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Cultura 29 de abril de 2025

Itinerarios de lectura: ¡Hagan juego, lectores!

En una nueva visita guiada por la literatura, Nomi Pendzik propone sumergirnos en "El jugador" de Dostoyevski, un texto creado en un contexto de apuestas, apuro y amor.

Retrato de Fiodor Dostoyevski por Vasili Perov.

Por Nomi Pendzik

Octubre de 1866. Para el 1 de noviembre, Fiodor Dostoyevski tiene que entregar una novela. Necesita entregarla, mejor dicho, o terminará en la cárcel. Así de cruel fue el acuerdo que debió firmar con su editor, que ya le había adelantado el dinero para que escriba una obra –de cuyo argumento, dicho de paso, nuestro autor no tiene todavía la menor idea–. Pero Dostoyevski, de esa platita, perdió hasta el último kopek. ¿Por qué? Por un terrible mal que hoy se conoce como ludopatía.

Desesperado, asediado por las deudas y por el loco amor con que lo ata la díscola Polina Súslova, el buen Fiodor contrata a una taquígrafa, Anna Grigórievna. Su colaboración agiliza la escritura y sosiega al autor, y así logra concluir unas cuarenta mil palabras en poco más de veinte días. Tiempo después, la secretaria se convertirá en su esposa –pero esa es otra historia, que no contaremos acá–.

Esa novela, escrita al dictado, es “El jugador”, el apasionante relato de un joven que, en la imaginaria ciudad que lleva por sugestivo nombre Roulettenburg –la ciudad de la ruleta–, deambula entre sus dos adicciones: Polina, la hijastra del general ruso para quien él trabaja, y, naturalmente, la ruleta. Narrada en primera persona, resulta casi una autoficción: el protagonista, Aleksei Ivanovich, es la “cara literaria” de Dostoyevski, que cuenta algunos hechos reales vividos años atrás, con su propia Polina, en la ciudad alemana de Wiesbaden, famosa por su casino.

La narración empieza ‘in medias res’, es decir, con la acción ya comenzada. En la primera línea, Aleksei dice que ha vuelto a Roulettenburg. ¿Quién es él, de dónde volvió, por qué se fue, a qué fue, por qué su gente no lo recibe bien? Los lectores nos formulamos estas preguntas y otras más, y no podemos sino seguir leyendo para responderlas y construir la historia.

Y cuando llegamos al final, descubrimos que hemos participado de un recorte, un fragmento en la vida de Aleksei: desconocemos su pasado, antes de su llegada a Roulettenburg, y los hechos que narra y los vaivenes de sus pensamientos sólo nos permiten suponer cuál será su futuro –el sombrío futuro de quien vive esclavizado por la adicción–.

Pongámosle una ficha a esta maravillosa novela, queridos lectores, de la cual ahora les muestro el comienzo.

***

“El jugador. De las memorias de un joven” 

Por Fiodor Dostoyevski

Capítulo I

Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que nos expliquemos. Hay mucho que contar.

Me asignaron una habitación exigua en el cuarto piso del hotel. Saben que formo parte del séquito del general. Todo hace pensar que se las han arreglado para darse a conocer. Al general le tienen aquí todos por un acaudalado magnate ruso. Aun antes de la comida me mandó, entre otros encargos, a cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la caja del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar de paseo a Misha y Nadya, pero me avisaron desde la escalera que fuera a ver al general, quien había tenido a bien enterarse de adónde iba a llevarlos. No cabe duda de que este hombre no puede fijar sus ojos directamente en los míos; él bien quisiera, pero le contesto siempre con una mirada tan sostenida, es decir, tan irrespetuosa que parece azorarse. En tono altisonante, amontonando una frase sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que llevara a los niños de paseo al parque, más allá del Casino, pero terminó por perder los estribos y añadió mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir que los llevara usted al Casino, a la ruleta. Perdone –agregó–, pero sé que es usted bastante frívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar. En todo caso, aunque no soy mentor suyo ni deseo serlo, tengo al menos derecho a esperar que usted, por así decirlo, no me comprometa…».

—Pero si no tengo dinero —respondí con calma—. Para perderlo hay que tenerlo.

—Lo tendrá enseguida —respondió el general, ruborizándose un tanto. Revolvió en su escritorio, consultó un cuaderno y de ello resultó que me correspondían unos ciento veinte rublos.

—Al liquidar —añadió— hay que convertir los rublos en táleros. Aquí tiene cien táleros en números redondos. Lo que falta no caerá en olvido.

Tomé el dinero en silencio. (…)

A la caída de la tarde, como era menester, logré hablar con Polina Aleksandrovna un cuarto de hora. Nuestra conversación tuvo lugar durante el paseo. Todos fuimos al parque del Casino. Polina se sentó en un banco frente a la fuente y dejó a Nadyenka que jugara con otros niños sin alejarse mucho. Yo también solté a Misha junto a la fuente y por fin quedamos solos.

Para empezar tratamos, por supuesto, de negocios. Polina, sin más, se encolerizó cuando le entregué solo setecientos gulden. Había estado segura de que, empeñando sus brillantes, le habría traído de París por lo menos dos mil, si no más.

—Necesito dinero —dijo—, y tengo que agenciármelo sea como sea. De lo contrario estoy perdida.
Yo empecé a preguntarle qué había sucedido durante mi ausencia.

—Nada de particular, salvo dos noticias que llegaron de Petersburgo: primero, que la abuela estaba muy mal, y dos días después que, por lo visto, estaba agonizando. (…)

—¿Así es que aquí todos están a la expectativa? —pregunté.

—Por supuesto, todos y todo; desde hace medio año no se espera más que esto.

—¿Usted también? —inquirí.

—¡Pero si yo no tengo ningún parentesco con ella! Yo soy sólo hijastra del general. Ahora bien, sé que seguramente me recordará en su testamento.

—Tengo la impresión de que heredará usted mucho —dije con énfasis.

—Sí, me tenía afecto. ¿Pero por qué tiene usted esa impresión?

—Dígame —respondí yo con una pregunta—, ¿no está nuestro marqués iniciado en todos los secretos de la familia?

—¿Y a usted qué le va en ello? —preguntó Polina mirándome seca y severamente.

—¡Anda, porque si no me equivoco, el general ya ha conseguido que le preste dinero!

—Sus sospechas están bien fundadas.

—¡Claro! ¿Le daría dinero si no supiera lo de la abuela? ¿Notó usted a la mesa que mencionó a la abuela tres veces y la llamó «la abuelita», la baboulinka? ¡Qué relaciones tan íntimas y amistosas!

—Sí, tiene usted razón. Tan pronto como sepa que en el testamento se me deja algo, pide mi mano. ¿No es esto lo que quería usted saber? (…)

A Polina le desagradaban mucho mis preguntas, y eché de ver que quería enfurecerme con el tono y la brutalidad de sus respuestas. Así se lo dije al momento.

—De veras que me divierte verle tan rabioso. Tiene que pagarme de algún modo el que le permita hacer preguntas y conjeturas parecidas.

—Es que yo, en efecto, me considero con derecho a hacer a usted toda clase de preguntas —respondí con calma—, precisamente porque estoy dispuesto a pagar por ellas lo que se pida, y porque estimo que mi vida no vale un comino ahora.

Polina rompió a reír.

—La última vez, en el Schlangenberg, dijo usted que a la primera palabra mía estaba dispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desde una altura, según parece, de mil pies. Alguna vez pronunciaré esa palabra, aunque sólo sea para ver cómo paga usted lo que se pida, y puede estar seguro de que seré inflexible. Me es usted odioso, justamente porque le he permitido tantas cosas, y más odioso aún porque le necesito. Pero mientras le necesite, tendré que ponerle a buen recaudo.

Se dispuso a levantarse. Hablaba con irritación. Últimamente, cada vez que hablaba conmigo, terminaba el coloquio en una nota de enojo y furia, de verdadera furia. Dijo:

—Escuche y tenga presente lo que le digo: tome estos setecientos florines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda a la ruleta; necesito ahora dinero de la forma que sea.

Dicho esto, llamó a Nadyenka y se encaminó al Casino, donde se reunió con el resto de nuestro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tomé por la primera vereda que vi a la izquierda. La orden de jugar a la ruleta me produjo el efecto de un mazazo en la cabeza. Cosa rara, tenía bastante de qué preocuparme y, sin embargo, aquí estaba ahora, metido a analizar mis sentimientos hacia Polina. (…) Una vez más, me hice la pregunta: ¿la quiero?

Y una vez más no supe qué contestar; o, mejor dicho, una vez más, por centésima vez, me contesté que la odiaba. (…) Había momentos (cabalmente cada vez que terminábamos una conversación) en que hubiera dado media vida por estrangularla.

Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese.