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Opinión 6 de febrero de 2022

La Corte, la amenaza narco y la dimisión de Máximo

Alberto Fernández y Máximo Kirchner.

 

Por Jorge Raventos
Diez días atrás parecía que una ominosa amenaza se cernía sobre la Corte Suprema de Justicia. Muchos medios medían con lente de aumento la manifestación convocada por algunos sectores radicalizados (y más bien marginales) del kirchnerismo, en la que se pretendía cancelar al tribunal de cuatro que hoy preside Horacio Rosatti.

Ni esa algarada K, ni su versión invertida (la marcha en defensa de la Corte -que en el Tribunal se consideró inadecuada- tuvieron la relevancia que se les pronosticaba. La Corte pudo seguir con su agenda, pese a los insultos y los elogios respectivos.

El presidente de la Corte, Horacio Rosatti, ha exhibido en algunas entrevistas más o menos recientes que el Tribunal está observando la situación nacional con una visión realista y profunda, con una mirada de mediano y largo plazo de la que podría emular la política. Un mes atrás, Rosatti se refirió a la narcocriminalidad como “uno de los tres o cuatro problemas más importantes de la Argentina y de acá a cuatro o cinco años probablemente sea el peor de los problemas”. El presidente de la Corte profundizó: “Hay un Estado dentro del Estado, un lugar donde no llega la Constitución. Adonde no llega la Justicia. Se resuelve de otro modo, a los tiros, por la venganza…, ahí tenemos una parte del territorio donde no se ejerce soberanía”. El diagnóstico tiene sus aristas interesantes: algunas son cada vez más obvias (basta ver la situación de la ciudad de Rosario o la siembra de muerte de la última semana, que sumó al veneno propio de la cocaína, otros venenos destinados a incrementar la rentabilidad de los narcos), otro aspecto de las palabras de Rosatti tiene una trascendencia potencial más profunda. Definir a la narcocriminalidad y su creciente poder como “una cuestión de soberanía” sugiere implícitamente que los instrumentos para combatir esa amenaza pueden ir más allá de una guerra de policía.

Los sicarios

En Rosario las bandas intimidan y ejercen presión e influencia sobre sectores de la Justicia, de las fuerzas policiales y también de las fuerzas políticas. El método del sicariato (contratar asesinos para castigar a quien sea) se ha generalizado (y Rosario ya no lo monopoliza). Una investigación del diario La Nación señalaba en diciembre que una vida (una muerte) se paga hoy alrededor de 30.000 pesos. Una anotación de Adolfo Bioy Casares en sus cuadernos de apuntes permite una constatación y una comparación: “Según me contaron -escribía Bioy-, en Buenos Aires, en 1976, el precio de la vida de una persona -más precisamente, lo que se debe pagar para que la maten- es de 3.000.000 de pesos viejos (300.000 nuevos, id. Est. 12 dólares)”. Cinco décadas atrás también había sicarios. Hoy se generalizan. Y quizás por eso, por una mezcla de inflación e incremento de la demanda, sus exigencias se han elevado.

Rugido de ratón

La dimisión del hijo de la vicepresidenta a la presidencia del bloque oficialista de diputados también suscitó un dramatizado interés en los medios. En materia de perplejidad, esa renuncia parece, incomprensiblemente, haber despertado mayor asombro que las coincidencias entre el FMI y el gobierno, que fueron anunciadas en paralelo por las dos partes.

En rigor, esa comunicación concertada debería haber provocado sorpresa en buena parte de la academia económica (y en una legión de analistas que apostaban a que habría un nuevo default argentino, ya que el gobierno no tenía un plan para exhibir y consumían su propio relato sobre la omnipotencia de la señora de Kirchner). Es imaginable su estupor, que en algunos casos se expresó en un silencio de varios días. El gesto de Máximo Kirchner, en cambio, entró claramente en el marco de lo previsible.

Quince días atrás señalábamos en esta columna que “Guzmán y el gobierno se han quedado sin la opinión de la coalición opositora sobre las conversaciones con el FMI. Pero lo más importante es que todavía no han consolidado un consenso en el propio oficialismo. Los sectores que coquetean con las ideologías progres, alentados por la actitud ambigua (y si se quiere, insidiosa) de su máxima referente, la señora de Kirchner, ponen palos en la rueda de esas conversaciones, quizás porque coinciden con el radical Morales y sospechan que en el horno ya hay un preacuerdo con más dosis de ajuste del que pueden soportar”. Lo había.

Del veto a la obstrucción

La oposición K al acuerdo que se cocinaba era evidente. Hasta el momento cada medida del gobierno que disgustaba a la señora de Kirchner, su hijo y el “círculo rojo” cristinista venía siendo acotada a través de vetos implícitos, a menudo epistolares, de la vicepresidenta. En este caso su opinión tronó desde Honduras, donde se celebraba la asunción de Xiomara Castro, flamante presidenta de ese país, mientras el Palacio de Hacienda negociaba con el FMI los detalles del entendimiento. La señora cuestionó con acidez “las políticas de ajuste que dictan los fondos… bueno, digamos los organismos multilaterales de crédito”.

Pero el pretendido veto esta vez no funcionó. Había que tomar una decisión y Fernández dijo “el Presidente soy yo”, sostuvo a su ministro de Economía y asumió personalmente el anuncio del entendimiento con el organismo financiero: “El país tenía una soga al cuello, una espada de Damocles y ahora tiene un camino que puede recorrer…, que permite ordenar el presente y construir un futuro”.

Se le puede objetar a Fernández el tiempo que tardó en asumir su condición de presidente o el que tardó en cerrar con el Fondo. “Tarde piaste”. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que Fernández negocia en dos tableros -el interno y el externo- en condiciones de debilidad. Adentro, las corrientes que se referencian en Cristina Kirchner aparecen como la fuerza orgánica más concentrada de la coalición de gobierno, una coalición que la gran mayoría de cuadros y bases quiere corregir en algún sentido, pero en modo alguno romper. Fernández piensa que tiene que operar delicadamente para cambiar el eje de la coalición sin que haya platos rotos. “Hay que desplumar la gallina sin que cacaree”. Tal vez se trate de un método demasiado lento.

En cualquier caso, hay que admitir que el tema sobre el que Fernández decidió disputar poder (el acuerdo con el FMI), es prioritario y decisivo. Decíamos hace dos semanas: “El gran escenario y los escenarios menores se combinan. Lo que en definitiva ordenará los debates son las cuestiones centrales”. El acuerdo con el Fondo es el eje de un reordenamiento.

El anuncio del entendimiento en marcha (todavía quedan muchos detalles por definir y muchos obstáculos políticos que superar) fue saludado con júbilo por la mayoría de las organizaciones empresariales, por la CGT, por la mayoría de los gobernadores. Este hecho y el estrechamiento de vínculos con Washington evidenciado por la misión Cafiero, amplía potencialmente la base de sustentación del Presidente tanto afuera como adentro.

Ruptura o grandes cajas

La carta-renuncia de Máximo Kirchner fue un signo de impotencia y el intento de exhibir capacidad de daño como instrumento de negociación ante la evidencia de que el veto tradicional había fallado.

Pero conviene tomar en cuenta que se trata de un rugido de ratón: Máximo Kirchner y su organización saben bien que no pueden plantear una batalla a cara de perro, porque aparecerían como responsables de un quiebre que, de concretarse, los dejaría aislados, condenados a competir con el Frente de Izquierda por ese borde del paisaje político. Máximo se reencontraría con Boudou, que ya emprendió ese camino.

Además, una ruptura pondría en riesgo el manejo de las grandes cajas que controla La Cámpora (PAMI, Anses, Aerolíneas…). Después del simulacro de renuncia masiva que protagonizaron los camporistas en septiembre del último año, en la Casa Rosada se evaluó responder con algún desplazamiento en las “grandes cajas”. Esa vez no ocurrió, pero una línea de hostigamiento al acuerdo que el gobierno sostiene podría llegar a tener consecuencias de ese tipo. Razón por la cual lo previsible es que La Cámpora -principalmente Máximo- mantenga públicamente sus objeciones al acuerdo pero evite dejar las huellas digitales en maniobras destinadas a frustrar la aprobación parlamentaria del acuerdo.

De todos modos, hasta un minuto antes de ese debate parlamentario, el oficialismo estará contando votos de diputados y sumando voluntades para garantizar la aprobación legislativa. Saben que en el seno de Juntos por el Cambio hay una fuerte opinión (retenida) de que sería políticamente suicida no votar favorablemente un acuerdo con el Fondo. El gobierno considera que en cualquier caso puede sacar la aprobación, con votos propios sumados a votos opositores. Un pequeño ejercicio de convergencia, aunque esté matizado por críticas mutuas.

El vuelo de los halcones

Los halcones de Juntos por el Cambio quieren bloquear ese acercamiento objetivo. La astuta Patricia Bullrich ha esgrimido un argumento a ese efecto: “Juntos por el Cambio no respaldará el acuerdo con el FMI si el kirchnerismo vota en contra y en ese caso propondrá que Alberto Fernández derogue la ley sancionada hace un año que hace obligatorio este trámite. O ellos votan todos juntos, o hay que derogar la ley que ellos armaron para que el acuerdo que firmen pase por el Congreso. Del primero al último, tienen que hacerse cargo de su gobierno. Y todos tienen que tener una votación en común”, sostuvo la presidenta del PRO.

No deja de ser curioso que desde una postura liberal se promueva un comportamiento de unanimidad. Mucho más cuando se pretende esa conducta de una fuerza ajena. Bullrich lo hizo. Y dejó picando la amenaza: si el oficialismo no resuelve la interna cuando se inicie el debate no le darán los votos y al gobierno le sería imposible reunir la mayoría.