Cultura

José Solla: un pintor marplatense de dos orillas

Perfil de un artista que es considerado de acá, la Mar del Plata en la que vive desde sus 22 años, y de allá, su Galicia natal.

Por Rafael Felipe Oteriño

 

Galicia es una comunidad del noroeste de España de profusos ríos, abundante vegetación y una variada costa sobre el Atlántico. A ella llegaron por tierra los romanos y desde el mar los celtas. También lo hacen a diario los peregrinos que marchan hasta Santiago de Compostela, en cuya catedral se conservan los restos del apóstol Santiago. En su extremo norte se encuentra el Cabo Finisterre, considerado en la antigüedad el fin del mundo. Hasta mediados del siglo pasado, las opciones para muchos pobladores de las aldeas eran claras: la piedra, el océano o la labranza, ya que en esa región el paisaje no es independiente del hombre. Desde el puerto de Vigo partieron la mayoría de los emigrantes que hicieron de América y, en particular, de la Argentina su nuevo hogar. Por todo esto –a lo que se añade la sensación de extrañamiento que suscitan las partidas y el consiguiente destierro- Galicia es un territorio de profunda sacralidad. La iconografía del Dios cristiano, en cruceiros e iglesias, se alterna con el animismo otorgado a piedras, rocas, bosques y cursos de agua. Las leyendas de meigas y brujas, hadas buenas y hadas malas, todavía ocupan espacio en la mente de los más chicos y en el corazón de quienes ya no lo son.

En ese enclave de la península ibérica, en la localidad de Marín, situada a la orilla de la ría de Pontevedra, nació José Solla, el 31 de octubre de en 1927. Su infancia y adolescencia las pasó en contacto con el trajín de los pescadores y la disciplina rumorosa de los canteros y picapedreros del lugar, quienes le contagiaron el gusto por el mar y la propensión al arte. Desde los veintidós años reside en Mar del Plata, donde cursó estudios en la Escuela Superior de Artes Visuales Martín Malharro y tomó clases de pintura y dibujo con el maestro Demetrio Urruchúa. Entre 1976 y 1978 se trasladó a España para realizar estudios sobre arte románico y gótico, experiencia que dejó un sello inconfundible en gran parte de su obra. De España nunca se separó por completo. Con el paso de los años intensificó sus vínculos con la tierra natal, permaneciendo en ella durante largas temporadas y exponiendo con asiduidad en sus principales museos. En la contigua localidad de Bueu, donde ha fijado su domicilio gallego, es considerado un hijo dilecto. Es el vecino destacado: el pintor, el artista. El ciudadano de dos mundos que porta la memoria de su estirpe gallega y el nervio de su Mar del Plata adoptiva, a la que ha sabido perpetrar en la belleza de sus marinas.

Haciendo suyo el aserto de que la obra de arte se genera desde la sensación de carencia e inacabamiento que acosan al artista, o bien, desde la abundancia de su inspiración desbocada (en un caso, para cubrir dicha falta; en el otro, para glorificar la vida), Solla lleva cumplidas tres fecundas etapas en su trayectoria de pintor. En la primera, en obras de emotivo lirismo, consagra su vocación por el dibujo y la composición. En la segunda, ya en plena posesión de su maestría para la imagen, se aboca a la interpretación plástica del paisaje marino, mediante la ejecución de estilizados conjuntos de barcas y escenas del puerto marplatense. Y en la tercera –la más febril, la más gallega de todas- se entrega a la expresión de sitios de su memoria ancestral. Si la primera etapa puede ser calificada de clásica y académica, mientras que la segunda se vincula con la modalidad cubista en camino a la abstracción geométrica, es en la tercera donde, retomando su capacidad para la representación, da rienda suelta al virtuosismo de su original figuración. En espaciosas telas que plasman romerías, sagas y fábulas para adultos, deja aflorar ritos, juegos, fiestas, oficios terrestres y pasiones escondidas, bajo el aura de lo sobrenatural derramándose sobre personas y cosas.

Bien se ha dicho que Solla es un ilustrador de sueños, un inspirador de deseos, un narrador de territorios mentales. Visiones y recuerdos llamados a perderse son recuperados por el dibujo alegórico y la paleta expresionista –con indisimulables perfiles eróticos- de su morriña elevada a la condición de disparadora de epifanías. Se trata, en efecto, de dimensiones poéticas alimentadas por esa Musa personal a la que ha dado en llamar Palmira o Inés/Palmira, y que por su poder inspirador representa a todas las mujeres, simbolizando, a la vez, el centro de su matriz creativa. Pero hay más, pues su inventiva lo ha llevado, asimismo, a practicar el collage (ensamble de diversos elementos unificados), en cuya ejecución cobra protagonismo la incorporación de grafías cotidianas (boletos de transporte, tickets, recortes de periódicos), conformando una serie de ribetes lúdicos. Realizadas muchas de estas piezas durante un viaje a New York, a la manera de apuntes y bocetos rápidos, con motivos que repiten el vértigo de la vida moderna, suman al conjunto de la obra un novedoso matiz cosmopolita. Surrealistas en su concepción, esencialmente libres e irreverentes en su gestación, también en los collages anida la vitamina del ademán poético.

Galicia y Mar del Plata se revelan, de este modo, como microcosmos de un hombre que ha querido transfigurar en arte el goce de vivir. Del realismo testimonial de sus primeras obras -con paisajes de entorno campesino y bodegones (composiciones realizadas a partir del modelo de las también denominadas naturalezas muertas)- en las que la pincelada gruesa deja transparentar la huella vibrante de su afán constructivo, hasta la dimensión onírica de sus obras de fecha más reciente –elaboradas a la manera de muros, retablos, pórticos y sillerías donde la fiesta popular devora culpas y pecados-, el universo pictórico de Solla pone de relieve un anhelo sabiamente satisfecho: el de dar forma y color a todo eso inalcanzable, secreto y nunca del todo perdido, que está ahí –en su dasein heideggeriano- como realidad y como sueño. Tal es el mundo de este realizador impar que, hablándonos del pasado, de lo cercano y lo lejano, describe pictóricamente nuestra misteriosa temporalidad. Criollo por adopción -apelativo este que engloba en su humanidad a aquellos a los que el país hace suyos-, Solla nos transmite en imágenes inolvidables el lenguaje de la emoción, del terruño y (dicho con palabras de Borges) el de la conversada amistad.

 

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