Itinerarios de lectura: entre las grietas del mundo Perdido
Una visita guiada por Michael McDowell y el comienzo de la saga "Blackwater".
Malcolm McDowell, autor de la saga "Blackwater".
Por Nomi Pendzik
“Existen más cosas entre el cielo y la tierra que las que sueñas en tu filosofía”, le dice Hamlet a su amigo Horacio, en el famoso drama de Shakespeare. Se me ocurre que esa podría ser una de las definiciones de la literatura fantástica. Porque —como afirmaba el especialista Tzvetan Todorov— lo fantástico, al tiempo que nos sitúa en un mundo parecido al nuestro, el mundo conocido y habitual que vemos, tocamos y soñamos en nuestra filosofía, nos revela las cosas que existen más allá, y nos muestra las fisuras de ese mundo. Y de esas fisuras surge lo inesperado, lo insólito, lo extraordinario, aquello que hace tambalear nuestra confianza en lo conocido y habitual, y nos produce un delicioso desasosiego.
¿Y cómo consiguen los escritores llevarnos a esa dimensión? Narrando o describiendo de tal modo que no queda claro si lo que se vio es cierto o no. Por ejemplo, poniendo al personaje que mira en una situación ambigua, de mareo o borrachera, y usando verbos como “parecía”, adjetivos similares a “extraño”, frases como “una especie de…”. Así se logra que la escena o la descripción resulten nebulosas o imprecisas.
Vean cómo lo hace el magistral narrador y guionista norteamericano Michael McDowell en el primer tomo de la saga Blackwater —libro que he disfrutado gracias a un regalo del excelente escritor Marcelo D’Angelo—. Al comenzar la novela, un pueblo de Alabama llamado Perdido ha quedado semidestruido por la inundación. Dos pobladores, recorriendo en bote lo que queda de la calle principal, rescatan del hotel, que se suponía totalmente evacuado, a una muchacha esbelta, de cabellos rojizos y modales muy educados: Elinor Dammert. Elinor ha perdido en la riada su valija con la documentación, o eso es al menos lo que asegura. Aunque con reticencias, el pueblo la acepta y la acoge. Sólo les incomodan un poco ciertas costumbres de la joven, tales como bañarse desnuda en el río, de madrugada. ¿Quién —o qué— es Elinor, y por qué ha llegado a ese pueblo? ¿Cuál es el límite entre el mundo conocido y sus grietas, y qué puede salir de dentro de esas grietas? No casualmente existe en Alabama un pueblo llamado Perdido. Pero este es el pueblo Perdido forjado por la imaginación de McDowell. Con suaves toques de humor y algo de crítica social, el universo de Blackwater nos ofrece un atisbo de situaciones tan extraordinarias como reveladoras.
Blackwater I – La riada
Michael McDowell
[Traducción: Carles Andrew. Blackie Books, 2025]
Capítulo 1
Las mujeres de Perdido
Annie Bell Driver se detuvo junto al ramal —el arroyo era demasiado nuevo como para haber formado una orilla o algo parecido— y recorrió toda su longitud con la mirada. Unos treinta metros más arriba, el curso formaba un meandro y se adentraba en el bosque, y unos quince metros arroyo abajo, se curvaba en dirección opuesta. No veía a aquella mujer de pelo rojo y embarrado por ninguna parte. Annie Bell se preguntó si debería dirigirse río arriba o río abajo, o si era mejor regresar a la iglesia y concederle algo de intimidad a la mujer. Al fin y al cabo, acababa de pasar cuatro días en un hotel medio sumergido, por lo que no habría tenido la oportunidad de lavarse más que en las aguas de la riada, un remedio que no solo no remediaba nada, ya que una terminaba aún más sucia que antes, sino que era directamente insalubre.
Al final Annie Bell decidió seguir la corriente río abajo, pero en cuanto dio media vuelta reparó en la maleta negra de Elinor Dammert en el extremo de un banco de arena situado en el otro margen del río, justo enfrente; no la había visto antes porque se confundía con la vegetación que bordeaba el ramal.
Se le pasó por la cabeza la fugaz idea de que, tras haber sobrevivido a la crecida de los ríos Perdido y Blackwater, Elinor Dammert se había ahogado en aquel arroyo insignificante. Pero entonces se dio cuenta de que, para ahogarse, primero uno tenía que encontrar un lugar lo bastante profundo como para que le cubriera la cabeza, algo que no abundaba en el curso de aquel ramal. De hecho, era tan poco peligroso que Annie Bell nunca había advertido ni siquiera a sus hijos más pequeños cuando iban a bañarse: el agua no cubría tanto como para que se ahogaran y fluía demasiado rápido como para que pudieran criarse serpientes y sanguijuelas.
Pero si su maleta estaba allí y no era posible que se hubiera ahogado, ¿dónde se había metido Elinor Dammert?
Annie Bell Driver dio dos pasos río abajo y estaba a punto de agarrarse a una rama para pasar por encima de un charco cuando de repente se detuvo. Al pisar el suelo, se le hundió el pie y el agua se le empezó a colar por los agujeros de los cordones.
Allí, bajo el agua del arroyo, en una estrecha zanja que parecía excavada a propósito para su cuerpo, yacía Elinor Dammert, completamente desnuda. Se aferraba a unas matas de vegetación con ambas manos, pero estaba inmóvil.
—¡Santo cielo! —exclamó Annie Bell Driver—. ¡Que se ha ahogado!
Se la quedó mirando. El agua era clara y apenas lo bastante profunda como para cubrirla, pero, aun así, provocaba una especie de transformación visual: la piel de la señorita Elinor, vista a través de aquella rápida corriente, parecía correosa, verde, dura… Lo cual resultaba todavía más extraño, pues la señora Driver se había fijado en que la señorita Elinor tenía una piel de una blancura casi transparente. No solo eso, sino que, tal como constató la predicadora con incredulidad, aquel rostro sumergido parecía haber experimentado una metamorfosis deformadora: si antes era atractivo, estrecho y de rasgos finos, ahora parecía ancho, chato y vulgar. La boca se había ensanchado de tal forma que los labios parecían haber desaparecido por completo. Los ojos, bajo los párpados cerrados, se habían convertido en dos grandes cúpulas. Los párpados se le habían vuelto casi transparentes y la línea oscura que los separaba parecía estar pegada al abultado globo ocular, como un ecuador dibujado a lápiz sobre el globo terráqueo de un niño.
No estaba muerta.
Los párpados, finos y tersos, que cubrían aquellas protuberantes cúpulas se separaron lentamente y dos inmensos ojos (del tamaño de unos huevos de gallina, pensó fuera de sí la señora Driver) miraron a través del agua y se encontraron con la mirada de la predicadora bautista primitiva.
Annie Bell Driver se desplomó contra un árbol y la rama alta a la que se había agarrado se partió.
Elinor salió del agua. Los efectos de la transformación que había experimentado al sumergirse seguían presentes, y la señora Driver vio ante sí una criatura inmensa y deforme, de color verde grisáceo, con el cuerpo blando, una cabeza enorme y dos ojos fríos e inmóviles. Las pupilas eran verticales y delgadas, como dos líneas hechas a lápiz. Entonces el agua se deslizó por su cuerpo, de vuelta al arroyo, y la predicadora vio ante ella a Elinor Dammert, sonrojada y sonriendo con timidez, pudorosa ante aquella mujer que la había descubierto sin ropa.
La señora Driver respiró profundamente.
—Estoy mareada… —susurró.
—¡Señora Driver! —exclamó la señorita Elinor—. ¿Se encuentra bien?
Era como si el barro hubiera desaparecido de su pelo, que de pronto era de un rojo oscuro e intenso, como un banco de arcilla iluminado por el sol después de una tormenta de julio. Para los habitantes de Perdido no había nada más rojo que eso.
—Estoy bien —dijo Annie Bell Driver con un hilo de voz—. Pero, por Dios, ¡me ha asustado! ¿Qué hacía bajo el agua, muchacha?
—¡Ah! —respondió Elinor en tono ligero—. Después de sobrevivir a una riada no hay mejor forma de limpiarse. ¡Sé de lo que hablo, señora Driver!
Entonces dio un paso río arriba, hacia el banco de arena donde había dejado la maleta. Si la señora Driver no hubiera seguido tan mareada, habría jurado que, cuando la señorita Elinor sacó el otro pie del arroyo, este no era blanco y delgado, como el que ya estaba en la arena, sino que tenía un aspecto totalmente diferente: ancho y plano, verdoso y palmeado.
«¡Solo ha sido el efecto del agua!», se dijo Annie Bell Driver, cerrando los ojos con fuerza.
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