esa historia verídica, o exprimirla para desarrollar algún aspecto que intervenga mejor en el diseño de la trama. En otros, la narración está servida casi de principio a fin. Se trata apenas de darle una vuelta de tuerca a la anécdota. En este sentido, no interesa tanto atenerse a la realidad de los hechos, sino contarlos de modo tal que puedan trascender esa realidad, para volverse literatura.

Es importante además determinar cuánto tiempo ha pasado desde los hechos narrados hasta el momento en que se narran. El tono cambiará si los relata un adolescente, un adulto o un anciano. También cambiará, probablemente, la visión que el personaje tenga de los hechos, si el tiempo transcurrido le permite al narrador revisar o revisitar esos momentos.

Y otro elemento para tomar en cuenta es lo que podríamos llamar la distancia emocional con que el narrador trabaja esas memorias. ¿Se emociona, o se contiene? ¿Provoca algún sentimiento en el lector, o lo deja frío? ¿Lo aleja, o bien le propone un paseo a su propia infancia para rescatar algún tesoro oculto?

Todas estas cuestiones se despliegan en el texto que les presento hoy. Se trata de un relato del talentoso narrador y actor marplatense Luis Moretti. Me lo cedió expresamente para esta sección, generosidad que le agradezco con especial afecto.

Vayamos juntos entonces a rescatar tesoros, veamos cómo las cosas de chicos se vuelven grandes en cuanto las narra un autor comprometido con el pasado y la palabra.


“Carritos a rulemanes” de Luis Moretti

Anoche, después de preparar el traje, la camisa y los zapatos que hoy me pondría para ir al banco a trabajar, me acosté rememorando la charla que había tenido con mis hijos.

—¿Ustedes creen que no tuve infancia?

—Y, sin la Play ni internet… —dijo Walter—, no sé a qué jugabas.

—Disfrutábamos un montón en la calle: jugábamos al fútbol, a las bolitas… Pero lo que más nos gustaba era correr carreras con los carritos a rulemanes.

—¿Carritos a rulemanes?

—Sí, los armábamos nosotros mismos, con una tabla rectangular montada sobre dos ejes de madera perpendiculares: uno fijo atrás, y otro móvil en la delantera, para doblar —ejemplifiqué con ademanes—. En los extremos, los rulemanes oficiaban de ruedas. ¿Me siguen?

Christian y Walter asintieron.

—Pobre mi vieja —dije—: cómo me retaba cuando volvía con los pantalones rotos por sentarme sobre los tornillos que unían el eje trasero con la madera, y con los talones de las zapatillas gastados por frenar contra el asfalto.

—¿Frenaban con las zapatillas? —Walter me miraba incrédulo.

—Sí y no. Ahora les cuento. Salir con el carrito era un momento mágico, y mi carrito era una joya. Porque mi hermano era un ingeniero construyendo esos carritos.

—¿El tío José? —se sorprendió Christian.

—El mismo. En esa época, en la Fórmula Uno, corrían los Tyrrell de seis ruedas. Y el tío, emulando a esas maravillas, armó el primer carrito del barrio con doble eje delantero, de seis rulemanes y con doble sistema de frenos. Uno de los frenos era una madera atornillada a los laterales de la tabla, que accionábamos como una palanca. Y en el eje delantero colocaba unas tiras de goma que rozaban contra el asfalto cuando bajábamos el talón. —Sonreí, nostálgico—. Igual destrozábamos las zapatillas.

—¿Y dónde conseguían los rulemanes?

—Recorríamos talleres y fábricas, y nos regalaban los que quedaban fuera de uso. ¡Y cómo los cuidábamos! Al terminar cada carrera, retirábamos los rulemanes, y los poníamos en remojo en un recipiente con kerosene. También controlábamos el estado del eje trasero, los frenos, las luces.

—¿Qué luces? —dijo Walter—. Dejame de joder, papá.

—Eran decorativas nomás. El Gordo las ponía para darse corte.

—O sea que estaban al pedo —Christian disfrutaba provocándome.

—Formaban parte del ritual. Esas carreras tenían un no sé qué, ¿vieron? Se los cuento y me emociono. Pero el que no lo vivió no lo entiende.

—Contanos de las carreras.

—Primero clasificábamos. No me miren así: éramos muy serios. ¿Vieron la calle Solís? En la esquina de Juramento, hay una loma de unos cinco metros de largo. Ahí largábamos, doblando a contramano por Solís.

—¿Encaraban a los autos de frente? —dijo Walter, agarrándose la cabeza.

—Era a propósito: así nos asegurábamos de esquivarlos.

—Estaban relocos —confirmó Christian.

Me reí, y seguí explicando:

—A mitad de cuadra, se paraba uno de nosotros con un cronómetro, y tomaba el tiempo cuando el carrito pasaba por delante de él. Los tiempos se registraban, y se conformaba el orden de largada. La cosa era al revés que en las carreras de verdad: el más rápido largaba desde atrás.

—Y eso por qué —Walter no quería perderse ningún detalle.

—Porque armábamos dos hileras, y el que largaba desde atrás cobraba más impulso por la mayor altura de la loma. ¿Me explico?

Walter asintió.

—Después nos colocábamos en posición de largada. Éramos una banda: el Colorado, Ale, el Turco, Carozo, Fernando. Y ahora viene lo mejor. Porque todavía no les conté nada del público.

—Dale, papá. ¿Qué público?

—¿Pero ustedes creen que éramos sólo unos pendejos molestando a los vecinos? No, queridos. Nosotros corríamos con público.

Me causaba gracia ver sus caras.

—En esa época, los turistas volvían de las playas del sur de Mar del Plata por Juramento hasta Juan B. Justo. Cuadras y cuadras de vehículos avanzando a paso de hombre. Nosotros, con los carritos, ocupábamos media mano de la calle, y la gente frenaba para vernos correr. El espectáculo era llamativo, no lo pueden negar.

Asintieron.

—En fin, pasaron muchos años y son sólo recuerdos, pero recuerdos que movilizan. Cómo será que todavía hoy, cada vez que me junto con el Gordo, me tengo que cuidar para que no se me escape un “Che, ¿y si armamos un carrito a rulemanes?”.

—Y por qué no le decís.

—Qué sé yo. Él es un tipo ocupado, y ya estamos grandes. Tengo miedo de que me mande a la mierda.

Después de rememorar esa charla, me quedé dormido. Hacía mucho que no soñaba. Y nunca había tenido un sueño que se sintiese tan real.

En el sueño, yo estaba en la puerta de mi casa de la infancia, vestido con el traje que había preparado antes de acostarme, y con el carrito de seis ruedas bajo el brazo. Alguien silbó, y vi que el Turco y Carozo venían sonrientes desde Solís. Unos hombres subían por Juramento. Más de cerca los reconocí: eran Fernando, el Colorado, y el Ale. Todos, con sus carritos bajo el brazo.

Me quedé duro de emoción cuando vi salir de casa a mi hermano con su caja de herramientas.

No sé cómo se mide el tiempo cuando uno sueña, pero me pareció que estuvimos horas y horas recreando aquellas carreras. Y cuando ya no tenía capacidad para absorber nuevas emociones, el Gordo me dijo:

—No sabés las ganas que tenía de hacer esto con vos, pero no me animaba a comentártelo.

La alarma del celular le puso fin a aquella extraordinaria experiencia. Me desperté con los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de felicidad: nunca había tenido un sueño tan realista.

Y ahora, mientras me preparo para ir a trabajar, pienso en la cara que pondría mi madre si me viera poniéndome este traje cuyo pantalón tiene el trasero desgarrado por los tornillos del carrito, y los mocasines con la suela destrozada de tanto frenar contra el asfalto.

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