Itinerarios de lectura: ¿Para qué sirve la literatura?
Nomi Pendzik invita a leer "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen para pensar hasta qué punto la literatura nos enseña a vivir.
Jane Austen.
Por Nomi Pendzik
Días atrás apareció en una red social el anuncio de un libro basado en el universo de Jane Austen (1775-1817). El libro se titula “Cambia tu vida con Jane Austen: una guía emocional para vivir con amor, valentía y libertad”. La publicidad plantea que, gracias a este texto, aprenderemos a “hallar la serenidad en medio del ruido cotidiano” o a “pilotar los cambios de fortuna a tu favor”.
Es verdad que los buenos libros trascienden el ámbito del arte y movilizan en nosotros algo más que cuestiones estéticas. Muchas de nuestras lecturas –especialmente en la infancia y adolescencia– han moldeado nuestra particular visión del mundo. En “Orgullo y prejuicio”, uno de los personajes afirma: “El orgullo (…) es, a mi juicio, un defecto muy común. Todas mis lecturas me han convencido de ello”. Es decir que la misma Austen asegura que la literatura trabaja en nuestras almas.
Pero, ¿el objetivo de Jane Austen con sus novelas habrá sido enseñarnos a “hallar la serenidad en medio del ruido cotidiano” o a “pilotar los cambios de la fortuna”? ¿No será que –acostumbrados a que todo debe servir para algo, y a la satisfacción inmediata que nos proponen las publicidades, los políticos, los medios y las redes sociales– pensamos que es posible que la lectura de un texto nos habilite para cambiar de golpe el rumbo de nuestras vidas o alterar la realidad? O quizá lo que sucede es que un clásico como Austen da para todo, incluso comercialmente hablando.
Juzguen ustedes a partir del fragmento que les propongo de “Orgullo y prejuicio” (novela publicada en 1813, infinitamente traducida y adaptada). Desde la primera línea, y tanto en las palabras del narrador como en los diálogos, la autora comunica fina ironía, crítica social, descripción del entorno y caracterización de los personajes, con especial profundidad en los rasgos salientes de su carácter. Es destacable la impresión que causa Mr. Darcy en los demás —y quienes conozcan la historia sonreirán al leer esto—, impresión que se transmite de inmediato al lector.
Al leer la novela completa, descubrimos cuán extraños caminos toman los personajes a partir de sus propias decisiones o de las peripecias que el destino les presenta, cuán amplio puede ser el arco de su transformación, y cómo cambia nuestra impresión sobre ellos una vez que dejamos de lado los preconceptos o los prejuicios.
Y quizás es en este sentido que la literatura, acaso sin buscarlo, nos enseña a vivir.

Jane Austen, ilustrada por su hermana mayor Cassandra Austen, en 1810.
“Orgullo y prejuicio” de Jane Austen
(Traducción: Marta Salís)
Capítulo 1
Es una verdad universalmente aceptada que todo soltero en posesión de una gran fortuna necesita una esposa.
Aunque apenas se conozcan sus sentimientos u opiniones cuando llega a un vecindario, esa verdad está tan arraigada en la imaginación de las familias circundantes que todas le consideran propiedad legítima de una u otra de sus hijas.
—Mi querido señor Bennet —le dijo un día a éste su mujer—, ¿sabes que por fin se ha arrendado Netherfield Park?
El señor Bennet respondió que lo ignoraba.
—Pues así es —exclamó ella—; acaba de venir la señora Long, y me ha contado todos los detalles.
El señor Bennet no dijo nada.
—¿No quieres saber quién es el nuevo inquilino? —preguntó su mujer, impaciente.
—Tú estás deseando decírmelo, y yo no tengo inconveniente en escucharlo.
Esta invitación fue más que suficiente.
—Bueno, querido, me ha dicho la señora Long que el arrendatario es un joven muy rico del norte de Inglaterra; que apareció el lunes en un carruaje de cuatro caballos para ver la casa y las tierras, y se entusiasmó de tal modo con ellas que llegó inmediatamente a un acuerdo con el señor Morris; que se instalará en Netherfield por San Miguel, y algunos de sus criados llegarán a finales de la semana que viene para preparar la casa.
—¿Cómo se llama?
—Bingley.
—¿Está casado o soltero?
—¡Soltero, querido, por supuesto! Soltero y con una gran fortuna: una renta de cuatro o cinco mil libras anuales. ¡Me alegro tanto por nuestras hijas!
—¿Por qué razón? No entiendo en qué puede afectarles eso.
—Mi querido señor Bennet —contestó su mujer—, ¡a veces me exasperas! Sabes perfectamente que estoy pensando en que se case con una de ellas.
—¿Acaso se instala en Netherfield con esa intención?
—¿Con esa intención? ¡Menuda tontería! ¿Cómo puedes decir eso? Pero lo más probable es que se enamore de alguna, así que tendrás que ir a visitarlo en cuanto llegue.
—No veo ningún motivo para hacerlo. Puedes ir tú con las niñas, o dejar que vayan solas, tal vez sea lo mejor… Eres tan bonita como cualquiera de ellas y el señor Bingley podría preferirte a ti.
—Qué palabras tan halagüeñas, querido. Es cierto que fui bastante hermosa, pero no creo que ahora sea nada extraordinario. Una mujer con cinco hijas casaderas ha de olvidarse de su propia belleza.
—Bueno, no es frecuente que, llegado ese momento, tenga una gran belleza en la que pensar.
—En cualquier caso, querido, tienes que presentar tus respetos al señor Bingley en cuanto llegue a la vecindad.
—No te prometo nada…
—Pero piensa en tus hijas. Sería un matrimonio tan ventajoso para cualquiera de ellas… Sir William y lady Lucas están decididos a hacerle una visita únicamente con este propósito; ya sabes que, por lo general, nunca dan la bienvenida a los nuevos vecinos. Tienes que ir como sea, ¡estaría tan mal visto que lo hiciéramos nosotras…!
—Tienes demasiados escrúpulos. Imagino que el señor Bingley se alegrará de conoceros; le llevarás unas líneas de mi parte para que tenga la seguridad de que daré mi aprobación a su boda con cualquiera de mis hijas, la que más le agrade; aunque pienso cantarle las excelencias de mi pequeña Lizzy.
—Te ruego que no lo hagas. Lizzy no es mejor que las demás; y ni es tan guapa como Jane, ni tan alegre como Lydia. Aunque siempre ha sido tu favorita…
—No hay nada admirable en nuestras niñas —respondió él—; son tan necias e ignorantes como las demás jóvenes de su edad; pero Lizzy es más despierta que sus hermanas.
—Señor Bennet, ¿cómo puedes hablar así de tus hijas? Te encanta contrariarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.
—Te equivocas, querida. Tus nervios me inspiran el mayor de los respetos. Son viejos amigos míos. Llevo más de veinte años oyéndote hablar de ellos.
—¡Ah! No sabes lo que sufro…
—Bueno, espero que lo superes y vivas para ver a muchos jóvenes con rentas de cuatro mil libras anuales instalándose en el vecindario.
—¿De qué serviría que llegaran veinte si tú te niegas a visitarlos?
—Ten la seguridad, querida, de que el día que haya veinte iré a verlos.
Había en el señor Bennet una mezcla tan extraña de ingenio, sarcasmo, reserva y capricho que la experiencia de veintitrés años no había bastado para que su esposa le entendiera. Ella tenía un carácter mucho más fácil de descifrar. Era una mujer de pocas luces, escasos conocimientos y temperamento indeciso. Cuando algo le disgustaba, se creía enferma de los nervios. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su solaz, los chismes y las visitas.
Capítulo 2 (fragmento)
(…) Elizabeth Bennet se vio obligada, debido a la escasez de caballeros, a quedarse sin bailar dos piezas; y el señor Darcy pasó parte de este tiempo tan cerca de ella que la joven no pudo evitar oír una conversación entre este y el señor Bingley, que había abandonado el baile unos minutos para pedirle a su amigo que no se mantuviera al margen.
—Vamos, Darcy —dijo—, tengo que conseguir que bailes. No soporto verte ahí solo y aburrido. Sería mucho mejor que te unieras a los demás.
—No pienso hacerlo. Ya sabes cuánto detesto bailar, a menos que conozca bien a mi pareja. En una reunión como ésta, me resultaría insoportable. Tus hermanas están comprometidas, y no hay ninguna otra mujer en la sala con la que no considerase un castigo bailar.
—¡Me horrorizaría ser tan quisquilloso como tú! —exclamó Bingley—. Te aseguro que nunca he conocido a unas muchachas tan encantadoras como las de esta noche; y algunas son extraordinariamente hermosas.
—Tú estás bailando con la única joven agraciada de la reunión —dijo el señor Darcy, mirando a la mayor de las señoritas Bennet.
—¡Oh, sí! ¡Es la criatura más bella que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas, que, además de bonita, seguro que es muy simpática. Déjame pedirle a mi pareja que te la presente.
—¿A quién te refieres? —Y, dándose la vuelta, contempló por unos instantes a Elizabeth, hasta que, al tropezarse con sus ojos, desvió la mirada y añadió con frialdad—: Digamos que puede pasar; pero no es lo suficientemente hermosa para tentarme. Y no estoy de humor para prodigar atenciones a una joven que desdeñan otros caballeros. Será mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas, pues estás perdiendo el tiempo conmigo.
El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y en el corazón de Elizabeth anidaron unos sentimientos muy poco cordiales hacia el joven. Pero eso no impidió que contara a sus amigas lo ocurrido, con gran regocijo, ya que era una persona alegre y con sentido del humor, a la que gustaba sacar partido de las situaciones ridículas.
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