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Opinión 21 de junio de 2020

La cuestión del mando y la teoría de la máscara

Por Jorge Raventos

En la última semana el gobierno que preside Alberto Fernández atraviesa un momento delicado: se combinan un agravamiento de la epidemia de Covid 19 en el ámbito metropolitano, la agudización de las tensiones con los bonistas en el capítulo decisivo de la negociación por la deuda y las derivaciones de un paso en falso propio (la iniciativa de intervención y expropiación de la empresa Vicentín, precipitada en el anuncio, turbulenta en su desarrollo y postergada en su concreción final).

El gobierno no actúa, por cierto, sobre terreno despejado; a las dificultades objetivas se suman conflictos y debates internos y la resistencia o el hostigamiento de las fuerzas e intereses que disputan política o económicamente con él. Si bien no siempre esos factores actúan expresamente coaligados, las lesiones que produce cualquiera de ellos benefician a todos, por lo que suele imperar el clásico proverbio: “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.

La última semana se conoció una información que muestra un buen ejemplo de esa práctica. En un prestigioso programa periodístico de la televisión israelí fue entrevistado un reconocido ex agente del Mossad, el servicio secreto de ese país , llamado Uzi Shaya. Este hombre relató que, con autonomía de esa agencia estatal, trabajó para el fondo buitre Elliot Management durante la pulseada que estos acreedores mantenían con el estado argentino durante el gobierno de Cristina Kirchner y, en esas funciones, proveyó al fiscal Alberto Nisman de información sensible sobre las finanzas de la familia presidencial. El objetivo, explicó Shaya, era presionar al gobierno argentino para que pagara la deuda al fondo de inversión: “El interés del Fondo era recuperar el dinero”.
Más allá de la veracidad que se asigne a sus referencias a Nisman, el testimonio del ex agente israelí describe un modus operandi más que verosímil. En verdad, por aquellos días de la pugna entre el gobierno K y los fondos buitre, estos facilitaron abundantes datos y contactos a muchos actores (políticos, periodísticos, etc.) que, por sus propios motivos, enfrentaban al oficialismo de entonces y pudieron así valerse de esas armas adicionales para desgastarlo.

El enemigo de mi enemigo

No hay por qué sorprenderse de que hoy se juegue con las mismas reglas. Los acreedores actuales invocan en sus comunicados de presión “los desafíos económicos y sociales inmediatos que enfrenta Argentina, incluso en respuesta a la crisis de COVID-19”, una enumeración amenazante que insinúa que el país debería aceptar las condiciones que reclaman los bonistas si no quiere afrontar más de esos desafíos. Entretanto, los factores locales que les hacen eco pueden regodearse con la aspereza circunstancial de los acreedores y simultáneamente cuestionar con argumentos “de derecha” (no acordar es suicida) o “de izquierda” (el gobierno cede, el gobierno retrocede ante los fondos, etc.), cualquiera sea el decurso de una negociación que, obviamente, se pone más intensa al acercarse a cu culminación.

A finales de la última semana, y azuzados por la agresividad de los bonistas, aquellos factores locales aventuraron que la negociación estaba rota, que los acreedores se disponían a judicializar sus demandas y, en fin, que el default estaba a punto de concretarse.

Desarrollaron teorías en las que inscribían esa circunstancia (anunciada como inminente) en una serie de acontecimientos como la amenaza de la empresa aérea Latam de abandonar sus operaciones en el país y la -ya en ese momento revisada-intención gubernamental de expropiar la empresa Vicentín.

A su vez, la política frente a la empresa santafesina era descripta como una “nueva guerra contra el campo” (la presidenta del Pro, Patricia Bullrich, la bautizó como “resolución 126”) y el síntoma de que “vienen por todo”.
El corolario de esa constelación de datos e interpretaciones constituiría la demostración de que “Alberto Fernández, es nada más que un Presidente delegado y el vocero, disfrazado de contemporizador, del siniestro relato kirchnerista”, para citar a un consecuente expositor de ese relato.
Esa narrativa hace agua, sin embargo, por el flanco de los hechos. No ha habido default y difícilmente lo haya. En principio, las negociaciones con los acreedores no se han cortado y los mercados para nada parecen dar por sentado el default: el riesgo país volvió a caer y los bonos argentinos volvieron a mejorar su cotización una vez que los mercados advirtieron que las noticias sólo habían magnificado amagues de las partes.

En cuanto al caso Vicentín, hay que admitir que el gobierno fue en parte cómplice de aquellas interpretaciones. No por el hecho de haber intervenido ante el quebranto de una empresa nacional muy importante del sector agroindustrial exportador que venía afectando a miles de trabajadores ligados a ella directa o indirectamente así como a varios miles de productores agropecuarios de la región Centro , sino -como lo apuntamos ya en esta columna- por “el formato y la oportunidad de la iniciativa. El Poder Ejecutivo intervino la empresa al margen (y por encima) del juez actuante en la convocatoria, sin consultar a los gobernadores afectados, sin prever las reacciones de la sociedad y de las organizaciones empresariales (…) fue apremiado por un ala del oficialismo que se referencia en la señora de Kirchner, que no sintoniza con la moderación que pretende el Presidente y que aspira a radicalizar el gobierno”.

El estilo de esa primera puntada del caso Vicentín dejó al gobierno mal parado y alimentó la propaganda hostil que necesita llevar al primer plano la figura de la señora de Kirchner y la idea de que “ella vuelve para vengarse”. Pero la evidente ofensiva contra el gobierno que coincidíó con las presiones de los bonistas en el terreno de la negociación de la deuda ayudó a una paulatina reubicación por parte de la Casa Rosada, que aplicó esa fuerza ajena para corregir el rumbo.

La recuperación del equilibrio

Como señalamos una semana atrás, “las críticas de Roberto Lavagna al proyecto expropiador, la censura de muchos sectores empresarios, las reticencias de los gobernadores involucrados y las reflexiones preocupadas de muchos hombres de su equipo más próximo le indican al Presidente que, además del ala interna que intenta apurarlo en una dirección, hay otra plataforma que se mueve con fuerza para permitirle recuperar el equilibrio, que es el principio de su arte”.

La decisión judicial de recortar las funciones del interventor designado por el Poder Ejecutivo, la confirmación de que los diputados que siguen a Schiaretti (más otros que pueden describirse como restos vivos de la “avenida del medio” que fue arrollada en la polarización electoral) no votarían la expropiación y la consolidación de una “propuesta superadora” que el Presidente y solicitaba, aportaron a la instalación de aquella plataforma. Ahora el gobierno puede alcanzar sus objetivos originales por caminos adecuados y está en condiciones de mantener los equilibrios que necesita para su gestión.

Pero el desborde de los elementos más radicalizados del oficialismo hizo retroceder a Alberto Fernández algunos casilleros; ahora tiene que recuperar terreno y reconquistar toda la confianza que había conseguido y que las encuestas revelaban hasta hace dos semanas. Los factores externos y locales que lo asedian vuelven a poner en cuestión el mando del Presidente, un asunto que parecía superado ya en diciembre del año último, cuando el actual titular de la Academia de Periodismo, Joaquín Morales Solá, dictaminó en su reputada columna de La Nación: “No queda ningún argumento para los que decían que sería un mero títere de la expresidenta”.

Por esos días, Fernández bromeaba ante Eduardo Van der Kooy, el editorialista político de Clarín: : “Hasta hace dos semanas era un pobre tipo que no podía armar el gabinete porque Cristina le armaba todo. Ahora dicen que soy el Presidente más poderoso”. Fernández empieza a experimentar el amargo epigrama del periodismo que establece: los diarios de ayer sirven para envolver huevos.

El contexto pandémico

El terreno accidentado que el gobierno debe transitar incluye, por cierto, la pandemia, que se concentra en las últimas semanas en dos puntos: el ámbito metropolitano (AMBA:Capital y conurbano) y Chaco. Los índices de trasmisión aumentan velozmente y se pierde la trazabilidad porque ahora la gran mayoría de los casos obedece a contagios comunitarios, suscitados por la creciente circulación de personas que acompañó al aflojamiento – en parte protocolar, en buena medida anárquico- de la cuarentena.

Así, en los puntos más calientes se vuelve indispensable reimplantar restricciones después de casi tres meses de cuarentena, cuando el invierno está recién por comenzar, sin un horizonte claro sobre el momento en que se pueda recuperar algo de normalidad y con una parte significativa de la sociedad urgida por recuperar sus fuentes de trabajo y de ingresos. Sobre este basamento en el que se cruzan problemas sanitarios de gravedad y comprensibles inquietudes y tensiones sociales también se apoyan los sectores interesados en debilitar al gobierno, al que acusan de arrellanarse en la cuarentena y utilizarla como instrumento de hegemonía.

El que se enoja pierde

La sociedad comparte la idea de dar prioridad a la salud que el gobierno formula. Pero también espera que el gobierno, más allá de las medidas de ayuda directa (que tienen un alcance naturalmente limitado en cuanto a número de personas y en cuanto a su duración), empiece a disponer cotidianamente aperturas de actividades.
Más que esperar una salida generalizada y masiva de la cuarentena (seguramente demasiado lejana) empezar a practicar salidas puntuales, controladas y controlables, que mantengan encendida la llama de la esperanza.

Forma parte de la lógica política que los adversarios aprovechen las debilidades o los problemas de los gobiernos y los agiten. En este terreno, no tiene demasiado sentido que los gobiernos reaccionen con irritación. Cuando el gobierno de Fernández lo hace, se hace daño a sí mismo, porque una respuesta airada golpea no sólo a quienes lo atacan por motivos facciosos, sino también a porciones de la sociedad que son víctimas de una situación y esperan del poder una actitud comprensiva y soluciones prácticas.

La respuesta más lúcida, en ese sentido, es argumentar con hechos, refinar el análisis para aplicar lo que en algún momento se denominó “cuarentena inteligente” y reabrir, así sea parcialmente, actividades productivas compatibles con una circulación limitada de personas. Y, en términos más amplios, evitar aquellos errores propios que dan armas a los adversarios hostiles.