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Cultura 5 de marzo de 2025

Itinerarios de lectura: una metáfora de la naturaleza humana

Nomi Pendzik invita a releer "El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde", un clásico de Stevenson imposible de encasillar, y uno de los más aterradores retratos de las profundas oscuridades del alma.

Robert Louis Stevenson.

Por Nomi Pendzik (*)

¡Spoiler alert! Lo siento mucho, pero no tengo más remedio que anticipar algunos detalles de la obra que hoy les presento. Se trata de uno de los clásicos más celebrados –y adaptados y manoseados– de la literatura universal: “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde” de Robert Louis Stevenson. Estoy segura de que, aun cuando no hayan leído esta genial nouvelle, todos conocen la historia del doctor Jekyll y el terrible experimento que lo convierte en míster Hyde. Pero lo importante en este caso no es tanto lo que se cuenta sino cómo se lo cuenta.

Uno de los aspectos notables es el orden en que se relatan los hechos. Igual que en los relatos policiales, se mencionan ciertos misteriosos crímenes, que son resueltos gracias a una investigación. Gran parte de la historia nos llega a través de un narrador externo, centrado en el punto de vista de Utterson, el abogado amigo de Jekyll, que oficia como detective: reúne pistas y confesiones, interviene en lo que puede, y finalmente devela el enigma. Es también una especie de alter ego del lector: Utterson se formula las mismas preguntas que nos formulamos nosotros a medida que nos adentramos en la historia, y sus respuestas son las que daríamos nosotros, los detectives aficionados. Pero nuestras respuestas no alcanzan: la realidad es más horrorosa y compleja de lo que suponíamos.

Hay otras partes narradas en primera persona. La más elocuente es la confesión póstuma que Henry Jekyll escribe en una carta a su abogado –carta a la que los lectores accedemos sólo cuando Utterson puede leerla; de ella extraje el fragmento que hoy propongo–. Destaco el maravilloso trabajo que aquí hace Stevenson sobre el punto de vista del personaje. Por un lado, resulta revelador conocer, por sus propias palabras, las innobles motivaciones del respetable doctor para emprender un experimento que lo llevará a desquiciar los límites de su alma. Por otro lado, la profundidad que entraña la primera persona, hablando de sus propias percepciones y emociones, contrasta con la restricción que le imponen sus circunstancias y sus conocimientos: Jekyll despierta en su cama, con la inocultable sensación de que no era allí donde debía estar. La incomodidad primero –¿a quién no le pasó eso de despertarse y no saber dónde está?– y la horrible certeza después están descriptas con tal exquisita precisión que empatizamos con el personaje, aun cuando no nos identifiquemos con él.

Y es que no podemos identificarnos ni remotamente con él. Porque, aunque en su confesión se justifique alegando buenas intenciones, Jekyll no solo quiere imitar a Dios, como el doctor Frankenstein, sino que también, en su soberbia, quiere mejorar la obra de Dios, y por eso es condenado a su tétrico final. ¿Transhumanismo, más de cien años antes de “Las partículas elementales”, de Houellebecq?

A esta joya de Stevenson los críticos la calificaron como relato de horror o alegoría religiosa. También incluye elementos de la ciencia ficción, del policial, y entraña una innegable crítica social a la hipocresía de la sociedad victoriana en la que transcurre la acción, y de cualquier sociedad de cualquier época –no me digan que hoy no existe esa dualidad esquizoide: gente autoproclamada como defensora de la libertad, pero que cancela toda expresión contraria a su ideología, por poner sólo un ejemplo–. Con Jekyll y Hyde, Stevenson creó una obra imposible de encasillar, y uno de los más aterradores retratos de las profundas oscuridades del alma.

***
“El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde” de Robert Louis Stevenson

Capítulo “Henry Jekyll explica lo sucedido”

Se sabe de hombres que han contratado a malhechores para que cometieran por ellos crímenes, mientras que su reputación y su persona no sufrían menoscabo. Yo he sido el primero que lo ha hecho por puro placer. He sido el primero que ha podido presentarse a los ojos del público cargado de respetabilidad y, un momento después, como un chiquillo de escuela, despojarme de esa vestidura y lanzarme de cabeza a la libertad. Para mí, cubierto con mi manto impenetrable, la seguridad era total. Imagínate. Ni siquiera existía. Sólo tenía que traspasar la puerta de mi laboratorio, mezclar en un segundo o dos la poción que siempre tenía preparada, apurarla y, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho, Edward Hyde desaparecía como el círculo que deja el aliento en un espejo. En su lugar, despabilando una vela en su gabinete, estaría Henry Jekyll, un hombre que podía permitirse el lujo de reírse de las sospechas. (…)

Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers volví a casa una noche muy tarde de mis correrías y al día siguiente me desperté con una sensación extraña. En vano miré a mi alrededor, en vano vi mis preciados muebles y el alto techo de mi dormitorio, en vano reconocí el dibujo de las cortinas de la cama y la talla de las columnas de caoba. Algo seguía diciéndome en mi interior que no estaba donde estaba, que no había despertado donde creía hallarme, sino en un pequeño cuarto del Soho donde solía dormir bajo la apariencia de Edward Hyde. Me sonreí, y utilizando mi método psicológico empecé a estudiar perezosamente los diversos elementos que creaban esta ilusión hundiéndome de vez en cuando, mientras lo hacía, en un suave sopor. Seguía ocupada mi mente de este modo cuando de pronto, en uno de los momentos en que me hallaba más despabilado, mi mirada fue a caer sobre una de mis manos. Las de Henry Jekyll (como a menudo has observado) son las manos que caracterizan a un profesional de la medicina en forma y tamaño: grandes, fuertes, blancas y bien proporcionadas. Pero la mano que vi en esa ocasión con toda claridad a la luz dorada de la mañana londinense; la mano que descansaba a medio cerrar sobre la colcha era delgada, nervuda, nudosa, de una palidez cenicienta, y estaba cubierta de un espeso vello. Era la mano de Edward Hyde.

Creo que permanecí mirándola como medio minuto, hundido en el estupor del asombro, antes de que el terror despertara en mi pecho, tan devastador y súbito como un golpe de platillos. Salté de la cama y corrí al espejo. Ante lo que vieron mis ojos, mi sangre se trasformó en un líquido exquisitamente helado. Sí. Cuando me había acostado era Henry Jekyll y ahora era Edward Hyde. «¿Qué explicación tiene esto?», me pregunté. Y luego, con un escalofrío de terror: «¿Cómo se remedia?» La mañana estaba bastante avanzada, la servidumbre se hallaba despierta y todos mis medicamentos estaban en el gabinete. Para llegar a este desde donde me hallaba (paralizado por el terror, debo añadir) tenía que bajar dos tramos de escaleras, recorrer un pasillo, cruzar el jardín y atravesar el quirófano.

Podría cubrirme el rostro, pero ¿de qué me valdría eso si no podía ocultar la disminución de mi estatura? Sólo entonces caí en la cuenta, con una enorme sensación de alivio, de que los sirvientes estaban acostumbrados ya a las idas y venidas de mi segundo yo. Me vestí lo mejor que pude con un traje que me venía grande, atravesé la casa entera, cruzándome con Bradshaw que me miró y dio un paso atrás sorprendido al ver a Mr. Hyde a tal hora y con tan raro atavío, y diez minutos después el doctor Jekyll había vuelto a su apariencia normal y se hallaba sentado a la mesa del comedor con el ceño fruncido dispuesto a fingir que desayunaba.

Poco apetito tenía, como es natural. Ese incidente inexplicable, esa inversión de mi anterior apariencia me parecía, como el dedo en el muro de Babilonia, un anuncio de mi castigo. Y así comencé a reflexionar más seriamente que nunca sobre las posibilidades y circunstancias de mi doble existencia. Esa parte de mí mismo que yo tenía el poder de proyectar la había nutrido y ejercitado últimamente en grado sumo. Recientemente me parecía incluso que el cuerpo de Hyde había ganado en altura, que cuando me hallaba bajo su apariencia mi sangre fluía más generosamente, y comencé a sospechar que si ese estado de cosas se prolongaba corría peligro de que el equilibrio de mi naturaleza se alterara definitivamente, de perder el poder de cambiar a voluntad y de que la personalidad de Edward Hyde se convirtiera irrevocablemente en la mía. El poder de la poción no era siempre el mismo. Una vez, al comienzo de mis experimentos, me había fallado totalmente. Desde entonces me había visto obligado en más de una ocasión a doblar la dosis, y hasta una vez, con gran peligro de mi vida, a triplicarla. Esas raras ocasiones habían arrojado la única sombra de duda sobre lo que hasta el momento no había sido sino un completo éxito. Ahora, sin embargo, a la luz del incidente de aquella mañana, comencé a darme cuenta de que, si bien en un primer momento lo difícil había sido liberarme del cuerpo de Jekyll, últimamente el problema comenzaba a ser el opuesto. Todo parecía apuntar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a poco el control sobre mi personalidad primera y original, la mejor, para incorporarme lentamente a la segunda, la peor.


(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá