Itinerarios de lectura: la agonía de la creación
Una visita guiada por la novela "Misery" de Stephen King, una especie de taller literario incorporado dentro de la ficción.
Stephen King.
Por Nomi Pendzik
Indiscutido best seller desde hace décadas, Stephen King es un escritor tan amado como rechazado. Hay quienes no dejan libro suyo sin alabar, y quienes lo miran siempre con sonrisa de perdonavidas. Yo sugiero que nos ubiquemos en una postura más ecuánime y equilibrada —ni tan calvo ni con dos pelucas—, y evaluemos lo más objetivamente posible la ingente cantidad de obras que King lleva publicadas.
Así, encontraremos joyas del ensayo como Danza macabra (1981) o Mientras escribo (2000), y novelas ya clásicas como El resplandor (1977) o La milla verde (1996). Y nos veremos cara a cara con un escritorazo que ama su profesión, que es un verdadero erudito del género que lo apasiona, y tiene las ideas muy claras sobre la literatura y sobre la escritura de ficción en particular.
Si vieron la película Misery (EE.UU., Rob Reiner, 1990, con guion de William Goldman y el propio King), seguro que sabrán de qué hablo. Misery es la historia de Paul Sheldon, un escritor que se ha vuelto popular por sus novelas por entregas –novelas adocenadas, seudodecimonónicas, destinadas a lectores poco exigentes—. Es un escritor famoso, pero eso no lo hace feliz, porque no lo conforma ser un best seller o ganar dinero: él quiere ser reconocido por sus pares como un novelista “serio”. Paul sufre un accidente, y es rescatado por una enfermera que se declara “su fan número uno”. Annie Wilkes lo lleva a su casa en medio de las montañas, cura sus heridas y… Y no les cuento más, por si no conocen el argumento.
Pero vamos a hablar de algunas cuestiones que no resultan tan explícitas en la película, y que en el texto escrito se vuelven centrales.
Porque Misery es una especie de taller literario incorporado dentro de la ficción. Situándose desde el punto de vista del protagonista, la novela reflexiona sobre qué es literatura y qué no, sobre la importancia de la verosimilitud en la narración, sobre la creación de personajes, sobre los vericuetos de la trama, incluso sobre los aspectos más comerciales y hasta banales del mundo editorial. Por ejemplo: aparecen en el texto capítulos que reproducen fragmentos del manuscrito de la novela sobre Misery Chastain que Sheldon se ve obligado a escribir bajo pena de muerte. Esos fragmentos, que el escritor tipea en una máquina mecánica y defectuosa —le falta el tipo correspondiente a la letra ene, que Sheldon agrega a mano—, narran la resurrección de Misery, una historia diferente de la principal, que es el calvario de Paul Sheldon. Así, tenemos dos historias muy distintas, con dos estilos narrativos y tipográficos completamente diferentes. Este juego gráfico —imposible en la película, claro está— no sólo agrega al texto otro nivel ficcional, sino que colabora para dar mayor fuerza de credibilidad a la historia: hay una novela, protagonizada por un escritor, que contiene otra novela, protagonizada por su personaje estrella.
Y ahora les voy a mostrar unos párrafos impresionantes de esa genialidad que es Misery, y ojalá que los disfruten tanto como yo: se trata del preciso instante en que Stephen King describe cómo opera en Sheldon la inspiración artística.
En la vida real sucede lo mismo: una idea —ese fantasma abstracto, intangible, que vaga por la mente del escritor— se va convirtiendo, gracias a las inefables sugestiones del Espíritu Santo, en una historia capaz de conmover a los lectores, que la sentirán tan viva como la vida misma. En síntesis, la magia de la creación.

Dos páginas consecutivas de la novela “Misery”, que ilustran los dos planos narrativos.
Misery de Stephen King
(Traducción de María Mir; disponible en Lectulandia.com)
Miró por la ventana, la barbilla en la palma de la mano. Ahora estaba completamente despierto, pensando rápida e intensamente; pero sin percatarse del proceso. Las dos o tres capas superiores de su conciencia, esa parte de su mente que se ocupaba de asuntos como la última vez que se había lavado la cabeza o si Annie vendría o no a tiempo con su siguiente ración de droga, parecía haberse ausentado por completo de la escena, como si se hubiese alejado sigilosa a buscar un poco de salchichón, de centeno o de algo semejante. Recibía mensajes sensoriales; pero no estaba haciendo nada con ellos, ni veía lo que estaba viendo ni escuchaba lo que estaba oyendo.
Otra parte de él intentaba rabiosamente invocar ideas, las rechazaba, las combinaba, rehusaba las combinaciones. Sentía lo que estaba ocurriendo, pero no tenía contacto directo con ello, ni lo deseaba. Allá abajo, en los talleres, estaba todo muy sucio.
Comprendió que lo que estaba haciendo ahora era TRATAR DE TENER UNA IDEA. Y tratar de tener una idea no es lo mismo que TENER UNA IDEA.
Ese otro proceso, TRATAR DE TENER UNA IDEA, no era en modo alguno tan elevado ni tan exaltante, pero sí era igual de misterioso…, e igual de necesario. Porque cuando uno escribía una novela, casi siempre se atascaba en alguna parte y no tenía sentido esforzarse por continuar hasta que TUVIESE UNA IDEA.
Cuando necesitaba tener una idea, su procedimiento habitual era ponerse el abrigo y salir a dar un paseo. Si no necesitaba la idea, se llevaba un libro. Reconocía que el paseo constituía en sí mismo un buen ejercicio, pero era aburrido. El libro se hacía imprescindible si no tenía a nadie con quien hablar mientras caminaba. Pero si lo que necesitaba era que le viniera una idea, el aburrimiento podía tener en una novela empezada el mismo efecto que la quimioterapia en un paciente de cáncer. (…)
Nunca había necesitado TENER UNA IDEA para empezar un libro, pero instintivamente comprendía que podía hacerse.
Estaba sentado en la silla, silencioso, con la barbilla en la mano mirando al establo. Si hubiese podido caminar, ya estaría allá fuera. Se hallaba sentado, silencioso, casi adormecido, esperando que ocurriese algo, sin darse cuenta de nada, excepto de que estaban ocurriendo cosas allá abajo, que edificios enteros de fantasía se estaban erigiendo, juzgando, condenando y demoliendo en un abrir y cerrar de ojos. Pasaron diez minutos. Quince. Ahora ella estaba pasando la aspiradora en la sala. Pero aún no cantaba. La oiría si lo hiciera. Esa otra cosa, un sonido inconexo que se introducía en su cabeza y volvía a salir como el agua corriendo a través de una tubería.
Al fin, los chicos de allá abajo le lanzaron una luz, como hacían siempre tarde o temprano. Pobres microbios de allá abajo, nunca paraban de reventarse las pelotas y él no les envidiaba ni un poquito.
Paul empezaba a TENER UNA IDEA. Su conciencia regresó. HA LLEGADO EL MÉDICO. Y cogió la idea como quien coge una carta de la ranura de la puerta destinada a la correspondencia (o, en este caso, del suelo). Empezó a examinarla. Casi la rechazó. ¿Qué fue eso? ¿Un tenue gruñido desde el taller de allá abajo? La reconsideró, decidió que la mitad podía aprovecharse.
Una segunda luz, más radiante que la primera.
Paul empezó a tamborilear los dedos en el marco de la ventana, con inquietud. Alrededor de las once, empezó a escribir a máquina. Al principio iba muy despacio, tecleos esporádicos seguidos de pausas, algunas hasta de quince segundos. Era como un archipiélago visto desde el aire, una cadena de montecillos bajos, separados por grandes extensiones azules.
Poco a poco, los espacios de silencio empezaron a acortarse y había ya ocasionales estallidos de tecleo. En la máquina eléctrica de Paul hubiesen sonado a Morse, pero el ruido de la Royal era más espeso, activamente desagradable.
Por unos momentos, no escuchó la voz de Ducky Daddles de la máquina. Al llegar al final de la primera página, se estaba calentando. Cuando terminó la segunda, iba a toda marcha.
Al cabo de un rato, Annie apagó la aspiradora y se quedó mirándolo desde la puerta. Paul ignoraba que se hallase allí.
Ni siquiera sabía que estaba él. Al fin había escapado. Se encontraba en el patio de la iglesia de Little Dunthorpe respirando el aire húmedo de la noche, oliendo a musgo, a tierra y a niebla. Oyó el reloj de la torre del templo presbiteriano dando las dos y lo metió en la historia sin perder ni una campanada. Cuando era muy bueno, podía ver a través del papel, ahora podía.
Annie le observó durante largo rato. Se fue al cabo de un momento. Su marcha, sus andares eran pesados; pero Paul no se enteró.
Trabajó hasta las tres de la tarde, y a las ocho le pidió que le ayudase a volver a la silla. Escribió otras tres horas, aunque a las diez de la noche el dolor había empezado a ponerse bastante feo. Annie entró a las once. Él le solicitó otro cuarto de hora.
—No, Paul, ya es suficiente. Está blanco como la sal.
Lo metió en la cama y, al cabo de tres minutos, se sumió en el sueño. Durmió toda la noche por primera vez desde que había salido de la nube gris, y también por primera vez no tuvo sueños extraños.
Había estado soñando despierto.
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